Nehemías

Nehemías 3

La muralla

Antes de considerar detalladamente este capítulo, reflexionemos sobre lo que significa para nosotros la edificación de la muralla, de la misma manera que consideramos, en el libro de Esdras, cuál era el sentido típico de la reconstrucción del templo.

Trabajar en la edificación de la Asamblea, aportar los materiales a la casa de Dios y edificar sobre el fundamento que es Cristo, son cosas muy importantes para el cristiano (1 Corintios 3:10-16); pero este aún tiene otro deber: reconstruir las murallas de la ciudad santa.

Las murallas son a la vez una separación de la gente de fuera y una defensa contra los ataques del enemigo. Rodean, encierran la ciudad y hacen que esta sea un conjunto, formando así una unidad administrativa con sus leyes, sus costumbres, su gobierno propio, bastándose a sí misma, separada de elementos extraños y salvaguardada de toda mezcla. En Jerusalén, las murallas encerraban al pueblo de Dios y al mismo tiempo defendían el santuario.

Como medio de defensa, las murallas rechazan los asaltos del enemigo y ofrecen seguridad a los habitantes de la ciudad. Si aplicamos esta descripción a las circunstancias actuales, fácilmente veremos su importancia. El testimonio de la ciudad de Dios, Su habitación, la Iglesia, está arruinado por nuestra culpa, y se ha vuelto invisible a los ojos de los hombres. ¿Debemos abandonarlo en tal estado de destrucción? De ninguna manera. Si tenemos la inteligencia de Nehemías, comprenderemos que es urgente reunir a los habitantes de la ciudad celestial, trabajar por su unidad visible, sabiendo perfectamente que esta unidad existe en los consejos de Dios. Si Nehemías hubiera esperado que todos los habitantes de Jerusalén dispersados en Persia, en Media y en la provincia de Babilonia hubiesen vuelto a sus domicilios para iniciar la reconstrucción de la muralla, su misión habría sido vana y su actividad inútil. Cuando la ciudad estuvo cercada, Dios, como lo veremos, no la dejó desierta, y su Espíritu supo despertar el celo que, en cierta medida, vino a colmar el vacío producido por los ausentes. Comprenderemos, además, que frente al asalto, presentado por el mundo bajo la dirección de Satanás para impedir a los fieles desamparados perseverar en Cristo, tenemos que reconstruir la muralla que nos defienda. Esta muralla es Cristo, es Dios, es su Palabra, la Palabra de salvación y de alabanza (Zacarías 2:5; Jeremías 15:20; Isaías 60:18; 26:1), únicas garantías que tienen los hijos de Dios. Por último comprenderemos que el deber de cada siervo de Dios es separar la familia de la fe, los conciudadanos de los santos, de todo mal, bajo cualquier forma en que se presente: individual o colectivo, moral o doctrinal, religioso o mundano, carnal o terrenal, para que esta familia sea visible a los ojos del mundo y pueda ser reconocida por él.

“Levantémonos y edifiquemos” (cap. 2:18), dijo el pueblo. No hablemos de la imposibilidad de la obra. La imposibilidad es el lema del hombre, nunca el de Dios. ¡Y aunque seamos solo dos o tres fieles para edificar “frente” a nuestras casas, Dios nos aprobará, y su buena mano estará sobre nosotros!

No obstante, nuestro trabajo no consiste solo en levantar la muralla; también debemos ocuparnos de las puertas. El enemigo sabía bien lo que hacía al quemar las puertas de Jerusalén (cap. 2:3, 13, 17). Como la muralla, y aún más que ella, las puertas de una ciudad son de una importancia capital. Pueden estar abiertas para dejar entrar y salir libremente a los habitantes de la ciudad, pero también para excluir a todo elemento extraño, culpable, contagioso o criminal que haya elegido allí su domicilio. Las puertas están cerradas por la noche para que los ciudadanos no salgan en horas de peligro, pero también para no dejar entrar nada que sea contrario a las leyes de la ciudad y, sobre todo, para impedir la entrada de traidores que, aprovechando una falta de vigilancia, podrían abrirlas al enemigo.

De igual manera, la ciudad según Dios tiene sus puertas a través de las cuales el mundo y sus codicias, las doctrinas mentirosas, las herejías, los falsos hermanos, pueden introducirse o ser rechazados; por otra parte están abiertas de par en par a todo lo que es de Dios, de Cristo y de su Palabra.

¡Ay! Cuando nosotros, como Nehemías, recorremos los escombros, solo encontramos ruinas en la gran casa que lleva el nombre de Cristo. Pero no nos desalentemos. Si de todo corazón queremos levantar las murallas, ocupémonos también en restaurar las puertas, y la buena mano de Dios estará con nosotros. No descansemos; animémonos mutuamente en el trabajo. Nuestra obra será débil e incompleta, pero no olvidemos que Dios la reconoce, y Él la sustituirá un día por su propia obra, en la nueva Jerusalén, donde las “puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche… No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero” (Apocalipsis 21:25-27). “Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad. Mas los perros estarán fuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y hace mentira” (Apocalipsis 22:14-15).

Estas palabras preliminares nos ayudarán para el examen detallado y la aplicación de este capítulo 3, que se divide en dos partes. La primera habla de la reconstrucción de la muralla que cercaba Jerusalén (v. 1-15); la segunda habla de esta reconstrucción en relación con la “ciudad de David” y el templo.

Animados por un hombre de fe, o más bien bajo la acción del Espíritu Santo que hablaba a través de este hombre, grandes y pequeños se levantaron con el corazón dispuesto a iniciar la obra.

Como es lógico, en primer lugar encontramos al jefe espiritual del pueblo, Eliasib, el sumo sacerdote, con sus hermanos los sacerdotes. “Entonces se levantó el sumo sacerdote Eliasib con sus hermanos los sacerdotes, y edificaron la puerta de las Ovejas. Ellos arreglaron y levantaron sus puertas hasta la torre de Hamea, y edificaron hasta la Torre de Hananeel” (v. 1). A primera vista, la extensión y ejecución de su obra parece no dejar nada que desear. La puerta de las Ovejas era la más próxima al templo, hacia el norte. La parte de la muralla reedificada comprendía dos torres, obras particularmente importantes y difíciles. La puerta de las Ovejas estaba provista de batientes, pero carecía de cerrojos y cerraduras (véase v. 3, 13-15). Así, pues, desde un principio, esta entrada de Jerusalén no estaba bien protegida contra aquellos que hubieran querido introducirse en la ciudad. Eliasib debía tener un interés particular en esto. ¡Era aliado de Tobías el amonita, uno de los tres grandes adversarios del pueblo de Dios, y le había preparado una habitación en los atrios del templo! (cap. 13:5, 7). Un nieto de este mismo Eliasib era yerno del segundo gran adversario de los judíos, Sanbalat el horonita. ¿Mostraba aquí Eliasib su mala fe? Nadie puede decirlo, pero hay constancia de que la alianza con el mundo imprime a nuestra obra un carácter inconcluso que el enemigo aprovecha ocasionalmente. Esta negligencia es más grave todavía cuando el obrero, como aquí, tiene gran responsabilidad en medio del pueblo. Sin embargo, era un trabajo de mucha importancia puesto que tenía que ver con la casa de Dios, un trabajo del que Dios tenía cuidado, pero que habría dejado la puerta abierta a una pronta e irremediable ruina si no hubiera estado vigilado por Nehemías.

Junto a los sacerdotes edificaron los hombres de Jericó (v. 2). Estos vinieron de su ciudad (Esdras 2:34, 70; Nehemías 7:36) con el propósito de ayudar a sus hermanos de Jerusalén. Su trabajo no es llamativo: no edificaron ni puerta ni torre, pero contribuyeron a la defensa de la ciudad contra el mal de fuera. Una parte de esta tarea fue confiada a un solo hombre, Zacur hijo de Imri. Los instrumentos que Dios emplea son muy variados, pero cada uno es útil y ninguno puede buscar su reemplazo o escoger por sí mismo su trabajo. Que sean varios asociados o uno solo, cada uno debe trabajar en la obra que Dios le ha asignado.

Los hijos de Senaa (v. 3; quizás una ciudad o un distrito en la región de Jericó) se distinguen después de los de este lugar. “Edificaron la puerta del Pescado; ellos la enmaderaron, y levantaron sus puertas, con sus cerraduras y sus cerrojos”. Esta puerta, situada al norte de Jerusalén, con “la puerta Vieja”, estaba particularmente expuesta a los ataques del enemigo. Fue por ese lado que los ejércitos asirios abordaron la ciudad para sitiarla y conquistarla. Los hijos de Senaa eran conscientes de ello y no cesaron el trabajo hasta que los cerrojos y las cerraduras de las puertas estuvieron en su lugar.

En los versículos 4 y 5 vemos primero a Meremot, hijo de Urías el sacerdote, hombre respetado y fiel, en manos de quien los compañeros de Esdras habían puesto todos los dones voluntarios enviados de Babilonia a Jerusalén (Esdras 8:33-34). Su celo lo llevó más allá de la restauración de una simple porción de la muralla. Fue el primero, aunque otros lo imitarían después, que reparó “otro tramo” (relacionado con la ciudad de David y el templo) delante de la casa de Eliasib el sumo sacerdote. Su celo también lo llevó a defender al representante del pueblo ante Dios (v. 21). Lo mismo ocurrió en tiempo de los apóstoles; e igual ocurre para nosotros hoy día. La fidelidad manifestada en un servicio de poca importancia, seguidamente califica al obrero para una actividad que se relaciona directamente con Cristo, nuestro sumo sacerdote.

Mesulam, mencionado después de Meremot en este capítulo, era un hombre de carácter dudoso, aliado de Tobías, a cuyo hijo, llamado Johanán, había dado su hija (cap. 6:18). Según todos los indicios, era de linaje sacerdotal, y tal vez Eliasib ejerció, por su ejemplo, alguna influencia sobre él. A pesar de esta alianza inadecuada, demostró su celo por la casa de Dios, pero nunca tanto como Meremot. Si más tarde trabajó en la “ciudad de David”, fue, ante todo, para garantizar su propia morada (v. 30). Después de él, Sadoc fue uno de aquellos que no temieron emprender aisladamente el trabajo, con todos sus riesgos y peligros. Al lado de estos tres hombres restauraron los tecoítas. Estos pertenecían a una ciudad de Judá, cerca de Belén (Amós 1:1; 2 Samuel 14:2). “Pero sus grandes no se prestaron para ayudar a la obra de su Señor” (v. 5). Esta falta de celo, esta indiferencia de los principales, afortunadamente no tuvo para el conjunto las consecuencias tan frecuentes en casos parecidos. Al contrario, los tecoítas, que no fueron apoyados por sus jefes, redoblaron su celo. En el versículo 27 se les ve reparar en la ciudad de David “otro tramo, enfrente de la gran torre que sobresale, hasta el muro de Ofel”. Ofel, donde se encontraban las moradas de los netineos o sirvientes, estaba vinculada con una de las puertas del templo. Encontramos la citación de este lugar en Isaías 32:14: “Ofel y la torre” (V. M.).

Joiada hijo de Paseah, y Mesulam hijo de Besodías (v. 6), dos hombres sin notoriedad en las Escrituras, repararon “la puerta Vieja”, puerta situada al noroeste del recinto y, por su nombre, sin duda una de las más antiguas de la ciudad. Estos dos hombres se asociaron para realizar este importante trabajo, mientras para una obra similar había sido necesario el concurso de todos los hijos de Senaa. El acuerdo de estos dos desconocidos produjo un resultado considerable, lección muy instructiva para nosotros. La palabra “junto a ellos”, usada en este capítulo, no es mencionada cuando se trata de su obra. Ellos ocuparon un lugar aparte, sin depender en ninguna manera de sus hermanos, aunque contribuyeron a la obra común. Hombres como estos adquieren categoría. Su trabajo denota una gran conciencia; nada faltó a la puerta que construyeron, ni maderaje, ni batientes, ni cerraduras, ni cerrojos. Además sirvieron de modelo a los otros.

En efecto (v. 7), Melatías gabaonita y Jadón meronotita, un galileo, repararon “junto a ellos”. El origen obscuro o despreciado de estos dos personajes no lo es a los ojos de Dios, aunque lo sea a los de los hombres.

Uziel hijo de Harhaía, de los plateros, y Hananías hijo de un perfumero (v. 8), no estaban asociados como sus predecesores, aunque trabajaron en común. Sus funciones, que servían al lujo del mundo, no eran incompatibles con la reconstrucción de la ciudad de Dios, porque el Señor escoge sus obreros en todas partes y en todas las posiciones, y no donde los hombres tendrían la tentación de buscarlos exclusivamente.1

Esta misma observación se aplica a Refaías hijo de Hur, “gobernador de la mitad de la región de Jerusalén” (v. 9). Ocurre lo mismo con Salum, hombre respetable que cumplía las mismas funciones que Refaías; sobre él la Palabra solamente añade: “Él con sus hijas” (v. 12). Aquí el trabajo está en manos de mujeres, pero como se trata de un trabajo público, lo hacen bajo la responsabilidad y dependencia de su padre. Es sorprendente verlas, por amor a la ciudad de Dios y a la restauración de su pueblo, someterse a una obra que no les correspondía y en la que sus fuerzas parecerían insuficientes.

Jedaías (v. 10) restauró “frente a su casa”. Su primera preocupación fue preservar su propia familia de las invasiones del enemigo. Igualmente hicieron Benjamín, Hasub, Azarías (v. 23), los sacerdotes y Sadoc (v. 28-29). Todos estos comenzaron por proteger a los suyos; y como en todos los tiempos, esto es deseable y provechoso entre los santos. ¿Cómo defender al pueblo de Dios, si no se sabe proteger del mal a su propia casa? Este mismo celo hizo honor a Gedeón, cuando fue llamado a juzgar a Israel (Jueces 6:15-35).

En el versículo 11, el ejemplo de Joiada y de Mesulam continúa dando frutos. Dos hombres, Malquías y Hasub, repararon la torre de los Hornos, que dominaba toda la muralla al occidente, trabajo muy importante tanto para señalar los peligros como para la defensa; pero estos dos hombres emprendieron aún “otro tramo”, prueba de su celo infatigable.

Hanún y los moradores de Zanoa (v. 13) repararon la puerta del Valle al sudoeste de la ciudad, con el mismo cuidado que los hijos de Senaa; pero hicieron además mil codos del muro hasta la puerta del Muladar, al sudeste, es decir, toda la parte de la muralla que mira directamente al sur. ¡Qué celo! Y parece que Hanún (si es el mismo) no se contentó con esto, sino que reparó otro tramo (v. 30).

Malquías hijo de Recab (v. 14), conocido jefe, reparó la puerta del Muladar al sudeste. Fue el primero que, estando solo, reedificó una puerta. Subrayemos su calidad de recabita, que lo calificaba para la perseverancia en la fe.

Salum (v. 15), otro jefe reconocido, fue más allá todavía. Reparó por sí solo la puerta de la Fuente al oriente, la puso en estado de defensa y reedificó “el muro del estanque de Siloé hacia el huerto del rey, y hasta las gradas que descienden de la ciudad de David”. ¡Bienaventurado Salum, y cuán digno del respeto y la gratitud del pueblo! La puerta que protege, las aguas que refrescan y curan, las sombras que brindan reposo, entraron en el círculo de su actividad. ¡Jerusalén le debe el disfrute de estas bendiciones inapreciables, resultados de su energía para procurar el bien de sus hermanos!

Con el versículo 16 abordamos la ciudad de David propiamente dicha. Partiendo del norte de esta ciudad, construida, con el templo, sobre el monte Sion, hemos recorrido el contorno de la ciudad, para llegar al sur de la ciudad de David, a las gradas por las que se desciende. Solo faltaba reparar la última y más importante parte de la ciudad santa, preservada de todo ataque directo del enemigo por su posición y su elevación sobre el valle de Cedrón. La topografía incierta de esta región hace que ciertos detalles sean difíciles de comprender, pero como solo tienen un interés muy secundario para el propósito de estas páginas, pueden ser fácilmente omitidos. Observemos que a partir del versículo 16, las palabras “junto a ellos” son generalmente reemplazadas por “después de él”, lo que parece indicar que la obra pudo ser emprendida por varios lados a la vez.

Nehemías hijo de Azbuc (v. 16) nos es desconocido como muchos otros, aunque aquí ocupe una posición eminente. Mediante su actividad abrió el acceso a los trabajos más importantes.

Los versículos 17 a 21 nos muestran el trabajo de los levitas. Rehum había subido con Zorobabel (cap. 12:3). Más tarde fue uno de los firmantes del pacto (cap. 10:25); de igual manera Hasabías (cap. 10:11), quien reparó “por su región”, y también fue un jefe de los levitas especialmente establecido para la alabanza (cap. 12:24). De todas maneras estos dos hombres estaban calificados para trabajar el uno junto al otro. Bavai (v. 18) tenía la misma dignidad y el mismo distrito que Hasabías, pero no es mencionado más adelante. Ezer ocupó un buen lugar durante el encuentro de los coros, en la dedicación de la muralla (cap. 12:42). Baruc (v. 20) parece ser hijo de ese Zabai que había tomado una mujer pagana (Esdras 10:28). Semejante hecho ocurrido en su familia debía producir en este hombre piadoso una mayor vigilancia para preservar de contactos profanos el estado sacerdotal. Restauró “con todo fervor” desde el ángulo hasta la entrada de la casa de Eliasib, el sumo sacerdote, quien como hemos visto tenía una urgente necesidad de este cuidado. Meremot (v. 21), ya mencionado en el versículo 4, había sido fiel desde el principio. Como Baruc, y aún más que él, sintió el peligro que amenazaba al sumo sacerdote. Su segunda porción en la obra resultó sumamente valiosa; reparó, de acuerdo con Baruc, “desde la entrada de la casa de Eliasib hasta el extremo de la casa de Eliasib”.

A partir del versículo 22 encontramos a los sacerdotes; los de la llanura del Jordán no parecen haber tenido un propósito especial. Benjamín (v. 23) tomó parte más adelante en la dedicación de la muralla (cap. 12:34). Hasub firmó el pacto (cap. 10:23). Azarías, que como Benjamín y Hasub buscaron preservar su casa, más tarde fue particularmente distinguido: explicó la ley al pueblo (cap. 8:7), firmó el pacto (cap. 10:2), tomó parte en la dedicación de la muralla (cap. 12:33). No se habla del “otro tramo” de Binúi (v. 24), lo cual parece indicar que ayudaba a Azarías en la protección de su casa. Este Binúi también firmó el pacto (cap. 10:9). Palal reparó teniendo bajo sus ojos a los testigos de la autoridad real y del juicio de los culpables (v. 25). En este versículo encontramos a Pedaías hijo de Faros. Varios de sus hermanos habían tomado mujeres paganas (Esdras 10:25). Más tarde asistió a la lectura del pacto (cap. 8:4) e hizo las reparticiones entre los levitas (cap. 13:13). Aquí parece ocuparse de la porción de los servidores (netineos) en Ofel (v. 26). Los sacerdotes (v. 28), como muchos otros, tomaron muy a pecho su propia casa, mas parece que no se ocuparon de la “puerta de los Caballos”. Sadoc, hijo de Imer (v. 29), no es el mismo Sadoc del versículo 4. Uno u otro firmó más tarde el pacto (cap. 10:21) y fue establecido sobre los almacenes (cap. 13:13).

Semaías, hijo de Secanías, fue el guardián de la puerta Oriental, puerta principal de la muralla del templo. Más tarde es mencionado en todas las grandes ocasiones. Si Secanías, su padre, hubiera sido guardián de la puerta, Jerusalén habría corrido un gran peligro a causa de Tobías (cap. 6:18). Hananías y Hanún repararon un segundo tramo (v. 30; comp. v. 8, 13). Malquías (v. 31) había tomado una mujer pagana (Esdras 10:25, 31) y se había purificado. En el versículo 32, un gran número de plateros u orfebres y comerciantes se ponen a trabajar y completan las murallas de la ciudad de David hasta la puerta de las Ovejas, donde el trabajo había comenzado.

La mayoría de estos hombres adquiere, como hemos visto, una importancia por su celo en edificar la muralla de la ciudad de David. ¿No deberíamos sacar una lección para nosotros mismos? El mutismo y la incapacidad de muchos hijos de Dios en el ministerio proviene, en gran parte, de que cuando al principio Dios puso ante ellos un trabajo que realizar para Él (trabajo que requería esfuerzo, perseverancia y sacrificio de su tiempo), prefirieron, como los principales de los tecoítas, no prestarse para el servicio de su Señor.

  • 1Cierta confusión en el texto haría pensar que los caldeos no habían destruido completamente este lado del muro (así como “el Muro Ancho”), lado del cual la “puerta de Efraín”, que no se menciona aquí, formaba parte (véase cap. 8:16). La “plaza” de la puerta de Efraín, cercada antiguamente por el muro, parece que no estaba comprendida en la reconstrucción (véase el cuadro).