La gran comisión

El fundamento de la gran comisión: La muerte expiatoria de Cristo

Habiendo tratado en los artículos previos acerca de los términos de «la gran comisión», procuraremos, en dependencia de la enseñanza divina, desarrollar la verdad acerca de su base.

Es sumamente importante tener un claro conocimiento del sólido fundamento sobre el cual “el arrepentimiento y el perdón de pecados” se anuncian a toda criatura debajo del cielo. Claramente lo vemos presentado en las propias palabras de nuestro Señor:

Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día
(Lucas 24:46).

Aquí yace, con su inexpugnable firmeza, el fundamento de la gloriosa comisión de la cual hablamos. Dios –bendito sea su Nombre por siempre– ha tenido a bien presentarnos, con absoluta claridad, el fundamento moral en virtud del cual manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan, y el fundamento justo en virtud del cual él puede anunciar a toda alma arrepentida el perfecto perdón de pecados.

Ya hemos tenido ocasión de advertir al lector contra la falsa noción de que el arrepentimiento, en la medida que fuere, puede constituir el fundamento meritorio del perdón. Pero puesto que escribimos para los que pueden desconocer los fundamentos del Evangelio, nos sentimos obligados a poner las cosas de la forma más simple posible para que todos puedan entender. Sabemos lo propenso que es el corazón humano a apoyarse en algo propio; quizá no en nuestras buenas obras, pero al menos en nuestros ejercicios penitenciales. Por eso nuestro deber imperioso es presentar la preciosa verdad de la obra expiatoria de nuestro Señor Jesucristo como el único fundamento justo del perdón de pecados.

Es cierto que Dios manda a todos los hombres que se arrepientan. Es bueno y justo que lo hagan. ¿Cómo podría ser de otra manera? ¿Cómo podemos mirar aquel madero maldito sobre el cual el Hijo de Dios llevó el juicio del pecado, y no ver la necesidad absoluta de arrepentimiento? ¿Cómo podemos escuchar aquel grito solemne que irrumpe de entre las sombras del Calvario –

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
(Mateo 27:46)–,

y no reconocer, desde lo más profundo de nuestro ser moral, la aptitud moral del arrepentimiento?

Si el pecado es algo tan terrible y detestable a los ojos de Dios, tan intolerable a su santa naturaleza que tuvo que quebrantar a su amado Hijo unigénito en la cruz para quitar el pecado de en medio, ¿no conviene al pecador juzgarse a sí mismo, y arrepentirse en polvo y cenizas? Si el bendito Señor tuvo que soportar que Dios ocultara de él su rostro a causa de nuestros pecados, ¿cómo no tendremos el corazón quebrantado y el yo juzgado y subyugado a causa de estos pecados? ¿Oiremos con corazones impenitentes las buenas nuevas del pleno y gratuito perdón de los pecados –un perdón que costó nada menos que los horrores y las agonías indecibles de la cruz–? ¿Vamos a profesar solamente con nuestros labios que tenemos paz –una paz adquirida por los sufrimientos inefables del Hijo de Dios–? Si fue absolutamente necesario que Cristo sufriera por nuestros pecados, ¿no es moralmente conveniente que debamos arrepentirnos de ellos?

Y esto no es todo. No es simplemente que, de vez en cuando, nos conviene arrepentirnos. Hay mucho más que esto. Un espíritu de juicio propio, una genuina contrición y una verdadera humildad deben caracterizar a todos aquellos que penetran en alguna medida en el profundo misterio de los sufrimientos de Cristo. Solo si contemplamos y ponderamos profundamente aquellos sufrimientos, podemos formarnos algo que se aproxime a una justa estimación de la naturaleza odiosa del pecado por un lado, y de la plenitud y perfección divina del perdón, por el otro. Era tal la naturaleza odiosa del pecado, que era absolutamente necesario que Cristo sufriera; pero –¡sea toda alabanza a su amor redentor!– tales fueron los sufrimientos de Cristo, que Dios puede perdonarnos nuestros pecados según el valor infinito que Él atribuye a aquellos sufrimientos. Ambos van juntos; y ambos, podemos agregar, ejercen una influencia formativa, bajo el poderoso ministerio del Espíritu Santo, sobre el carácter cristiano de principio a fin. Nuestros pecados son todos perdonados; pero “fue necesario que el Cristo padeciese”; por eso, si bien nuestra paz fluye como un río, nunca debemos olvidar el hecho subyugador de que la base de nuestra paz yace en los inefables sufrimientos del Hijo de Dios.

El otro lado de la gran comisión: La muerte de Cristo y su efecto práctico en el cristiano

Esto es muy necesario, debido a la excesiva ligereza de nuestros corazones. Estamos muy dispuestos a recibir la verdad del perdón de los pecados, y a andar luego en un espíritu relajado, autocomplaciente y mundano, demostrando así cuán débilmente los sufrimientos de nuestro bendito Señor o la verdadera naturaleza del pecado han penetrado en nuestros corazones. Todo esto es realmente deplorable, y demanda un profundo ejercicio de alma.

Hay una triste falta entre nosotros de un verdadero quebrantamiento de espíritu, que debiera caracterizar a aquellos que deben su presente paz y su eterna felicidad y gloria a los sufrimientos de Cristo. Somos ligeros, frívolos y obstinados en nuestra conducta. Nos servimos de la muerte de Cristo para salvarnos de las consecuencias de nuestros pecados, pero nuestros caminos no muestran el efecto práctico de aquella muerte en nuestra conducta diaria. No andamos como aquellos que están muertos con Cristo –que han crucificado la carne con sus pasiones y deseos– que han sido librados de este presente siglo malo. En una palabra, nuestro cristianismo carece tristemente de profundidad; es superfluo, débil y raquítico. Profesamos saber un volumen de verdad; pero es de temer que mucho de ello es solo un conocimiento teórico, sin ninguna repercusión en la práctica.

Quizá pregunte alguien: ¿Qué tiene que ver todo esto con «la gran comisión»? Tiene que ver, y mucho. Estamos profundamente impresionados por la manera superficial en que se lleva a cabo la obra de evangelización en la actualidad. No solo los términos de la gran comisión son pasados por alto, sino que la base parece ser poco entendida. Los sufrimientos de Cristo no son debidamente considerados y desarrollados. La muerte expiatoria de Cristo se presenta como una obra suficiente para satisfacer las necesidades del pecador –y no hay duda de que esto es una señal de infinita gracia–. Tenemos que estar profundamente agradecidos cuando predicadores y escritores sostienen que la sangre preciosa de Cristo es el único recurso del pecador, en vez de predicar ritos, ceremonias, sacramentos, buenas obras (falsamente así llamadas), credos, iglesias, ordenanzas religiosas y otros engaños similares.

Todo esto lo admitimos plenamente. Pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de expresar nuestra profunda y solemne convicción de que la mayor parte de nuestra predicación evangélica moderna es sumamente superficial y liviana; y el resultado de aquella predicación se puede ver en el estilo liviano, trivial, frívolo de muchos de nuestros llamados convertidos. Algunos de nosotros parece que estamos tan ansiosos por hacer todo tan fácil y simple para el pecador, que la predicación se vuelve extremadamente parcial.

Gracias a Dios, él ha hecho todo fácil y simple para el pecador necesitado, quebrantado y penitente. No le dejó nada para hacer ni para dar.

Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia
(Romanos 4:5).

No es posible que el evangelista, al exponer este lado del asunto, vaya más allá de lo escrito. Nadie puede traspasar los términos de Romanos 4:5 al presentar una salvación por gracia inmerecida, por fe, sin obras de ningún tipo.

El evangelio de Pablo

Pero debemos recordar que el bendito apóstol Pablo –el mayor evangelista que jamás haya existido, a excepción de su divino Maestro– no se limitó a este único aspecto; y tampoco debemos hacerlo nosotros. Él insistió enérgicamente en las demandas de la santidad divina. Llamó a los pecadores a juzgarse a sí mismos, y a los creyentes a subyugar la carne y negarse a sí mismos. No predicó un evangelio que deja a la gente a gusto en el mundo, contenta consigo misma y ocupada con las cosas terrenales. Él no le decía a la gente que era salva de las llamas del infierno y que, por tanto, podía gozar libremente de la insensatez de la tierra.

Este no era el evangelio de Pablo. Él predicó un evangelio que responde plenamente a las más profundas necesidades del pecador, pero que al mismo tiempo mantiene plenamente la gloria de Dios; un evangelio que descendió hasta el grado más bajo posible en que pueda hallarse un pecador, pero que, sin embrago, no lo dejó allí. El evangelio de Pablo no solo presenta un perdón de pecados pleno, claro, irrestricto e incondicional, sino también –con la misma claridad y vigor– la condenación del pecado, y la entera liberación del creyente de este presente mundo malo. La muerte de Cristo, en el evangelio de Pablo, no solo asegura al alma una completa liberación de las justas consecuencias de los pecados –como se ve en el juicio de Dios en el lago de fuego–, sino que también presenta, con magnífica plenitud y claridad, la completa ruptura de todo lazo con el mundo, y la entera liberación del poder y dominio presente del pecado.

El Evangelio en medio de una profesión hueca

Ahora bien, aquí es precisamente donde se manifiestan de una manera muy dolorosa la lamentable deficiencia y la culpable parcialidad de nuestra predicación moderna. El evangelio que uno oye a menudo hoy, es, si se nos permite expresarnos así, un evangelio carnal, terrenal, mundano. Ofrece cierta comodidad, pero es una comodidad carnal, mundana. Da confianza, pero es más bien una confianza carnal que la confianza de la fe. No es un evangelio liberador. Deja a la gente en el mundo, en vez de llevarlas a Dios.

¿En qué terminará todo esto? Apenas podemos soportar contemplarlo. Con gran pesar, tememos que, si el Señor no viene antes, el fruto de mucho de lo que está aconteciendo alrededor de nosotros será una combinación terrible de la más alta profesión con la práctica más baja. No puede ser de otra manera. Una alta verdad tomada en un espíritu ligero y carnal tiende a adormecer la conciencia y a aniquilar todo ejercicio piadoso de alma en cuanto a nuestros hábitos y caminos en la vida diaria. De este modo, la gente escapa del legalismo solo para terminar cayendo en la liviandad, y en realidad el postrer estado es peor que el primero.

Esperamos sinceramente que el lector cristiano no se desmoralice demasiado por la lectura de estas líneas. Dios sabe que no escribiríamos una sola línea para desalentar al más débil cordero de todo el precioso rebaño de Cristo. Deseamos escribir en la presencia divina. Hemos rogado al Señor que cada línea de este tratado, y de todos nuestros tratados, venga directamente de Él al lector.

De ahí, pues, que debamos rogar al lector –y lo hacemos con toda fidelidad y afecto– que pondere lo que aquí le presentamos. No podemos ocultar de él el hecho de que estamos muy seriamente impresionados por el estado de cosas alrededor de nosotros. Sentimos que el tono y el aspecto de la mayor parte del llamado cristianismo de nuestros días es tal que suscita la más grave inquietud en todo observador reflexivo. Notamos un desarrollo terriblemente rápido de los caracteres de “los postreros días”, tal como lo describe la pluma de la inspiración: “También debes saber esto: que en los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella; a estos evita” (2 Timoteo 3:1-5).

¡Qué cuadro tan espantoso! ¡Qué tremendamente serio es ver los mismos males que caracterizan el paganismo –como se describen en Romanos 1– reproducidos en relación con la profesión cristiana! ¿No debería el solo pensamiento de ello despertar el más serio temor en todo cristiano? ¿No debería esto conducir a todos los que están ocupados en el santo servicio de la predicación y la enseñanza entre nosotros a examinarse minuciosamente a sí mismos en cuanto al tono y al carácter de su ministerio, y en cuanto a su andar y conducta en privado? Queremos un estilo de ministerio de parte de evangelistas y maestros que sondee más el corazón. Hay una falta de ministerio exhortatorio y profético. Por ministerio profético entendemos aquel carácter del ministerio que trata con la conciencia y la conduce ante la inmediata presencia de Dios (véase 1 Corintios 14:1-3, 23-26).

Lamentablemente tenemos una gran falta de esto. Una gran cantidad de verdad objetiva circula entre nosotros; quizás más que nunca desde los días de los apóstoles. Cientos de miles de libros, revistas y tratados se publican cada año.

¿Nos oponemos a esto? No; bendecimos a Dios por ello. Pero no podemos cerrar nuestros ojos al hecho de que, por lejos, la mayor parte de esta enorme masa de literatura está dirigida a la inteligencia, y no lo suficiente al corazón y a la conciencia. Ahora bien, si bien es absolutamente correcto iluminar el entendimiento, es un grave error descuidar el corazón y la conciencia. Creemos que es algo muy grave permitir que la inteligencia sobrepase a la conciencia –tener más verdad en la cabeza que en el corazón– profesar principios que no dirigen la conducta. Nada puede ser más peligroso. Tiende a ponernos directamente en las manos de Satanás. Si la conciencia no se mantiene sensible, si el corazón no es gobernado por el temor de Dios, si no se cultiva un espíritu quebrantado y contrito, no se sabe qué tan bajo podemos caer. Cuando la conciencia se mantiene sana, y el corazón es humilde y sincero, entonces todo nuevo rayo de luz que ilumina el entendimiento, da fuerza al alma y tiende a elevar y santificar todo nuestro ser moral.

Esto es lo que toda alma seria debe ansiar. Todo cristiano de corazón sincero debe anhelar una mayor santidad personal, una mayor semejanza a Cristo, una devoción de corazón más auténtica, una mayor profundización, consolidación y crecimiento del reino de Dios en el corazón; de ese reino que es

justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo
(Romanos 14:17).

¡Ojalá recibamos gracia para buscar estas realidades divinas! ¡Ojalá las cultivemos diligentemente en nuestra propia vida privada, y busquemos de toda forma posible fomentarlas en todos aquellos con quienes nos relacionamos! Así, serviremos de dique para contener, en cierta medida, la profesión hueca alrededor de nosotros, y seremos un testimonio vivo contra la forma de piedad sin eficacia que tan tristemente predomina en nuestro día.

Lector cristiano; ¿se siente identificado con nosotros en esta corriente de pensamientos y sentimientos? Si es así, le rogamos encarecidamente que se una a nosotros en oración a Dios para que él, en su gracia, eleve nuestro tono espiritual llevándonos más cerca de él, y llenando nuestros corazones de amor por él y de un ferviente deseo por promover Su gloria, el progreso de Su causa y la prosperidad de Su pueblo.