Temas prácticos de la vida cristiana

Las reuniones de oración

Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos
(Efesios 6:18).

Al considerar el tema tan importante de la oración, dos cosas reclaman nuestra atención; primeramente, la base moral de la oración; en segundo lugar, sus condiciones morales.

La base moral de la oración

La Escritura nos presenta la base moral de la oración en palabras tales como estas: “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho” (Juan 15:7). “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:21-22). Cuando el apóstol deseó que los creyentes oraran por él, les presentó la condición moral de su ruego al decir: “Orad por nosotros; pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (Hebreos 13:18).

De estos pasajes y de muchos otros de similar importancia, aprendemos que, para que la oración sea efectiva, es necesario un corazón obediente, una mente recta y una buena conciencia. Si no estamos en comunión con Dios, si no permanecemos en Cristo, si sus mandamientos no nos gobiernan, si no tenemos “un ojo sencillo”, ¿cómo podemos esperar respuestas a nuestras oraciones? Estaríamos haciendo lo que Santiago dice: “Pedís mal, para gastar en vuestros deleites” (cap. 4:3). ¿Cómo puede Dios, siendo un Padre santo, concedernos tales peticiones? ¡Imposible!

Cuán necesario es, pues, prestar la más seria atención a la base moral sobre la cual presentamos nuestras oraciones. ¿Cómo podía el apóstol Pablo pedirles a los hermanos que oraran por él si él no hubiera tenido una buena conciencia, un ojo simple y un corazón recto, la persuasión interior de que en todas las cosas deseaba realmente vivir honestamente? Hubiese sido imposible.

Podemos caer en el hábito de pedirles a otros, a la ligera y regularmente, que oren por nosotros. A menudo repetimos la frase: «Tenme presente en tus oraciones», y, seguramente, no hay nada más precioso que saber que somos llevados en el corazón del amado pueblo de Dios cuando se acercan al trono de la gracia. Pero ¿le damos la debida importancia a la base moral? Cuando decimos: «Oren por nosotros, hermanos», ¿podemos agregar, como en la presencia de Aquel que escudriña los corazones: “Pues confiamos en que tenemos buena conciencia, deseando conducirnos bien en todo” (Hebreos 13:18)? Y cuando nos inclinamos ante el trono de la gracia, ¿tenemos un corazón que no nos condena, un corazón recto y un ojo sencillo, un alma que permanece de veras en Cristo y que guarda sus mandamientos?

Estas preguntas sondean el corazón, y llegan a lo más profundo de él; descienden hasta las mismas raíces de las fuentes morales de nuestro ser. Pero es bueno que nuestros corazones sean profundamente escudriñados con respecto a todas las cosas, más particularmente en lo que respecta a la oración. Hay mucha falta de realidad en nuestras oraciones, una triste falta de base moral, mucho de “pedís mal”; de ahí que nuestras oraciones no tengan poder ni efectividad; de ahí la formalidad, la rutina, y hasta la positiva hipocresía. Por eso el salmista dijo: “Si en mi corazón hubiese yo mirado la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Salmo 66:18). ¡Qué solemne! Nuestro Dios quiere la realidad de las cosas, él ama “la verdad en lo íntimo”. Él –bendito sea su Nombre– es verdadero con nosotros; y quiere que nosotros seamos verdaderos con él. Quiere que vayamos a él como somos en realidad, con lo que verdaderamente buscamos.

Lamentablemente, ¡cuán a menudo nuestras oraciones privadas y públicas no son así! ¡Cuán a menudo nuestras oraciones son más discursos que peticiones; más exposiciones doctrinales que expresiones de necesidad! Es como si quisiéramos explicarle a Dios los principios y darle una gran cantidad de información.

Estas cosas son las que a menudo ejercen una influencia tan desecante sobre nuestras reuniones de oración que les roban frescura, interés y valor. Aquellos que saben realmente lo que es la oración, que experimentan el valor de ella, y que son conscientes de la necesidad de orar, van a la reunión de oración para orar, no para escuchar discursos, conferencias ni exposiciones de personas arrodilladas. Si tienen necesidad de aprender, pueden asistir a las reuniones o conferencias donde se estudia la Palabra de Dios; pero cuando van a la reunión de oración, es para orar. Para ellos la reunión de oración es el lugar para expresar las necesidades y esperar la bendición. Es el lugar en el que se expresa la debilidad y se espera el poder. Esta es su idea del lugar “donde suele hacerse la oración” (compárese Hechos 16:13); y, por ese motivo, cuando estos cristianos se reúnen allí, no están dispuestos ni preparados para escuchar largas predicaciones en forma de oración, a duras penas soportables si fueran verdaderas predicaciones, pero de esta forma, intolerables.

Escribimos claramente porque sentimos la necesidad de una gran sinceridad de lenguaje; sentimos una profunda falta de realidad, sinceridad y verdad en nuestras oraciones individuales y en nuestras reuniones de oración. No pocas veces sucede que lo que llamamos oración, no es en absoluto una oración, sino la profusa exposición de ciertas verdades y principios conocidos y reconocidos, cuya constante repetición se vuelve sumamente pesada y tediosa. ¿Qué puede ser más penoso que escuchar a una persona de rodillas explicando principios y desarrollando doctrinas? Es imposible escapar a la pregunta: Este hombre ¿está hablándole a Dios o a nosotros? Si le está hablando a Dios, nada puede ser más irreverente o profano que tratar de explicarle las cosas a él. Si la persona nos está hablando a nosotros, entonces eso no es oración, y cuanto más pronto dejemos la actitud de «oración» tanto mejor, porque sería más provechoso que diera una conferencia de pie y nosotros estuviésemos sentados en nuestros asientos para escuchar.

Al haber hablado de la actitud, quisiéramos con todo amor llamar la atención de los santos sobre un asunto que, a nuestro juicio, demanda una seria consideración. Nos referimos al hábito de permanecer sentados durante los santos y solemnes ejercicios de la oración. Reconocemos plenamente que lo importante, en la oración, es tener la actitud correcta en el corazón. Sabemos, además, y no debemos olvidarlo, que muchos de los que van a las reuniones de oración son de edad avanzada, están enfermos, delicados, y que no se pueden arrodillar por ratos largos, si es que lo pueden hacer. En otros casos puede suceder que, aun cuando no haya debilidad física y exista un verdadero y sincero deseo de arrodillarse, en el sentimiento de que tal es la actitud que conviene delante de Dios, resulte imposible, por falta de espacio, cambiar de posición para arrodillarse.

Todas estas cosas deben ser tomadas en consideración. Pero, permitiendo el mayor margen posible a estos casos particulares, nos vemos sin embargo forzados a reconocer que hay a menudo una lamentable falta de reverencia en muchas de nuestras reuniones públicas de oración. A menudo vemos a jóvenes que no pueden invocar ni debilidad física ni falta de espacio, sentados durante toda la reunión de oración. Esto, debemos decirlo, es chocante e irreverente, y no podemos sino creer que ello contrista al Espíritu del Señor. Debiéramos arrodillarnos siempre que nos sea posible. Esta actitud expresa respeto y reverencia. El bendito Maestro, “puesto de rodillas oró” (Lucas 22:41). El apóstol Pablo hizo lo mismo: “Cuando hubo dicho estas cosas, se puso de rodillas, y oró con todos ellos” (Hechos 20:36).

Y ¿no es adecuado y conveniente que sea así? ¿Puede haber algo más inadmisible que ver en una asamblea algunas personas sentadas, ensanchándose y extendiéndose en el asiento con toda comodidad, distraídas, mientras que se ofrece la oración? Consideramos todas estas cosas muy irreverentes, y suplicamos aquí urgentemente a todos los hijos de Dios que den a este tema su solemne consideración, y que hagan todos los esfuerzos posibles, tanto mediante el ejemplo como mediante el consejo, para promover la piadosa y bíblica costumbre de inclinar nuestras rodillas en las reuniones de oración. Aquellos que toman parte en la reunión, volverían todo esto mucho más fácil mediante oraciones cortas y fervientes. Pero dejaremos este tema para más adelante.

Las condiciones morales para orar

Vamos a considerar ahora, a la luz de la Palabra de Dios, las condiciones morales o los atributos de la oración. Nada es más precioso que tener la autoridad de las Escrituras para todo acto de nuestra vida cristiana práctica. La Escritura debe ser nuestro único, gran y supremo árbitro en todas nuestras dificultades; no lo olvidemos jamás.

Unanimidad

¿Qué, pues, dice la Escritura en cuanto a las condiciones morales necesarias de la oración en común, dado que este es el tema que nos ocupa aquí? Abramos la Biblia en Mateo 18:19: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos”.

Aquí aprendemos que una de las condiciones que requieren nuestras oraciones es la unanimidad –acuerdo sincero y de corazón–, completa unidad de pensamiento. La verdadera fuerza de las palabras es: «Si dos de entre vosotros están acordes» (del griego: sumphonesosin, de donde viene sinfonía), emitirán un solo sonido. No debe haber ningún ruido desagradable, nada discordante.

Si, por ejemplo, nos reunimos para orar por el progreso del Evangelio, la conversión de las almas, debemos estar unidos como una sola mente en este tema, debemos producir un solo sonido delante de Dios. De nada sirve que cada uno aporte algún pensamiento particular. Debemos venir ante el trono de la gracia con santa «armonía» de mente y espíritu si queremos una respuesta de acuerdo con Mateo 18:19.

Este es un punto de inmensa importancia moral, y que influye muchísimo en el tono y el carácter de nuestras reuniones de oración. Sin duda no le damos a este tema la suficiente atención. ¿Acaso no debemos deplorar el carácter sin objeto de nuestras reuniones de oración, cuando deberíamos reunirnos con un propósito definido en nuestros corazones para poder esperar todos juntos en Dios? El libro de los Hechos, capítulo 1, nos dice que los primeros discípulos “perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (v. 14)1 . En Hechos 2 leemos: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos” (v. 1).

Estaban esperando, de acuerdo con las instrucciones del Señor, la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. Ellos tenían la segura palabra de la promesa. El Consolador, indefectiblemente, vendría; pero esto, lejos de dispensarlos de la oración, constituía la base misma de este bendito ejercicio. Estaban en un mismo lugar, orando unánimes. Estaban completamente de acuerdo. Todos tenían un propósito definido en su corazón. Estaban esperando la promesa del Espíritu Santo y ¡continuaron esperando unánimes hasta que llegó! Todos, hombres y mujeres, estaban cautivados por un solo objetivo. Día tras día esperaron con santo acuerdo, con feliz armonía, ardientemente, con fervor, hasta que de lo alto fueron revestidos del poder prometido.

¿No deberíamos nosotros hacer lo mismo? ¿Acaso no hay una lamentable falta de este principio de “unanimidad” y de reunirnos “juntos” (en un solo lugar), entre nosotros (Hechos 2:1)? Es cierto –bendito sea Dios– que no tenemos que pedir que el Espíritu Santo venga porque ya vino, pero sí tenemos que pedir la manifestación de su poder en nuestras reuniones. Supongamos que nos haya tocado estar en un lugar donde reinan la muerte y las tinieblas espirituales; donde no hay un solo hálito de vida, una sola hoja que se mueva; donde los cielos parecen como de bronce, y la tierra como de hierro (Deuteronomio 28:23). Donde nunca se oye ni siquiera que haya habido una conversión. Donde un formalismo desecante domina por todos lados. Donde una profesión sin poder, una rutina muerta y una religiosidad mecánica, están a la orden del día. ¿Qué debemos hacer? ¿Dejarnos paralizar o ganar por esta atmósfera malsana y mortal? ¡Seguramente que no! ¿Qué, pues, debemos hacer? Reunirnos –aunque sean solo dos los creyentes que se den cuenta de la triste condición de las cosas–, y, unánimes, derramar nuestros corazones delante de Dios. Esperemos en él unidos, con santo acuerdo y con un firme objetivo, hasta que envíe una abundante lluvia de bendiciones sobre el lugar seco y estéril. No nos crucemos de brazos ni digamos: “No ha llegado aún el tiempo” (Hageo 1:2), ni nos dejemos llevar por ese pernicioso razonamiento de una teología torcida, justamente llamada fatalismo y que dice: «Dios es soberano y hace todo de acuerdo con su propia voluntad, de modo que solo nos queda esperar su tiempo. Todo esfuerzo humano es inútil. No podemos suscitar un avivamiento. Debemos cuidarnos de la mera excitación».

Todos estos razonamientos parecen plausibles, y tanto más cuanto tienen una medida de verdad. Por cierto que todo esto es verdad, pero solo es una verdad parcial. Es la verdad y nada más que la verdad; pero no es toda la verdad. De ahí su perniciosa influencia. ¡No hay nada más terrible que tomar un solo lado de la verdad! ¡Es mucho más peligroso que el error positivo y palpable! Muchas almas fervientes han tropezado y se han desviado completamente del camino recto por medias verdades o por verdades mal aplicadas. Muchos fieles y útiles siervos de Dios se han enfriado, desanimado y hasta salido del campo de la cosecha por la insistencia poco juiciosa que se ha puesto en la enunciación de ciertas doctrinas que tenían una medida de verdad, pero no toda la verdad de Dios.

Nada, sin embargo, puede tocar la verdad o debilitar la fuerza de la declaración del Señor en Mateo 18:19. Ella permanece con toda su bendita plenitud, libertad y valor ante los ojos de la fe. Está expresada en términos claros e inequívocos. “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos”. Aquí está nuestro certificado para reunirnos en oración para cualquier cosa que esté en nuestro corazón. ¿Nos dolemos por la frialdad, la esterilidad y la muerte espiritual que hoy en día hay a nuestro alrededor? ¿Nos desanimamos por el aparente poco fruto de la predicación del Evangelio, la falta de poder en la misma predicación y la falta de resultados prácticos? ¿Nos descorazona la esterilidad, la pereza, la pesadez y el tono poco elevado de todas nuestras reuniones, ya sea a la Mesa del Señor, ante el trono de la gracia o alrededor de la fuente de las Santas Escrituras? ¿Qué debemos hacer? ¿Debemos cruzarnos de brazos con fría e incrédula indiferencia, darnos por vencidos con desesperación, quejarnos, murmurar, enojarnos o irritarnos? ¡No, Dios no lo permita! Debemos reunirnos “todos unánimes juntos” y postrarnos sobre nuestros rostros delante de nuestro Dios, y derramar nuestros corazones como si fuera un solo corazón, y suplicar que se cumpla Mateo 18:19.

Este, podemos estar seguros, es el gran remedio, el recurso infalible. Es cierto que «Dios es soberano», pero por eso mismo debemos esperar en él. Es verdad que «el esfuerzo humano es inútil», y por esa misma razón hay que buscar el poder divino. Es perfectamente cierto que «no podemos suscitar un avivamiento», y por eso debemos buscarlo de rodillas. Y es cierto también que «debemos cuidarnos de la mera excitación», pero, al mismo tiempo, hay que cuidarse de la indiferencia fría, muerta y egoísta.

Mientras Cristo esté a la diestra de Dios, mientras el Espíritu Santo esté en medio de nosotros y en nuestros corazones, mientras tengamos la Palabra de Dios en nuestras manos, mientras Mateo 18:19 brille delante de nosotros, no hay ninguna excusa para la esterilidad, el entumecimiento y la indiferencia, ninguna excusa para que las reuniones sean pesadas y sin provecho, ni para la falta de frescura en nuestras asambleas ni para que falte el fruto de nuestro servicio. Esperemos en Dios con santo acuerdo. Entonces, con seguridad vendrá la bendición.

  • 1Es interesante ver a “María la madre de Jesús” mencionada aquí como estando presente en la reunión de oración. ¿Qué habría pensado ella si alguno le hubiese dicho que, más tarde, millones de cristianos profesantes dirigirían sus oraciones a ella?

Pedir con fe

En Mateo 21:22 encontramos otra condición moral esencial para la oración efectiva. “Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis”. ¡Esta es una afirmación verdaderamente maravillosa! Le abre a la fe la tesorería del cielo. No hay ningún límite. Nuestro bendito Señor nos asegura que vamos a recibir lo que pidamos con fe sencilla.

El apóstol Santiago, bajo la inspiración del Espíritu Santo, nos da una seguridad parecida cuando pedimos sabiduría: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero” –aquí está la condición moral– “pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Santiago 1:5-7).

De estos dos pasajes aprendemos que, para que Dios conteste nuestras oraciones, estas deben ser oraciones de fe. Una cosa es decir palabras en forma de oración, y otra muy distinta orar con fe sencilla, con la seguridad completa, clara y firme de que tendremos lo que pedimos. Es de temerse que muchas de las que llamamos oraciones no pasan del techo del lugar en que las pronunciamos. Para alcanzar el trono de Dios, nuestras oraciones deben ser llevadas en las alas de la fe y provenir de corazones unidos y mentes de acuerdo, con el santo propósito de esperar en Dios por todo lo que necesitamos.

¿No es cierto que nuestras oraciones y reuniones de oración son tristemente deficientes en este sentido? Y esta deficiencia se manifiesta por el hecho de que nuestras oraciones tienen tan poco resultado. ¿No deberíamos examinarnos seriamente y darnos cuenta de la medida en que realmente entendemos estas dos condiciones de la oración: el acuerdo o unanimidad y la confianza de fe? Cristo dijo que, si dos personas se ponen de acuerdo para pedir con fe, pueden pedir lo que quieran y les será hecho. ¿Por qué, entonces, no vemos respuestas más abundantes a nuestras oraciones? ¿No será nuestra la falta? ¿No estaremos fallando en la unanimidad y la confianza?

En Mateo 18:19 el Señor desciende al número más pequeño, habla de la congregación más pequeña –la de “dos”– aunque, por supuesto, la promesa también se aplica al número de personas que fuese. El punto esencial es que, aunque haya solo dos, deben estar completamente de acuerdo y plenamente convencidos de que recibirán lo que piden. Si esto fuera así en lo que respecta a nosotros, nuestras reuniones de oración también tendrían un tono y un carácter muy distintos. Las haría mucho más efectivas de lo que, lamentablemente, vemos a menudo: reuniones de oración pobres, frías, muertas, sin objeto ni ilación, mostrando cualquier otra cosa menos el sincero acuerdo y la fe sin incertidumbre.

¡Qué diferencia tan grande habría si nuestras reuniones de oración fueran el resultado de un verdadero acuerdo de corazón y de pensamiento hecho entre dos o más creyentes que juntos llegan para esperar de Dios algo específico, y luego perseveran en la oración hasta recibir la respuesta! ¡Qué poco se ve esto! Puede que todas las semanas vayamos a la reunión de oración –y qué bueno que lo hagamos–, pero, delante de Dios, ¿no deberíamos ser ejercitados a fin de darnos cuenta hasta qué punto nos hemos puesto de acuerdo entre nosotros en cuanto al asunto o a los asuntos que hemos de poner delante del trono de la gracia? La respuesta a esta pregunta se vincula con otra de las condiciones morales de la oración.

Peticiones específicas

Leamos en Lucas 11: “¿Quién de vosotros que tenga un amigo, va a él a medianoche y le dice: Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante; y aquel, respondiendo desde adentro, le dice: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis niños están conmigo en cama; no puedo levantarme, y dártelos? Os digo, que aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo que necesite. Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá” (v. 5-10).

Estas palabras son sumamente importantes, puesto que son parte de la respuesta del Señor a la petición de los discípulos: “Señor, enséñanos a orar”. Que nadie se imagine ni por un instante que nos tomaríamos el atrevimiento de enseñarle a la gente a orar. ¡Dios no lo permita! ¡Nada más lejos de nuestros pensamientos! Procuramos simplemente poner a las almas de nuestros lectores en contacto directo con la Palabra de Dios –las verdaderas palabras de nuestro bendito Señor y Maestro–, a fin de que, a la luz de estas palabras, puedan juzgar pos sí mismos si nuestras oraciones y nuestras reuniones de oración son lo que debieran ser.

¿Qué, pues, nos enseña Lucas 11? ¿Cuáles son las condiciones morales que nos presenta este pasaje? En primer lugar, nos enseña a ser específicos en nuestras oraciones. “Amigo, préstame tres panes”. Hay una necesidad positiva, sentida y expresada; un objeto específico en su mente y en su corazón, y él se limita a este único objeto. No hace una exposición larga, con rodeos, sin ilación, en la que menciona todo tipo de cosas. Su demanda es clara, directa y puntual: «Préstame tres panes; es un caso urgente y no puedo irme sin ellos»; la hora está avanzada; todas las circunstancias hacen que la súplica sea más imperiosa y precisa. El hombre no puede renunciar a aquello que vino a buscar: “Amigo, préstame tres panes”.

Sin duda parecía un momento muy inadecuado para venir –“medianoche”–. Todo parece desalentador. El amigo ya se había acostado y cerrado la puerta, los niños ya estaban acostados, no podía levantarse. Sin embargo, la necesidad específica es recalcada: tiene que tener tres panes.

Esta es una gran lección práctica que puede aplicarse con inmenso provecho a nuestras oraciones y reuniones de oración. Estas –debemos confesar– sufren oraciones largas, llenas de rodeos y sin ningún objeto preciso. Muchas veces mencionamos un montón de cosas por las que de veras no sentimos necesidad y respecto de las que en realidad no esperamos una respuesta. ¿No es cierto que a menudo no tendríamos una respuesta que dar si, al final de nuestras reuniones de oración, se nos apareciera el Señor y nos dijera: «¿Qué es lo que realmente quieren que yo haga o que les de?».

Todo esto reclama de nuestra parte una seria consideración. Si nosotros fuéramos a la reunión de oración con necesidades precisas en nuestro corazón, por las cuales podríamos pedir la comunión de nuestros hermanos, eso haría que las reuniones tuvieran gran fervor, frescura, brillo, profundidad, realidad y poder. A algunos de nosotros nos parece necesario hacer una oración larga mencionando toda clase de cosas, muchas de las cuales son sin duda correctas y buenas; pero la mente se pierde en la multiplicidad de temas. Cuánto mejor es llevar ante el trono una sola petición, implorar con ahínco, y luego esperar, de modo que el Espíritu Santo pueda guiar a otros, de igual manera, para orar por lo mismo, o por alguna otra cosa igualmente definida.

Las oraciones largas en nuestras reuniones son cansadoras; y ciertamente en muchos casos son una positiva calamidad. Puede que alguno nos diga que no debemos ponerle ningún límite de tiempo al Espíritu Santo: ¡Lejos esté de nosotros ese pensamiento! ¿Quién se aventuraría a tan audaz blasfemia? Simplemente estamos comparando lo que encontramos en las Escrituras con lo que a menudo –aunque no siempre, gracias a Dios– hallamos en nuestras reuniones de oración (léase Mateo 6; Juan 17; Hechos 4:24-30; Efesios 1 y 3; etc.). Tengamos en cuenta, pues, que, en las Escrituras, las “largas oraciones” no son la regla. Lo dicho en Marcos 12:40 se refiere a ellas en términos fuertemente condenatorios. Las oraciones fervientes, breves y puntuales le dan frescura e interés a la reunión de oración, mientras que, en general, las oraciones largas y sin un propósito definido causan profunda depresión en todos los asistentes.

La importunidad

Pero hay todavía otro muy importante rasgo moral de la verdadera oración en la enseñanza del Señor en Lucas 11, y es la “importunidad” o insistencia. El Señor nos dice que el hombre logra su objetivo simplemente por su gran insistencia. No se dio por vencido; tenía que llevar los tres panes. La insistencia prevaleció incluso cuando los derechos de la amistad no eran suficientes. El hombre estaba decidido a lograr su propósito. No tenía alternativa. Se presentó una necesidad, y él no tenía ninguna respuesta: “un amigo mío ha venido a mí de viaje, y no tengo qué ponerle delante”; y no iba a aceptar una negativa.

¿Hasta qué punto comprendemos esta gran lección? El punto aquí no es que Dios –bendito sea su nombre– siempre nos contestará “desde adentro”. Que jamás nos dirá: “No me molestes”, o “No puedo levantarme y dártelos”. Él es siempre nuestro “Amigo” fiel, y siempre está dispuesto; es un Dador que siempre da alegre y abundantemente, y sin hacer reproches. Sin embargo, él nos anima a la importunidad, a insistir, y debemos recordar siempre su enseñanza. Pero a menudo en nuestras reuniones de oración hay una gran falta de esto, así como de especificar lo que queremos. Estas dos cosas van muy pero muy juntas. Cuando lo que se busca es tan definido como “tres panes”, por lo general habrá insistencia de pedir por ellos, y tendremos la firme intención de obtenerlos. El simple hecho es que somos demasiado vagos en lo que pedimos y, en consecuencia, demasiado indiferentes. Pero en nuestras reuniones de oración a menudo no nos portamos como personas que piden lo que quieren y luego esperan lo que pidieron. Esto es lo que arruina nuestras reuniones de oración, y lo que las vuelve apagadas, sin propósito, sin poder, y solo terminan siendo reuniones de enseñanza o charlas fraternales, en lugar de ser la ocasión en que presentamos a Dios nuestras fervientes y tenaces peticiones. Estamos convencidos de que toda la Iglesia de Dios necesita ser despertada a este respecto, y esta convicción es lo que nos anima a presentar estas ideas y estas reflexiones.

Cuanto más meditamos el tema que ha venido ocupando nuestra atención, más consideramos el estado de toda la Iglesia de Dios y más estamos convencidos de la necesidad urgente de un completo despertar, en todo lugar, en cuanto a la oración. No podemos, ni queremos, cerrar los ojos ante el hecho de que la falta de vida, la frialdad y la esterilidad parecen, por regla general, caracterizar nuestras reuniones de oración. Claro que podemos hallar en alguna u otra parte una excepción a esa regla. Pero, en general, no creemos que ninguna persona sobria y espiritual pondrá en duda la verdad de lo que hemos dicho: que el tono de nuestras reuniones de oración está terriblemente bajo, y que es absolutamente imperativo que indaguemos seriamente acerca de las causas.

Hemos tratado de presentar a nuestros lectores algunas reflexiones y algunos consejos sobre este tema tan importante y eminentemente práctico. Hemos señalado nuestra falta de confianza, de unanimidad, de precisión y de importunidad. Hemos hablado, en términos claros, de muchas cosas que todos aquellos que son verdaderamente espirituales entre nosotros sienten que son no solo difíciles y penosas, sino enteramente destructoras del verdadero poder y la bendición de las reuniones de oración. Hemos hablado de las oraciones que predican, de las oraciones largas, fatigantes y sin propósito, lo cual, en algunos casos, ha provocado que los queridos hijos de Dios hayan dejado de asistir a ellas. En lugar de sentirse refrescados, consolados y fortalecidos, solo sienten cansancio, aflicción y disgusto. Por eso, las personas prefieren no ir. Piensan que es más provechoso pasar una hora de tranquilidad en lo privado de su propio cuarto, donde pueden derramar sus corazones delante del Señor en fervientes oraciones y súplicas, que ir a una «reunión de oración» en la que se cansan con el desvaído canto de los himnos o con largas oraciones-sermones.

Estamos plenamente persuadidos de que este proceder es erróneo, y de que esta no es la forma de remediar los males que nos aquejan. Si es bueno reunirse para orar y hacer súplicas –¿y quién podría dudarlo?–, entonces no es correcto que alguien falte simplemente a causa de la debilidad, de las faltas o hasta de la insensatez de algunos de los participantes de la reunión. Si todos los miembros verdaderamente espirituales no fueran a las reuniones por tales razones, ¿qué sería de la reunión de oración? Muy poco nos damos cuenta de lo importante que son los elementos que componen una reunión. Aunque no tengamos una participación audible en la oración, si asistimos con el espíritu correcto, para esperar realmente en Dios, siempre podemos ser de mucha ayuda para mantener el tono de la reunión y asegurar la bendición.

Debemos recordar también que, al asistir a una reunión, no lo hacemos solo por nuestra comodidad, provecho y bendición, sino que debemos pensar en la gloria del Señor. Debemos procurar hacer su bendita voluntad y tratar de promover el bien de los demás de todas las formas posibles. Ninguno de estos fines –estemos seguros de eso– puede lograrse si a propósito nos ausentamos del “lugar donde suele hacerse la oración”.

Hablamos –y lo repetimos con énfasis– de nuestro alejamiento voluntario y a propósito, bajo el pretexto de que no hallamos ningún provecho por lo que pasa en la reunión. Es cierto que hay muchas cosas que a veces impiden que estemos presentes: enfermedad, deberes de familia, reclamos legítimos de nuestro tiempo si estamos en relación de dependencia laboral. Todas estas cosas han de tenerse en cuenta. Pero, por regla general, es un hecho que el que se ausenta de la reunión de oración deliberadamente, está en mal estado espiritual. El alma que está en un buen estado, un alma saludable, feliz, ferviente y diligente, estará con toda seguridad en la reunión.

Orar con perseverancia

Todo lo que precede nos conduce naturalmente a otra de estas condiciones morales de la oración, que nos han ocupado hasta aquí. Leamos Lucas 18:1-8. “También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre, y no desmayar, diciendo: Había en una ciudad un juez, que ni temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Y él no quiso por algún tiempo; pero después de esto dijo dentro de sí: Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia. Y dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia”.

Aquí nuestra atención se dirige hacia la importante condición moral de la perseverancia. Los hombres deberían sentir “la necesidad de orar siempre, y no desmayar”. Esto está muy relacionado con la necesidad de orar de forma específica e insistente. Queremos algo y no podemos vivir sin ello. Esperemos en Dios con insistencia, unidos, creyendo y perseverando, hasta que, en su gracia, él nos dé la respuesta, como seguramente lo hará si la base y las condiciones morales se mantienen apropiadamente.

Pero ¡debemos perseverar! No debemos desmayar y darnos por vencidos si la respuesta no viene tan rápido como esperábamos. Puede ser que a Dios le agrade ejercitar nuestras almas al mantenernos esperando en él por días, meses o tal vez años. Tal ejercicio es bueno. Es moralmente saludable. Tiende a hacernos más genuinos. Nos hace descender hasta la raíz de las cosas. Miremos, por ejemplo, a Daniel. Permaneció durante “tres semanas” en aflicción, sin comer, esperando en Dios, en un profundo ejercicio de alma: “En aquellos días yo Daniel estuve afligido por espacio de tres semanas. No comí manjar delicado, ni entró en mi boca carne ni vino, ni me ungí con ungüento, hasta que se cumplieron las tres semanas” (Daniel 10:2-3).

Todo esto era para el bien de Daniel. Recogió una profunda bendición en los ejercicios espirituales a través de los cuales este amado y honrado siervo de Dios fue llamado a pasar durante esas tres semanas. Y, lo que es particularmente digno de notar, es el hecho de que la respuesta a su clamor ya había sido enviada desde el trono de Dios desde el principio mismo de su ejercicio, como lo leemos en el v. 12: “Entonces me dijo: Daniel, no temas; porque desde el primer día que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras; y a causa de tus palabras yo he venido. Mas” –¡cuán maravilloso es este misterio!– “el príncipe del reino de Persia se me opuso durante veintiún días; pero he aquí Miguel, uno de los principales príncipes, vino para ayudarme, y quedé allí con los reyes de Persia. He venido para hacerte saber lo que ha de venir a tu pueblo en los postreros días” (Daniel 10:12-14).

Todo esto está lleno de interés e instrucción. Daniel estaba afligido, castigándose a sí mismo y esperando en Dios. El mensajero angelical ya venía de camino con la respuesta. Dios le permitió al enemigo que estorbara, pero Daniel continuó esperando. Siguió orando sin desmayar y la respuesta llegó a su debido tiempo.

¿Acaso no hay aquí una lección para nosotros? Seguramente que sí. Es posible que nosotros también tengamos que esperar largo tiempo en santa actitud y con espíritu de oración; pero nos daremos cuenta de que este tiempo de espera es de mucho provecho para nuestras almas. Muchas veces nuestro Dios, en su sabiduría y fidelidad en su trato con nosotros, considera que es mejor retener la respuesta simplemente para probar la realidad de nuestras oraciones. El gran punto para nosotros es que tengamos un objetivo en nuestros corazones que el Espíritu Santo haya puesto, un propósito respecto del cual podamos poner el dedo de la fe sobre alguna promesa específica de la Palabra, y luego, perseverar en la oración hasta recibir lo que necesitamos. “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos” (Efesios 6:18).

Todo esto demanda de nuestra parte la más seria consideración. Tenemos una lamentable falta de perseverancia, de la misma forma que nos falta ser específicos e insistentes; y eso hace que nuestras oraciones sean débiles y nuestros servicios de oración fríos. No nos reunimos con un propósito definido y, por lo tanto, no somos insistentes ni perseveramos. En resumen, nuestras reuniones de oración, a menudo solo son una aburrida rutina, un servicio frío y mecánico, una sucesión de himnos y oraciones sin unción ni poder, que hace que nuestro espíritu se queje bajo la pesada carga de un mero ejercicio corporal sin ningún provecho.

Hablamos abiertamente y con fuerza, porque lo sentimos vivamente. Debe permitírsenos hablar sin reserva. Suplicamos a toda la Iglesia de Dios, en todo lugar, que enfrente con sinceridad esta cuestión, mirando a Dios y juzgándose a sí misma al respecto. ¿Sentimos la falta de poder en nuestras reuniones públicas? ¿Por qué hay tiempos estériles ante la Mesa del Señor? ¿Por qué el aburrimiento y la debilidad en la celebración de esta preciosa fiesta que debería sacudir las partes más profundas de nuestro ser renovado? ¿Por qué hay falta de unción, de poder y de edificación en nuestras predicaciones? ¿Por qué las necias especulaciones y las vanas cuestiones suscitadas y respondidas tantas veces durante estos últimos cuarenta años? ¿Por qué todas estas miserias de que hemos hablado, y sobre las cuales tanto se han lamentado por todas partes aquellos que son verdaderamente espirituales? ¿Por qué la esterilidad de nuestro servicio en la evangelización? ¿Por qué tan poca acción de la Palabra en nuestras almas? ¿Por qué tan poco eficaz el poder que congrega?

Amados hermanos en el Señor, despertemos y consideremos seriamente este importante tema. No nos contentemos con la presente situación. Hacemos un llamamiento a todos los que reconocen la verdad de lo que hemos expuesto en estas páginas sobre la oración y las reuniones de oración, para que se unan de común acuerdo, con fervientes oraciones y súplicas. Busquemos reunirnos según Dios, vayamos a él como un solo hombre, prosternémonos ante el trono de la gracia y esperemos en Dios con perseverancia para que dé un avivamiento a su obra, para el progreso del Evangelio y para la reunión y la edificación de su amado pueblo.

Que nuestras reuniones sean verdaderas reuniones de oración, y no la ocasión de indicar nuestros cánticos favoritos y de entonar las estrofas que nos fascinan. La reunión de oración debiera ser el lugar para expresar las necesidades y donde se espera la bendición; el lugar donde uno expone su debilidad y donde se espera la fuerza; el lugar donde los hijos de Dios se reúnen de común acuerdo para asirse del mismo trono de Dios, para penetrar en el tesoro mismo del cielo, y sacar de allí todo lo que necesitamos para nosotros mismos, para nuestras casas, para toda la Iglesia de Dios y para la viña de Cristo.

Hay un poder que el hombre puede usar
Cuando vana es la ayuda del mortal
Para poder aquel Ojo que no duerme alcanzar
A ese Brazo que nunca se cansa llegar.

Ese poder es la oración, que se eleva en lo alto,
Por Jesús, hasta el trono de Dios allá,
Y mueve la Mano que mueve el mundo
Para traer liberación acá.

Tal debiera ser una reunión de oración, si somos enseñados por las Escrituras. ¡Que esto pueda ser una realidad más plena en todos lados! ¡Que el Espíritu Santo nos despierte a todos y nos haga sentir poderosamente el valor, la importancia y la necesidad urgente de la unanimidad, de la confianza de la fe, de ser específicos, de insistir y perseverar en todas nuestras oraciones y reuniones de oración!1

  • 1N. del Ed. (Nota del editor): Puede ser útil señalar que en las páginas precedentes, de tanta necesidad actual, el autor ha estado hablando de la reunión de oración y de las bases y condiciones morales de la oración en general, no de la oración personal, secreta. Es casi imposible sobrestimar la importancia de este hecho. La falta o el descuido de esto no tardarán en ponerse de manifiesto en la vida espiritual del creyente. ¿Acaso la falta de estas cosas no explica nuestra flaqueza de alma, de la cual, para levantarnos, no basta con el simple conocimiento? Es, por decirlo así, el barómetro espiritual de la condición de nuestra alma. Allí, en el aposento secreto, el alma piadosa siempre anhela derramar en el oído de su Padre sus pruebas, temores, deseos, necesidades, acciones de gracias, en todos sus detalles. ¡Y qué consuelo, qué gozo, qué fuerza y propósito piadosos, el alma toma de allí! ¡Qué preparación se obtiene al pasar por los esfuerzos y las pruebas de cada día! Amados, esperemos en Dios, a fin de conocer más de este poder secreto, obtenido en nuestro aposento con Él.