Estudio sobre el libro del Levítico

Levitico CHM

Introducción

Antes de considerar en detalle el tema que vamos a tratar, debemos tomar en cuenta la posición que aquí ocupa Jehová y, a continuación, el orden en que se suceden los sacrificios.

Llamó Jehová a Moisés, y habló con él desde el tabernáculo de reunión.

Había hablado desde lo alto del Sinaí, y la posición que entonces había tomado sobre el santo monte imprimía a sus comunicaciones un carácter particular. En el monte de fuego, Dios dio una “ley de fuego” (Deuteronomio 33:2). Pero, en el Levítico, Jehová habla desde el tabernáculo que hemos visto erigir al término del libro anterior, el Éxodo. “Finalmente erigió el atrio alrededor del tabernáculo y del altar, y puso la cortina a la entrada del atrio. Así acabó Moisés la obra. Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión… y la gloria de Jehová lo llenaba… Porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas” (Éxodo 40:33-38).

El tabernáculo era la habitación del Dios de gracia. Podía establecer allí su morada porque estaba rodeado de lo que representaba de manera viviente el fundamento de sus relaciones con su pueblo. Si se hubiera manifestado en medio de Israel con la gloria terrible con la que se había revelado en el monte Sinaí, no habría sido más que para consumirlos en un momento, como “pueblo de dura cerviz” (Éxodo 33:5). Pero Jehová se retiró detrás del velo, tipo1 de la carne de Cristo (Hebreos 10:20), y tomó sitio encima del propiciatorio, donde la sangre de la expiación –no la rebelión y dura cerviz de Israel (Deuteronomio 31:27)– se presentaba a su vista y respondía a las exigencias de su naturaleza. Esa sangre, llevada adentro del santuario por el sumo Sacerdote, era el tipo de la más preciosa sangre que purifica de todo pecado; y aunque Israel, según la carne, no discernía nada de ello, esa sangre justificaba el hecho de que Dios morase en medio de su pueblo; ella santificaba para la purificación de la carne (Hebreos 9:13).

Tal es, pues, la posición que Jehová ocupa en el Levítico, la que no se debe olvidar si se quiere tener exacto conocimiento de las revelaciones que este libro encierra. Todas ellas llevan el sello de una inflexible santidad, unida a la gracia más pura. Dios es santo, sea cual fuere el lugar desde el que habla. Es santo en el monte Sinaí y es santo en el propiciatorio; pero, en el primer caso, su santidad estaba ligada a “un fuego consumidor”, mientras que en el segundo va unida a la gracia paciente. La unión de la perfecta santidad y de la perfecta gracia es lo que caracteriza a la redención que es en Cristo Jesús, redención que se encuentra prefigurada de diversas maneras en el libro del Levítico.

Es preciso que Dios sea santo, aun condenando eternamente a los pecadores que perseveran sin arrepentirse. No obstante, la plena revelación de su santidad, en la salvación de los pecadores, hace resonar en el cielo un concierto de alabanzas: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14). Esta doxología, o himno de alabanza, no pudo resonar cuando fue promulgada “la ley de fuego”. Si bien no cabe duda de que a la ley del Sinaí se unía la “gloria a Dios en las alturas”, esta ley no traía ninguna paz a la tierra ni buena voluntad para con los hombres. Era la declaración de lo que los hombres debían ser antes que Dios pudiese complacerse en ellos. Mas cuando “el Hijo” vino como hombre a la tierra, las inteligencias celestes pudieron expresar su plena satisfacción en Él, cuya persona y obra reunían de la manera más perfecta la gloria divina y la bendición del hombre.

  • 1N. del E.: «Tipo» es la traducción de la palabra griega «typos». Esta aparece 16 veces en el Nuevo Testamento. La versión Reina-Valera traduce esta palabra por sombra, señal, figura, modelo, forma y ejemplo. El tipo puede ser una persona, un animal, una cosa, un lugar o un suceso; ilustra por medio de una comparación o de un contraste una verdad actual o futura. Ejemplos: el arca de Noé es un tipo de la cruz de Cristo; el sacrificio de Isaac es un tipo del sacrificio de Cristo; la “flor de harina amasada con aceite” es un tipo de la pura y perfecta humanidad de Cristo, etc. Se llama «antitipo» la realidad prefigurada por el «tipo». Ejemplo: El sacrificio de Cristo es el antitipo del sacrificio de Isaac; la «carne» de Cristo es el antitipo del velo (Hebreos 10:20; Mateo 27:51; Éxodo 26:33).

Orden de los sacrificios

Trataremos ahora acerca del orden en que se suceden los sacrificios en los primeros capítulos. Dios pone en primer lugar el holocausto y en último término el sacrificio por la culpa; termina por donde nosotros empezamos. Este orden es notable y muy instructivo.

Cuando, por primera vez, la espada de la convicción penetra en el alma, la conciencia examina los pecados pasados que pesan sobre ella, la memoria dirige sus miradas hacia atrás, a las páginas de la vida pasada y las ve ennegrecidas por innumerables transgresiones contra Dios y contra los hombres. En este período de su historia, el alma repara menos en la fuente de donde proceden sus transgresiones que en el hecho abrumador y palpable de que tal y tal acto han sido cometidos. De ahí su necesidad de saber que Dios, en su gracia, ha provisto un sacrificio en virtud del cual “toda ofensa” (Deuteronomio 21:5) puede ser gratuitamente perdonada (Colosenses 2:14). Dios nos lo presenta en el “sacrificio por la culpa”.

A medida que el alma progresa en la vida divina, viene a ser consciente de que esos pecados cometidos no son más que los retoños de una raíz, las distintas aberturas de una misma fuente y, además, que el pecado en la carne es esa raíz, esa fuente. Este descubrimiento conduce a un ejercicio interior mucho más profundo aún, al que nada puede apaciguar si no es un conocimiento también más profundo de la obra de la cruz, en la cual Dios mismo “condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). No se trata en este pasaje de la epístola a los Romanos de «los pecados en la vida», sino de la raíz de donde provienen, a saber, el “pecado en la carne”. Esta verdad tiene inmensa importancia. Cristo no solamente “murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3) sino que fue hecho “pecado” por nosotros (2 Corintios 5:21). Tal es la doctrina del “sacrificio por el pecado”.

Cuando, por el conocimiento de la obra de Cristo, la paz ha entrado en el corazón y en la conciencia, podemos alimentarnos de Cristo –el fundamento de nuestra paz y de nuestro gozo– en la presencia de Dios. Hasta que veamos todas nuestras transgresiones perdonadas y nuestro pecado juzgado, no podemos disfrutar de paz ni de gozo. Es preciso que conozcamos el sacrificio por la culpa y el sacrificio por el pecado antes de que podamos apreciar la ofrenda de paz, de regocijo o de acción de gracias. Por esto, el orden en que “el sacrificio de paz” (cap. 3:1) está colocado responde al orden según el cual nos apropiamos de Cristo espiritualmente.

El mismo orden perfecto se vuelve a encontrar en cuanto al lugar asignado a la ofrenda de oblación vegetal. Cuando un alma ha sido conducida a gustar la dulzura de la comunión espiritual con Cristo, sabiendo alimentarse de él en paz y con agradecimiento, en la presencia de Dios esta alma se siente presa de un ardiente deseo de conocer más los gloriosos misterios de su Persona, y Dios, en su gracia, responde a este deseo por la “ofrenda” de oblación vegetal, tipo de la perfecta humanidad de Cristo.

Finalmente viene “el holocausto”, el broche final, la figura de la obra de la cruz cumplida bajo la mirada de Dios, sacrificio que expresa la invariable devoción del corazón de Cristo. Más adelante estudiaremos todos estos sacrificios detalladamente; aquí no hacemos más que considerar el orden en que están colocados, orden verdaderamente admirable desde cualquier punto de vista, el cual empieza por la cruz y acaba en ella. Si descendemos de Dios a nosotros y, siguiendo el orden exterior del Levítico, empezamos por el holocausto, vemos en esta ofrenda a Cristo en la cruz cumpliendo la voluntad de Dios, realizando la expiación y dándose a sí mismo enteramente para gloria de Dios. Si, por el contrario, siguiendo el orden interior nos remontamos de nosotros mismos a Dios y empezamos por el sacrificio por el pecado, vemos a Cristo en la cruz llevando nuestros pecados y aboliéndolos según la perfección de su sacrificio expiatorio. En todo, tanto en el conjunto como en los detalles, brilla la excelencia, la belleza y la perfección de la divina y adorable persona del Salvador. Todo está hecho para despertar en nuestros corazones un profundo interés por el estudio de estos tipos preciosos.

Dios, quien nos dio el libro del Levítico, quiera ahora suministrarnos, por la viva potestad del Espíritu, la explicación de él, de forma que, cuando lo hayamos recorrido, bendigamos su Nombre por tantas y tan admirables imágenes de la Persona y la obra de nuestro bendito Señor y Salvador Jesucristo. A Él sea la gloria desde ahora y para siempre. Amén.