El faro sobre la roca

Sobre la roca

Unos quince días después de la llegada de mi padre, tuvimos la sorpresa de recibir otra visita del señor Benson. Venía a informarnos que su yerno había recibido una carta acerca de la chiquilla que habíamos recogido tras el naufragio del «Victory».

Fue lo que me contó después de saludarnos en el muelle, y mientras íbamos a casa, yo estaba ansioso por conocer el contenido de la carta. Lily correteaba a mi lado, iba tomada de mi mano; a decir verdad, no me cabía en la imaginación que ella pudiese sernos arrebatada pronto.

–¡Vaya! ¡El señor Benson! –dijo mi abuelo, levantándose para saludarlo.

–El mismo –contestó–. Tal vez usted se imagina cuál es el motivo de mi visita.

–Espero que no sea para arrebatarnos a nuestro «rayo de sol» –dijo abuelo tomando en sus brazos a la pequeña Lily–. ¿Usted no se la llevará, verdad?

–Aguarde un momento –contestó el anciano sentándose y sacando una carta de su bolsillo; primero lea esto, y luego me dirá qué le parece.

Y abuelo empezó a leer lo siguiente:

 

Muy señor mío:

Usted no puede imaginar la alegría que nos causó, a mi esposa y a mí, su carta que recibimos hace una hora. Nos habíamos enterado del naufragio del «Victory» y llorábamos la pérdida de nuestra hija; es más, al enterarnos del desastre, mi esposa cayó gravemente enferma y hasta fue en peligro su vida.

 

Llegado a este punto, abuelo David tuvo que hacer una pausa, nos miró a todos con ojos brillantes; luego prosiguió su lectura:

 

Tomaremos el próximo barco que sale para Inglaterra, a fin de reunirnos cuanto antes con nuestra querida hija. Ya estaríamos de camino si mi esposa hubiera estado lo suficientemente restablecida para soportar la travesía. ¡De antemano, nuestro más cordial agradecimiento a esos valientes que salvaron a nuestra Lily! Espero que podamos expresarles pronto nuestro hondo reconocimiento.

Nuestra hija había sido confiada a unos amigos para que cuidasen de ella durante el viaje hasta que volviésemos. Queríamos que saliese de la India antes del verano, y aún me faltaban dos meses para volver a Inglaterra. Por eso no figuraba el apellido Villiers en la lista de pasajeros.

Agradeciéndole de todo corazón todas las molestias que tuvo para informarnos que nuestra hija estaba viva, le saluda muy atentamente Eduardo Villiers.

 

–Bueno –dijo el anciano sonriendo, aunque una lágrima asomaba en sus ojos–, ¿se negarán ustedes a devolverla a sus padres?

–¿Cómo puede usted decir esas cosas? –suspiró abuelo David–. ¡Pobre gente! ¡Cuántas penas habrán pasado! ¡Y ahora, parecen tan felices!

–Lily –dije, poniendo a la chiquilla en mis rodillas–, ¿sabes que pronto vendrán a verte? ¡Tu mamá va a venir para ver a su pequeña Lily!

La niña me miró con atención; la palabra «mamá» le recordaba evidentemente muchas cosas. Se quedó pensativa por unos instantes, luego repitió bajito:

–¡Mamá va a venir para ver a su pequeña Lily!

–¡Qué encanto de chiquilla! –exclamó el señor Benson, acariciándole su rizada cabeza–, parece que lo comprende todo.

Me puse entonces a preparar el té, y mientras nuestro visitante saboreaba la humeante taza, me preguntó si había leído el papel que me mandó por medio del marinero.

–Sí –contestó abuelo David–, sí que lo hemos leído.

Y empezó a contar la conversación que habíamos tenido a ese respecto con Tom Peters, y lo que este me había contado la mañana misma en que le vi por última vez.

–Ahora –dijo el abuelo dirigiéndose al anciano, quisiera que usted me diga cómo puede uno estar sobre la Roca, porque aún estoy sobre la arena, y esto no deja de inquietarme. La última vez que usted vino, me dijo que de permanecer así, no resistiría la tempestad…

–Es verdad, amigo Morgan; sería una tremenda desgracia estar sobre un fundamento tan poco estable como la arena cuando venga el terrible huracán.

–Sí, señor, lo noto. Estoy a menudo despierto por la noche –a nuestra edad ya no se duerme mucho– y pienso en ello cuando oigo cómo ruge fuera el viento del Atlántico y escucho el cañonazo de las olas que estrellan contra el acantilado. Pienso entonces en un Salmo que siempre me impresionó de joven; habla de los que bajan al mar en navíos, los cuales durante la tempestad parecen que “suben a los cielos” y “descienden a los abismos”, y cuyas almas “se derriten con el mal”…

Luego, como si la mirada atenta y bondadosa del anciano le inspirara particular confianza, abuelo David prosiguió:

–Mire usted, señor Benson, ¡no estaría muy seguro el día del juicio! De joven, uno se ríe de estas cosas, o lo deja para más tarde; uno piensa que son cosas de beatos o de los pastores; pero la realidad es otra. Por cierto, no he robado ni matado a nadie; mas siento que esto no me basta.

–Si usted estuviera sobre la Roca, no tendría el menor temor. Todos los que han acudido a Cristo –el Cristo vivo de las Escrituras– y descansan sobre él, están perfectamente resguardados del juicio; lo mismo que cuando ruge la tempestad allá afuera, usted está seguro aquí en esta casa.

–Lo veo más claro ahora; pero aún no entiendo muy bien lo que usted quiere decir con «estar sobre la Roca».

–Amigo Morgan, ¿qué haría usted si su casa estuviese levantada sobre la arena, a orillas del mar, y si supiera que la próxima galerna la destruiría inevitablemente?

–¿Qué haría? ¡Muy sencillo!: la desmontaría y la volvería a edificar sobre unas rocas!

–¡Eso es! –dijo el señor Benson, con una amplia sonrisa–. Hasta ahora la esperanza de su salvación descansaba sobre sus «buenas obras», sobre su vida recta y honesta, sobre sus buenos propósitos; en una palabra, sobre la arena, ¿no es así?

–Sí, ¡es verdad! –tuvo que confesar el abuelo, tras un momento de reflexión.

En esto, mi padre que había llegado hacía unos instantes, se permitió intervenir en la conversación:

–Pero señor Benson, ¿cómo se atreve usted a decir que las buenas obras y una vida recta y honesta no sirven para nada?

El anciano se quedó sorprendido por un momento, luego contestó:

–En efecto, de nada valen para salvarnos; y la Palabra de Dios, por boca del profeta Isaías, dice muy claramente que cuanto hagamos con este fin es como “trapo de inmundicia” ante los ojos de Dios.

El asombro se pintaba en nuestra caras.

–¿Y cómo puede ser eso? –volvió a preguntar mi padre.

–Es muy sencillo. Desde la rebelión y caída de Adán el pecado ha manchado todo cuanto hemos hecho y pensado; lo afirma la Palabra de Dios; mírenlo aquí –dijo mientras sacaba un libro del bolsillo interior de su chaqueta–: “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?”. Eso está en Jeremías 13, versículo 23. Y en el Nuevo Testamento, escuchen lo que dice Dios por boca del apóstol Pablo: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios…”. “Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios…” (epístola a los Romanos, capítulo 3).

–Entonces, ¿quién puede salvarse?

–¿Salvarse? ¡Nadie! Ninguno de nosotros puede salvarse por sus propios esfuerzos. Es como alguien que ha sido atrapado en las arenas movedizas y que intenta vanamente salir de ellas, cuanto más se mueva, más se hunde…

–Pero pueden rescatarle lanzándole una cuerda desde un lugar seguro –intervino mi abuelo.

–Exactamente –dijo el señor Beson–. Es lo que hace Cristo. Él vino “para buscar y para salvar lo que se había perdido”. Volviendo al ejemplo de su casa sobre la arena, debe usted echarla abajo. Debe usted decirse: «David Morgan, eres un hombre perdido si sigues en esa condición espiritual; tu esperanza de salvación solo descansa sobre lo movedizo, sobre la arena». Luego, funde su esperanza sobre algo mejor; sobre lo único que resistirá la tempestad: la Roca que es Cristo. Es el único camino para ir al cielo; él mismo lo dijo a sus apóstoles: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (evangelio según Juan, capítulo 14, versículo 6). Cristo murió en nuestro lugar, sufrió el vituperio de la cruz para que nosotros –pecadores sin esperanza– ya no tuviésemos que padecer la paga del pecado, que es la muerte, y para que así gozásemos de perdón, paz y vida eterna. Pero, para recibir ese don de Dios que es la salvación, hace falta alargar la mano de la fe. Esto es lo que significa «edificar sobre la Roca».

–Ahora entiendo, Señor Benson.

–Hágalo, amigo Morgan; confíe en que Cristo es plenamente suficiente para todas nuestras necesidades espirituales, así su esperanza estará firme y segura. Entonces, en cuanto se desencadene el último huracán –el más terrible– ya no le alcanzará, usted estará perfectamente a salvo como lo que está aquí en este faro mientras ruge la tempestad. Nada tendrá que temer por cuanto estará sobre la Roca inconmovible.

No podría reproducir todo cuanto se dijo aquella mañana, pero me acuerdo de que, antes de marcharse, el anciano se arrodilló con nosotros y oró fervientemente para que cada uno de nosotros aceptara a Cristo como a su único y perfecto Salvador (sí, esa es la expresión que empleó: «único y perfecto Salvador»), y que así estuviésemos seguros sobre la Roca.

Luego se fue en el vaporo que le estaba esperando.

Aquella misma noche, cuando abuelo David iba a darme un beso antes de acostarse, me dijo:

–Alec, hijo mío, no descansaré esta noche antes de poder decir como nuestro querido Tom:

Cristo es mi Redentor,
Mi fuerte protector;
En él, mi Roca,
Está mi esperanza…

Y sé que mi abuelo cumplió su promesa.