Las siete fiestas de Jehová

Levítico 23:33-43 – Números 29 – Deuteronomio 16:13-15 – 1 Reyes 8:2 – Nehemías 8:13-18 – Juan 7:210 – Juan 7:37-39

La fiesta de los tabernáculos

Como la fiesta de los panes sin levadura, la de los Tabernáculos duraba siete días. Es figura del milenio y de las bendiciones terrenales de Israel, pero la aplicaremos a la vida del cristiano cuyo andar con el Señor está marcado, a la vez, por la separación del mal –de la cual nos habla la fiesta de los panes sin levadura– y por el gozo de la comunión con él, simbolizado por la fiesta de los Tabernáculos.

Esta séptima y última fiesta del año comenzaba el decimoquinto día del séptimo mes, poco después de la conmemoración al son de las trompetas y del gran día de la expiación. Los trabajos de la cosecha y de la vendimia habían concluido, de manera que había llegado el tiempo del reposo. Nosotros esperamos el reposo final, representado especialmente por el octavo día y la congregación solemne en la casa del Padre. Mientras tanto, por el Espíritu Santo, huésped del creyente y arras de su herencia, tenemos un gozo anticipado de ese hermoso momento. Sentados ya con Cristo en los lugares celestiales (Efesios 2:6), anticipamos el arrebatamiento de la Iglesia y la gloria.

¿Cuál era la ordenanza de la fiesta para los israelitas?

El primer día ellos debían tomar “ramas con fruto de árbol hermoso, ramas de palmeras, ramas de árboles frondosos, y sauces de los arroyos” (Levítico 23:40). Con esto debían construir cabañas en las cuales iban a vivir siete días disfrutando del descanso y del gozo, pero también recordando la travesía por el desierto cuando, durante cuarenta años, los padres habían levantado sus tiendas bajo el sol ardiente.

En esta fiesta el israelita piadoso unía el recuerdo del pueblo peregrino al de un Dios fiel que lo había acompañado en gracia con su propia tienda, el verdadero tabernáculo, hasta llegar al país de la promesa.

En la Pascua siempre se mezclaba el gozo de la liberación con el recuerdo de la esclavitud en Egipto. Una vez celebrada la fiesta, los israelitas volvían con premura a sus tiendas como si no tuvieran comunión entre ellos, para comer allí panes sin levadura durante una semana. En Pentecostés, el nombre de Jehová era el centro del gozo del pueblo que lo rodeaba: era el gozo de la comunión, experimentado por nosotros mediante la presencia del Espíritu Santo. Pero, en la fiesta de los Tabernáculos, durante un ciclo completo de siete días, el gozo era puro, la felicidad sin mezcla; más aún, regocijarse era un mandamiento: “Estarás verdaderamente alegre”. En esta fiesta del gozo, cada uno tenía su parte:

Te alegrarás en tus fiestas solemnes, tú, tu hijo, tu hija, tu siervo, tu sierva, y el levita, el extranjero, el huérfano y la viuda que viven en tus poblaciones
(Deuteronomio 16:14).

Nadie es olvidado; las diversas circunstancias de la vida cotidiana son dejadas atrás; no es más la hora del servicio, o de la soledad, o de las lágrimas. En cada uno todo debe expresar el gozo, y solo esta alegría debe reinar en la fiesta.

Los Tabernáculos, fiesta del recuerdo y de la alegría, era también la del descanso en el cumplimiento de las promesas: “Te habrá bendecido Jehová tu Dios en todos tus frutos, y en toda la obra de tus manos” (Deuteronomio 16:15). Por eso esta solemnidad solo podía tener lugar después de haber llegado a Canaán. Los trabajos del año habían terminado:

Cuando hayas hecho la cosecha de tu era y de tu lagar
(Deuteronomio 16:13),

no solamente la de tu campo y de tu viña; se había terminado la trilla, y del lagar se había recogido el vino; entonces se podía gozar plenamente de los frutos de un trabajo acabado. Pero, ¿cómo mantener este gozo durante siete días? Cada día debían presentar un sacrificio: novillos, carneros, corderos, un macho cabrío por el pecado (Números 29). Si bien en figura la perfección estaba casi lograda (trece y no catorce novillos ofrecidos con gozo y voluntariamente al Señor), había también una disminución diaria de esta ofrenda voluntaria durante los siete días: trece, luego doce, luego once, etc. Los dos carneros –testimonio de la consagración a Dios– se repetían invariablemente en la ofrenda de cada día de la fiesta, al igual que los catorce corderos de un año, sin defecto, los cuales expresaban la perfección invariable de la obra redentora. Pero cada día se ofrecía igualmente el sacrificio por el pecado, pues aún no hemos llegado a la perfección del estado eterno.

El octavo día, el gran día de la fiesta

Una vez cumplidos los siete días, parecía que la fiesta había concluido y que debía reanudarse la vida normal. Pero llegado el día después del sábado del séptimo día, una asamblea solemne debía ser convocada y nuevos sacrificios debían ser ofrecidos: era el día de la gran fiesta.

El pueblo no podía comprender el profundo sentido de ese día, el primero de una nueva semana; pero qué privilegio es para nosotros poder discernir su sentido: es el día de la resurrección, nuevo día de una semana que jamás se acabará –“y comenzaron a regocijarse” (Lucas 15:24)–, festín de gozo a la mesa del Padre, día de la gran reunión que se prolonga en el estado eterno, cuando “el tabernáculo de Dios (será) con los hombres” (Apocalipsis 21:3-4).

La fiesta de los Tabernáculos a través de los tiempos

Al llegar a Canaán, muy pronto Israel olvidó que había sido extranjero en Egipto y peregrino en el desierto. En realidad, solo tres veces encontramos la fiesta de los Tabernáculos celebrada según la ordenanza. Primero durante el reinado de Salomón, con motivo de la dedicación del templo, cuando los utensilios del lugar santo y el arca finalmente fueron reunidos en la casa de Dios, llena de la nube: “Oh Jehová Dios, levántate ahora para habitar en tu reposo, tú y el arca de tu poder” (2 Crónicas 6:41). Era el final del tabernáculo itinerante. Pero Salomón y su reinado de paz no fueron más que una muestra muy efímera del futuro reinado del verdadero Hijo de David. En la época de Esdras, una vez reconstruido el altar y restablecido el culto, la fiesta volvió a ser celebrada (Esdras 3:4) y los holocaustos ofrecidos.

Con Nehemías, la fiesta de los Tabernáculos es nuevamente observada por un pequeño residuo vuelto a la tierra de Israel. ¿Cuál fue el motivo de la celebración? La lectura atenta del libro de la ley (Nehemías 8:3-14). ¡Lección importante para nosotros! El libro no fue leído a la ligera, sino lentamente, con claridad, explicando lo que se leía; el pueblo escuchó y se dejó instruir para luego traducirlo en hechos: era el día de la «Biblia abierta».

Ya en tiempos de Ezequías, ese Libro había llevado al pueblo a celebrar la Pascua como nunca lo había sido “desde los días de Salomón” (2 Crónicas 30:26). En los días de Josías, la lectura del Libro también había conducido al pueblo a celebrar de nuevo la Pascua como ninguna otra “desde los días de Samuel el profeta” (2 Crónicas 35:18).

En la época de Nehemías, justamente en el séptimo mes se descubre en el libro de la ley que ese era el momento de celebrar la fiesta de los Tabernáculos. Rápidamente cada uno corrió a la montaña a buscar las ramas necesarias, y levantaron tabernáculos en la azotea, en el patio, en los atrios de la casa de Dios, en la plaza de la puerta de las Aguas, en la de Efraín, en los cuales habitaron con gozo durante una semana. Y, comprobación extraña,

desde los días de Josué hijo de Nun hasta aquel día, no habían hecho así los hijos de Israel. Y hubo alegría muy grande
(Nehemías 8:17).

Pero entonces no había novillos para los holocaustos, no había sacrificios para ofrecer; reconocieron su debilidad; no pudieron presentarse delante del Señor como convendría. Pero permanecieron allí delante de él, y “leyó Esdras en el libro de la ley de Dios cada día, desde el primer día hasta el último… y el octavo día fue de solemne asamblea, según el rito”.

En Nehemías, la fiesta de los Tabernáculos era como un anticipo de la futura resurrección nacional. En los evangelios (Mateo 21, Marcos 11, Juan 12) la fiesta es como un esbozo, como un comienzo: ramas de árboles fueron arrojadas a los pies del Señor cuando él se acercó a la ciudad. La muchedumbre le reconoció como Hijo de David y Rey de Israel. Pero la verdadera fiesta de los Tabernáculos no podía ser celebrada antes de que Jesús hubiera dado su vida.

Llegará el momento (Zacarías 14) en que la verdadera fiesta, la fiesta definitiva, será celebrada en el país de Canaán, cuando los salvados de entre las naciones subirán para tomar parte en esas santas y gloriosas solemnidades. Israel descansará entonces a la sombra de su viña y de su higuera, y toda la tierra se regocijará bajo el reinado del Príncipe de paz.

El octavo día, anticipo del cielo

Mientras espera esos gloriosos tiempos anunciados por los profetas a Israel, la Iglesia, pueblo celestial, ya posee por la fe un anticipo de ese gozo futuro.

En Juan 7, el Señor había subido secretamente a la fiesta de los Tabernáculos, entonces llamada la fiesta de los judíos, pero no la suya. Ese no podía ser para él el tiempo del reposo y de la gloria. En el desierto, el arca había acompañado al pueblo en su peregrinaje, asociándose a sus vicisitudes o yendo “delante de ellos camino de tres días, buscándoles lugar de descanso” (Números 10:33). Los hermanos de Jesús habrían querido que él subiese a la fiesta con ellos. Pero él había venido en gracia, como la Palabra hecha carne, para habitar –levantar tabernáculo– en medio de nosotros. Para él, divino cordero de Pascua que subía para ser sacrificado, ese era ya el comienzo del “camino de tres días” hacia donde iba a preparar un “lugar de descanso” para los suyos.

El octavo día, el gran día de la fiesta, Jesús se muestra públicamente, figura de lo que debía acontecer por su muerte y su resurrección. Entonces se dirige ya no solo a los judíos, sino a todo aquel que tenga sed: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba”. En el desierto el pueblo había podido apagar su sed gracias a una roca herida, cuya agua inagotable había conservado sus vidas:

La roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo
(1 Corintios 10:4).

Pero ahora, como la samaritana, todos los que tienen sed pueden acercarse y, creyendo en él, recibir el agua de vida de Jesús, el único que puede darla.

En Juan 4 es un agua que salta para vida eterna, y que se vuelve una alabanza hacia Jesús, quien la dio. Aquí el agua fluye como ríos de agua viva del seno del creyente que apaga su sed con ella. La vida así recibida de él penetra hasta lo más profundo del alma, y sus efectos benditos se derraman para otros.

Solo el Espíritu Santo puede producir esos frutos benditos al centrar la atención del rescatado en un Cristo resucitado y glorificado: “Tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:14). Como arras de la herencia, el Espíritu da al creyente un anticipo del cielo mientras espera la plena manifestación de la gloria.

Como el criado de Abraham, “el que gobernaba en todo lo que tenía” su amo, el Espíritu alimenta el corazón del rescatado de Aquel a quien el Padre dio “todo cuanto tiene”, hasta el hermoso momento del encuentro, cuando por fin pueda decir a la esposa: “Este es mi señor” (Génesis 24:2, 36, 65).