La autoridad de las Escrituras

La vida y los tiempos de Josías

Decadencia espiritual del pueblo de Israel cuando Josías llega al trono

El rey Josías vivió y gobernó dos mil quinientos años atrás. No obstante, su historia es muy instructiva, y nunca pierde su frescura y vigor. Ascendió al trono en un tiempo de particular oscuridad y zozobra. La ascendente marea de la corrupción había alcanzado el punto más alto; y la espada del juicio, que por tanto tiempo había permanecido guardada en la paciencia y longanimidad de Dios, estaba por caer, con terrible severidad, sobre la ciudad de David. El brillante reinado de Ezequías fue seguido por un largo y triste período de cincuenta y cinco años bajo el dominio de su hijo Manasés; y aunque “la vara de la corrección” había logrado conducir a este gran pecador al arrepentimiento y la restauración, tan pronto como el cetro cayó de su mano, fue tomado por su impío e impenitente hijo Amón, que “hizo lo malo ante los ojos de Jehová, como había hecho Manasés su padre; porque ofreció sacrificios y sirvió a todos los ídolos que su padre Manasés había hecho. Pero nunca se humilló delante de Jehová, como se humilló Manasés su padre; antes bien aumentó el pecado. Y conspiraron contra él sus siervos, y lo mataron en su casa… y el pueblo de la tierra puso por rey en su lugar a Josías su hijo” (2 Crónicas 33:22-25).

Así pues, Josías, un niño de apenas ocho años, se halló en el trono de David rodeado de innumerables males y errores que habían dejado su padre y su abuelo; sí, de toda forma de corrupción que había sido introducida nada menos que por un personaje como el mismo Salomón. Si el lector simplemente se vuelve un momento a 2 Reyes 23, encontrará un maravilloso cuadro del estado de cosas al inicio de la historia de Josías. Había “sacerdotes idólatras que habían puesto los reyes de Judá para que quemasen incienso en los lugares altos en las ciudades de Judá, y en los alrededores de Jerusalén; y asimismo a los que quemaban incienso a Baal, al sol y a la luna, y a los signos del zodíaco, y a todo el ejército de los cielos” (v. 5).

Lector, ¡considere esto! ¡Solo piense en los reyes de Judá, sucesores de David, poniendo sacerdotes para que quemen incienso a Baal! Tenga en cuenta también que cada uno de estos reyes de Judá era responsable de escribir “para sí en un libro una copia de esta ley”, que debía guardar, y leer en él todos los días de su vida, para que aprenda a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de esta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra” (Deuteronomio 17:18-19). ¡Ay, cuán tristemente se habían apartado de “todas las palabras de la ley” cuando se pusieron a ordenar sacerdotes para quemar incienso a dioses falsos!

Pero había también “caballos que los reyes de Judá habían dedicado al sol” y eso, además, “a la entrada del templo de Jehová”, y también “carros del sol” y “lugares altos… que Salomón rey de Israel había edificado a Astoret ídolo abominable de los sidonios, a Quemos ídolo abominable de Moab, y a Milcom ídolo abominable de los hijos de Amón” (1 Reyes 23:11-13).

Todo esto es muy solemne y merece ser tenido seriamente en cuenta. No deberíamos considerarlo simplemente como historia antigua, como si leyésemos los registros históricos de Babilonia, Persia, Grecia o Roma. No nos sorprendería ver a los reyes de esas naciones quemando incienso a Baal, constituyendo sacerdotes idólatras y adorando al ejército de los cielos; pero cuando vemos a los reyes de Judá, a los hijos y sucesores de David, hijos de Abraham, hombres que tenían acceso al libro de la ley de Dios, y que eran responsables de estudiar minuciosa y continuamente ese libro; cuando vemos a tales hombres caer bajo el poder de una oscura y degradante superstición, resuena en nuestros oídos una voz de advertencia, a la cual no podemos desoír impunemente. Debemos tener en cuenta que todas estas cosas fueron escritas para nuestra enseñanza; y aunque puede decirse que no estamos en peligro de ser llevados a quemar incienso a Baal, o a adorar al ejército de los cielos, no obstante debemos escuchar las advertencias y admoniciones que el Espíritu Santo nos ha dado en la historia del antiguo pueblo de Dios. “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Corintios 10:11). Si bien estas palabras se refieren directamente a las experiencias de Israel en el desierto, bien pueden aplicarse a toda la historia de ese pueblo: una historia llena de preciosas instrucciones desde el principio hasta el fin.

La causa de la decadencia: el descuido de la Palabra de Dios

Pero ¿cómo explicar todos esos grandes y terribles males en los que Salomón y sus sucesores se vieron envueltos? ¿Cuál fue la causa de esta degradación? El descuido de la Palabra de Dios. Este era el motivo principal de tanto mal y dolor. ¡Que todos los cristianos profesantes1 recuerden esto, toda la Iglesia de Dios! El descuido de las Sagradas Escrituras constituye una fuente fecunda de errores e impurezas que manchan las páginas de la historia de Israel, y que hizo que recibieran muchos duros golpes de la vara gubernamental de Jehová. “En cuanto a las obras humanas, por la palabra de tus labios yo me he guardado de las sendas de los violentos”. “Desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto (artios), enteramente preparado para toda buena obra” (Salmo 17:4; 2 Timoteo 3:15-17).

En estos dos textos, la Palabra de Dios se nos presenta en su doble poder: por un lado, nos guarda perfectamente del mal, y, por otro, nos prepara perfectamente para todo bien. Nos guarda de las sendas de los violentos, y nos guía en los caminos de Dios. ¡Qué importante es, pues, el estudio diligente, serio de la Biblia, con oración! ¡Cuán necesario es cultivar un espíritu de reverente sumisión en todas las cosas a la autoridad de la Palabra de Dios! ¡Cuán a menudo y con qué solicitud se le recalcó esto al antiguo pueblo de Dios! ¡Cuán a menudo sonaban en sus oídos acentos como los siguientes: “Ahora, pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los ejecutéis, y viváis, y entréis y poseáis la tierra que Jehová el Dios de vuestros padres os da. No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos de Jehová vuestro Dios que yo os ordene… Mirad, yo os he enseñado estatutos y decretos, como Jehová mi Dios me mandó, para que hagáis así en medio de la tierra en la cual entráis para tomar posesión de ella. Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta. Porque ¿qué nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios en todo cuanto le pedimos? Y ¿qué nación grande hay que tenga estatutos y juicios justos como es toda esta ley que yo pongo hoy delante de vosotros? Por tanto, guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; antes bien, las enseñarás a tus hijos, y a los hijos de tus hijos” (Deuteronomio 4:1-9)!

Notemos con cuidado que “sabiduría e inteligencia” consisten simplemente en guardar los mandamientos de Dios como un tesoro en el corazón. Esta, además, debía ser la base de la grandeza moral de Israel, en vista de las naciones de alrededor. No la ciencia de las escuelas de Egipto, ni de los caldeos. No; se trataba del conocimiento de la Palabra de Dios y de la atención a ella; del espíritu de absoluta obediencia en todas las cosas a los santos estatutos y juicios de Jehová su Dios. Esta era la sabiduría de Israel; su verdadera grandeza; su inexpugnable baluarte contra todos sus enemigos; su salvaguardia moral contra todo mal.

  • 1N. del T.: En un sentido amplio, la profesión cristiana –también a veces la Iglesia profesante– abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», tanto a aquellos que lo son de verdad –o sea, a los que son salvos por la obra de Cristo– como a aquellos que lo son meramente de nombre, los que solo se llaman a sí mismos cristianos. Pero en un sentido estricto, el término cristiano profesante se aplica a aquellos que solo tienen la apariencia exterior del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación. Hay profesión pero no posesión. Puede tratarse de personas muy religiosas y moralistas, pero que no han nacido de nuevo, no son convertidas. En este sentido, hay pues una diferencia sustancial entre un cristiano profesante y un cristiano nacido de nuevo (véase, por ejemplo, Mateo 15:8; Apocalipsis 3:1).

La misma decadencia y la misma causa en la cristiandad de hoy

Y ¿acaso no es exactamente lo mismo con respecto al pueblo de Dios en la actualidad? ¿Acaso la Palabra de Dios no es nuestra obediencia, nuestra sabiduría, nuestra salvaguardia y el fundamento de toda verdadera grandeza moral? Sin duda. Nuestra sabiduría consiste en obedecer. El alma obediente está segura, es sabia, feliz y fructífera. Como fue en el pasado, así también es ahora. Si estudiamos la historia de David y sus sucesores, hallaremos sin excepción que aquellos que aceptaron obedecer los mandamientos de Dios estuvieron seguros y felices, fueron prósperos e influyentes. Y así será siempre. La obediencia dará siempre sus preciosos y fragantes frutos; y estos frutos no deben ser el motivo para prestar obediencia; se nos llama a ser obedientes, independientemente de cualquier otra consideración.

El remedio

Ahora bien, es obvio que para ser obedientes a la Palabra de Dios, debemos conocerla y, para conocerla, debemos estudiarla atentamente. Y ¿cómo debemos estudiarla? Con un ferviente deseo de entender su contenido, con profunda reverencia por su autoridad y con el sincero propósito de obedecerla, cueste lo que cueste. Si tenemos gracia para estudiar la Escritura de esta manera, en alguna pequeña medida, podemos esperar crecer en conocimiento y sabiduría.

Lamentablemente, ¡hay un considerable y terrible desconocimiento de las Escrituras en la iglesia profesante! Nos conmueve profundamente esta situación; y quisiera aprovechar aquí para decir al lector que nuestro principal objetivo al tratar «los tiempos de Josías» es despertar en su alma un intenso deseo por conocer más profundamente la santa Palabra de Dios, y una mayor sumisión de todo su ser moral –corazón, conciencia y entendimiento– a esa norma perfecta.

Sentimos la imperiosa importancia de este tema, y debemos cumplir lo que creemos que es un deber sagrado para con las almas de nuestros lectores y para con la verdad de Dios. Los poderes de las tinieblas nos rodean. El enemigo lamentablemente ha conseguido arrastrar los corazones hacia varias formas de error y mal, arrojar polvo en los ojos del pueblo de Dios y cegar las mentes de los hombres. Es verdad que no tenemos ídolos como Astoret, Quemos ni Milcom; pero tenemos el ritualismo, la infidelidad, el espiritismo, etc. No tenemos que alzar un grito de protesta porque se queme incienso a Baal y se adore al ejército de los cielos, pero tenemos algo mucho más peligroso y seductor. Tenemos al ritualista con sus ritos y ceremonias sensuales y atractivos; al racionalista con sus razonamientos eruditos y plausibles; al espiritista que se jacta de su pretendida conversación con los espíritus de los muertos, y ¡qué infinidad de otros engaños e insidiosos ataques contra la verdad!

Dudamos que los creyentes en general sean conscientes del verdadero carácter y alcance de estas terribles influencias. Hay en este momento millones de almas a lo largo y ancho de la Iglesia profesante que construyen sus esperanzas para la eternidad sobre el arenoso terreno de las ordenanzas, ritos y ceremonias. Hay una vuelta muy marcada a las «tradiciones de los Padres», como se las llama; un deseo intenso por aquellas cosas que satisfacen los sentidos: música, pinturas, arquitectura, vestiduras, luces, incienso y todos los demás aparatos y accesorios de una religión espléndida que contribuyen a satisfacer los placeres de los sentidos. La teología, adoración y disciplina de las diversas iglesias de la Reforma se consideran insuficientes para satisfacer el deseo religioso de la gente. Son demasiado simples para satisfacer corazones que buscan con ahínco algo tangible, que se pueda tocar, donde apoyarse y hallar consuelo; algo que alimente los sentidos y avive la llama de la devoción.

De ahí la fuerte tendencia del espíritu religioso hacia lo que se conoce como ritualismo. Si el alma no se ha apropiado de la verdad, si no hay un vínculo vivo con Cristo, si la autoridad suprema de la Santa Escritura no domina el corazón, no hay ninguna salvaguardia contra las poderosas y fascinantes influencias de la religiosidad ceremonial. Todos los esfuerzos del mero intelectualismo, la elocuencia, la lógica, los diversos encantos literarios, son completamente insuficientes para satisfacer a esa clase de espíritus a que nos referimos. Ellos buscan ávidamente las formas y oficios religiosos; a estos acudirán en masa, en torno a ellos se congregarán y sobre ellos edificarán.

Es interesante, aunque penoso, señalar los esfuerzos que se hacen de todas partes para actuar sobre las masas y mantener unida a la gente. Es evidente, para el cristiano reflexivo, que aquellos que llevan a cabo tales esfuerzos carecen tristemente de aquella profunda fe en el poder de la Palabra de Dios y de la cruz de Cristo que conquistó y dominó el corazón del apóstol Pablo. No son plenamente conscientes del solemne hecho de que el gran objetivo de Satanás es mantener a las almas en la ignorancia respecto de la revelación divina, ocultar de ellos la gloria de la cruz y de la persona de Cristo. Para eso él utiliza actualmente el ritualismo, el racionalismo y el espiritismo, como usó a Astoret, a Quemos y a Milcom en los días de Josías. “Nada hay nuevo debajo del sol” (Eclesiastés 1:9). El diablo siempre aborreció la verdad de Dios, y removerá cielo y tierra para impedir que esa verdad ejerza alguna influencia en el corazón del hombre. Por eso tiene ritos y ceremonias para unos, y el poder de la razón para otros; y, cuando se cansan de ambas cosas y comienzan a anhelar algo que los satisfaga, los conduce a conversar y tener comunión con los espíritus de los muertos. Por todas estas y otras cosas las almas son arrastradas lejos de las Escrituras y del bendito Salvador revelado en ellas.

Es solemne e indescriptiblemente conmovedor pensar en todo esto, lo mismo que contemplar el letargo y la indiferencia de aquellos que profesan tener la verdad. No nos detendremos para averiguar qué es lo que contribuye a este estado letárgico de muchos profesantes. No es nuestro objetivo aquí. Lo que deseamos es que, por la gracia de Dios, despierten totalmente del letargo, y para esto llamamos su atención respecto de las influencias de afuera, y de la única salvaguardia divina contra ellas. Esto despierta sentimientos muy fuertes en nosotros por nuestros hijos, que crecen en un ambiente como el que actualmente nos rodea, y que se vuelve cada vez más oscuro. Anhelamos ver más fervor en los creyentes por hacer que los jóvenes atesoren en sus mentes y corazones el precioso conocimiento de la Palabra de Dios que salva el alma. El niño Josías y el niño Timoteo, deberían incitarnos a una mayor diligencia para educar a los jóvenes en el seno de la familia, en la escuela dominical o de cualquier manera en que podamos alcanzar sus corazones. De nada aprovechará cruzar brazos y decir: «Cuando el tiempo de Dios llegue, nuestros hijos se convertirán; y hasta entonces, todos nuestros esfuerzos son inútiles». Este es un error fatal. Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Él bendice nuestros esfuerzos para educar a nuestros hijos con oración. Además, ¿quién puede estimar la bendición de ser conducidos desde temprana edad en el camino recto; de tener el carácter formado por la santa influencia de la Palabra en el hogar, y la mente llena de lo que es verdadero, puro y amable? Por otro lado, ¿quién puede describir las malas consecuencias de dejar a nuestros hijos crecer en la ignorancia acerca de las cosas divinas? ¿Quién podría describir los males de una imaginación contaminada, de una mente llena de vanidad, insensatez y mentira, de un corazón familiarizado desde la infancia con escenas de degradación moral? No dudamos en decir que los creyentes son responsables de permitir que el enemigo mantenga ocupadas las mentes de sus hijos especialmente en un momento en que son más receptivos y maleables.

Es cierto que es necesario el poder vivificador del Espíritu Santo para que se conviertan. “Es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7) es tan cierto para los hijos de los creyentes como lo es para todas las personas. Todos sabemos esto. Pero ¿acaso modifica en algo nuestra responsabilidad en relación con nuestros hijos? ¿Ha de paralizar nuestras energías o entorpecer nuestros esfuerzos? Sin duda que no. Todos los argumentos, tanto del lado divino como del humano, nos instan a proteger a nuestros preciosos niños de toda mala influencia, y a educarlos en lo que es bueno y santo. Y no solo debemos actuar así con respecto a nuestros propios hijos, sino también con respecto a las miles de personas que nos rodean, que son “como ovejas que no tienen pastor” (Mateo 9:36), y que podrían ciertamente decir: No “hay quien cuide de mi vida” (Salmo 142:4).

¡Ojalá que el Espíritu de Dios utilice las páginas precedentes para actuar poderosamente en los corazones de todos aquellos que las lean, y pueda haber así un verdadero despertar del sentido de nuestra responsabilidad para con las almas que nos rodean, y una fuerte sacudida de ese terrible estado de adormecimiento y frialdad del que todos debemos lamentarnos!

El valor y la autoridad de la Palabra de Dios

La historia de Josías nos enseña una lección sumamente importante: el valor y la autoridad de la Palabra de Dios. Es imposible calcular la importancia de tal lección para toda edad, ambiente y situación, para el creyente individual y para la iglesia de Dios en su conjunto. La suprema autoridad de las Escrituras debe estar profundamente grabada en cada corazón. Es la única salvaguardia contra las distintas formas de error y de mal que abundan por doquier. Los escritos humanos sin duda tienen su valor; pueden ser de interés como referencia, pero no tienen absolutamente ningún valor como autoridad.

Debemos recordar esto. Hay una fuerte tendencia en el corazón a apoyarse en la autoridad humana. Millones en la Iglesia profesante han sido prácticamente privados de la Palabra de Dios, precisamente por el hecho de haber vivido y muerto bajo el engaño de que no podían conocer la Palabra de Dios aparte de la autoridad humana. Esto, en realidad, es arrojar por la borda la Palabra de Dios. Si esa Palabra no puede existir sin la autoridad humana, entonces no es la Palabra de Dios. No importa, en el más mínimo grado, de qué autoridad se trate, el efecto es el mismo. La Palabra de Dios sola se considera insuficiente autoridad si no está acompañada de algo humano que le dé la certeza de que es Dios el que habla. Este es un muy peligroso error, que está arraigado en el corazón humano mucho más de lo que pensamos. Cuando citamos un pasaje de la Escritura, a menudo se nos dice: «¿Cómo sabe usted que es la Palabra de Dios?» ¿Cuál es el sentido de esta pregunta? Claramente socavar la autoridad de la Palabra. Un corazón que plantea una pregunta de esa naturaleza, no quiere ser gobernado por la santa Escritura. La propia voluntad está involucrada. Ahí está el secreto. Uno es consciente de que la Palabra condena algo que el corazón quiere mantener y albergar; y esa es la verdadera razón para dejar de lado la Palabra.

Pero ¿cómo hemos de saber que el libro que llamamos la Biblia es la Palabra de Dios? Respondemos: La Biblia lleva en sí misma sus propias credenciales. Lleva sus propias pruebas en cada página, en cada párrafo, en cada línea. Pero solo por la enseñanza del Espíritu Santo, el Autor divino del libro, es posible reconocer las pruebas y apreciar las credenciales. No necesitamos que la voz del hombre acredite el libro de Dios; si lo hacemos, estamos sin duda sobre un terreno infiel respecto de la revelación divina. Si Dios no puede hablar directamente al corazón, si no puede dar la certeza de que él mismo habla, ¿dónde estamos entonces? ¿Adónde volveremos los ojos? Si Dios no puede hacerse oír ni entender, ¿puede un hombre hacerlo mejor? ¿Puede él superar a Dios? ¿Puede la voz del hombre darnos más certeza? ¿Puede la autoridad de la Iglesia, los decretos de los concilios generales, el juicio de los Padres, la opinión de los doctores de la Iglesia, darnos más certeza que Dios mismo? Si es así, estamos tan a la deriva, tan en la oscuridad, como si Dios no hubiese hablado en absoluto. Desde ya que si Dios no ha hablado, estamos completamente en la oscuridad; pero si ha hablado, y sin embargo no podemos conocer Su voz sin que la autoridad del hombre lo acredite, ¿dónde yace la diferencia? Si Dios en su gran misericordia nos ha dado una revelación, es evidente que esto por sí solo debe ser suficiente. Y es también evidente que cualquier revelación que por sí sola no es suficiente, no puede ser divina. Y si no podemos creer lo que Dios dice simplemente porque él lo dice, no tenemos un terreno más seguro sobre el que apoyarnos cuando el hombre pretende poner su sello de acreditación.

No quisiéramos ser mal comprendidos. En lo que hacemos hincapié es en la plena suficiencia de una revelación divina aparte y por encima de todo escrito humano, ya sea antiguo, medieval o moderno. Valoramos los escritos humanos; valoramos la crítica sana, la erudición profunda y minuciosa, la luz de la verdadera ciencia y la sana filosofía, el testimonio de los estudiosos piadosos que procuraron arrojar luz sobre el texto sagrado; valoramos todos los libros que desarrollan el interesante tema de las antigüedades y arqueología bíblicas; en una palabra, valoramos todo lo que nos pueda ayudar en el estudio de la Biblia; pero reiteramos con énfasis la plena suficiencia y supremacía de la Palabra de Dios. Debemos recibir esa Palabra sobre la base de su propia autoridad divina, sin ninguna recomendación por parte del hombre; de lo contrario, no es la Palabra de Dios dirigida a nosotros. Creemos que Dios puede dar la certeza a nuestra alma de que la Sagrada Escritura es su propia Palabra. Si él no la da, ningún hombre puede hacerlo; y si lo hace, no hay necesidad de que ninguno lo haga. El inspirado apóstol le dijo a su hijo Timoteo:

Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido; y que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús
(2 Timoteo 3:14-15).

¿Cómo sabía Timoteo que las Sagradas Escrituras eran la Palabra de Dios? Por la enseñanza divina. Sabía de quién había aprendido. Aquí estaba el secreto. Había una relación viva entre su alma y Dios, y reconoció en la Escritura la voz misma de Dios. Así debe ser siempre. No es suficiente ser convencidos intelectualmente, con pruebas, apologías y argumentos humanos, de que la Biblia es la Palabra de Dios. Debemos experimentar su poder en el corazón y la conciencia por la enseñanza divina. Entonces no necesitaremos más pruebas humanas de la divinidad del libro así como no necesitamos sacar una vela al mediodía para demostrar que el sol alumbra. Creeremos entonces lo que Dios dice porque él lo dice, y no porque el hombre lo acredite ni porque lo sentimos. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3). No tuvo necesidad de ir a los caldeos o a los egipcios a fin de determinar si lo que había oído era realmente la Palabra de Dios. No; él sabía a quién había creído, y esto le dio una santa firmeza. Podía decir seguramente: «Dios ha establecido un vínculo entre él y mi alma mediante Su Palabra, que ningún poder de la tierra ni del infierno puede jamás romper». Este es el verdadero fundamento para todo creyente –hombre, mujer o niño–, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. Fue el fundamento de Abraham, Josías, Lucas, Teófilo, Pablo y Timoteo; y ha de ser el fundamento del escritor y del lector, para poder estar firmes contra la creciente corriente de infidelidad que está arrasando con los mismos fundamentos sobre los cuales descansan miles de confesiones.

Pero podemos preguntarnos si simplemente profesar la religión del país, tener una fe adquirida por herencia, una mera educación religiosa, puede servir de apoyo al alma en presencia de un audaz escepticismo que razona acerca de todo y que no cree nada. ¡Imposible! Debemos pararnos delante del escéptico, del racionalista y de los que atacan la fe y, con toda la calma y dignidad de una fe divinamente forjada, decir: “Yo sé a quién he creído” (2 Timoteo 1:12). Entonces no nos dejaremos mover por libros y autores que atacan la autoridad de las Escrituras (tales como The Phases of Faith, Essays and Reviews, Broken Lights, Ecce Homo o Colenso)1 .

No serán para nosotros más que mosquitos al sol: no pueden ocultar de nuestras almas los rayos celestiales de la revelación de nuestro Padre. Dios ha hablado, y su voz llega al corazón. Ella se hace oír por encima del estruendo y la confusión de este mundo, y de las contiendas y controversias de los cristianos profesantes. Da reposo, paz, fuerza y firmeza al corazón y a la mente del creyente. Las opiniones de los hombres pueden desconcertar y confundir. Puede que no podamos abrirnos paso a través de los laberintos de los sistemas teológicos humanos; pero la voz de Dios habla en la santa Escritura, habla al corazón, me habla a mí. Esto es vida y paz. Es todo lo que necesito. Ahora que tengo todo lo que necesito en la eterna fuente de la Inspiración –en el incomparable, precioso Libro de mi Dios–, puedo estimar los escritos humanos por lo que valen.

Volvámonos ahora a Josías y veamos cómo su vida y su tiempo ilustran todo lo que hemos estado considerando.

  • 1N. del T.: Si bien Mackintosh era una persona que por lo general evitaba la controversia, no por eso dejaba de estar al tanto y de refutar los errores comunes de su tiempo, como lo demuestra aquí al citar algunas obras conocidas de su época que atacaban la inspiración y autoridad de las Escrituras. El racionalismo –cuya norma suprema para la verdad es la razón– estaba entonces en auge. Mientras en Alemania la llamada «alta crítica» se alzaba contra la autoridad de la Biblia –augurando una «nueva época» del cristianismo–, el obispo Colenso, que cita Mackintosh, conocido por disputar la autenticidad del Pentateuco, fue uno de los que llevó a Inglaterra estas nuevas ideas modernistas que socavaban los fundamentos de la fe.

Preparación de Josías antes de emprender su obra de reforma

De ocho años era Josías cuando comenzó a reinar, y treinta y un años reinó en Jerusalén
(2 Crónicas 34:1).

Esto revela algo importante acerca de la condición espiritual y los caminos del pueblo de Dios. El padre de Josías había sido asesinado por sus propios siervos, después de un breve reinado de dos años en que hizo lo malo ante los ojos de Jehová. Entonces solo tenía veinticuatro años. Tales cosas no deberían haber ocurrido. Eran el triste fruto del pecado y la insensatez de Judá, la prueba humillante de su apartamiento de Jehová. Pero Dios estaba sobre todas las cosas; y aunque nunca habríamos esperado encontrar a un niño de ocho años en el trono de David, no obstante ese niño pudo encontrar un recurso seguro en el Dios de sus padres; de modo que aquí, como en cualquier otra circunstancia, “cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). El propio hecho de la juventud e inexperiencia de Josías, solo fue una ocasión para la manifestación de la gracia divina y la revelación del valor y el poder de la Palabra de Dios.

Josías comenzó buscando a Dios

Este niño piadoso se halló en circunstancias y pruebas particularmente difíciles. Estaba rodeado de diversos errores que persistían desde mucho tiempo atrás; pero

Hizo lo recto ante los ojos de Jehová, y anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda. A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre; y a los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas
(2 Crónicas 34:2-3).

Este fue un buen comienzo. Es muy importante cuando el corazón es aún joven y está lleno del temor de Jehová. Esto lo guardará de un sinnúmero de males y errores. “El temor de Jehová es el principio de la sabiduría” (Proverbios 9:19), es lo que enseñó a este piadoso muchacho a conocer lo que era “recto”, y a aferrarse siempre a ello con inquebrantable firmeza. Hay gran fuerza y valor en la expresión: “Hizo lo recto ante los ojos de Jehová”. No hizo lo que era recto a sus propios ojos, ni a los ojos del pueblo, ni a los ojos de los que fueron antes de él; sino simplemente lo que es recto a los ojos de Jehová. Este es el sólido fundamento de toda acción justa. No puede haber nada justo, sabio y santo si el temor de Jehová no ha ocupado su verdadero lugar en el corazón. No lo puede haber justamente porque el temor de Jehová es el principio de la sabiduría. Podemos hacer muchas cosas por temor a los hombres, por costumbre, por influencias del medio; pero nunca podremos hacer lo que es verdaderamente recto a los ojos de Jehová a menos que nuestros corazones comprendan el temor de Su santo nombre. Este es el gran principio rector. Otorga seriedad, dignidad y realidad, ¡raras y admirables cualidades! Es una salvaguardia eficaz contra la frivolidad y la vanidad. Todo aquel que habitualmente anda en el temor de Dios es siempre serio y sincero, nunca se ocupa en cosas triviales, no es presuntuoso ni tiene necesidad de ningún tipo de grandilocuencia, porque la vida tiene un propósito, el corazón tiene un objeto, y esto le da fuerza a la vida y al carácter.

Josías anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda

Pero también se dice que Josías “anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda”. ¡Qué testimonio da el Espíritu Santo de un joven! ¡Cuánto anhelamos esta clara determinación! Es de inestimable valor en todo momento, pero sobre todo en un tiempo como el presente, caracterizado por la relajación y el indiferentismo, por una falsa liberalidad y una falsa caridad. Eso infunde una profunda paz en el corazón. El que vacila nunca tiene paz; siempre es sacudido de un lado a otro. “El hombre de doble ánimo es inconstante en todos sus caminos” (Santiago 1:8). Trata de satisfacer y agradar a todos, y termina por no complacer a nadie. El hombre decidido, al contrario, es el que siente que «Debe a Uno solo agradar» –como lo expresó el poeta–. Esto otorga unidad y firmeza a la vida y al carácter. Es un gran alivio dejar de agradar a los hombres y de servir al ojo (Efesios 6:6), para poder fijar los ojos solamente en el Maestro y seguir el camino con él tanto en las condiciones favorables como en las adversas. Es cierto que podemos ser mal comprendidos y mal interpretados; pero ese, de hecho, es un asunto de poca importancia; lo principal es andar por la senda que Dios ha trazado, “sin apartarse a la derecha ni a la izquierda”. Estamos convencidos de que una clara determinación es lo único que el siervo de Cristo puede hacer actualmente; pues tan pronto como el diablo nos encuentre titubeando, pondrá todas sus maquinaciones en acción para tratar de sacarnos del camino estrecho. ¡Que el Espíritu Santo obre más poderosamente en nosotros y nos dé una mayor capacidad para decir: “¡Fijo está mi corazón, oh Dios, mi corazón está fijo! cantaré y tañeré salmos” (Salmo 57:7)!

La reforma de Josías

Vamos a considerar ahora la gran obra para la cual Josías fue levantado; pero antes de hacerlo, pedimos al lector que observe con particular atención las palabras que ya hemos citado:

A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre
(2 Crónicas 34:3).

Aquí –podemos estar seguros– tenemos la verdadera base de todo el valioso servicio de Josías. Comenzó buscando a Dios. Que los jóvenes cristianos consideren esto seriamente. Cientos de personas hicieron naufragio por lanzarse prematuramente a la obra, según tememos. Se involucraron y se ocuparon de lleno en su servicio antes de que su corazón estuviera debidamente afirmado en el temor y el amor de Dios. Este ciertamente es un error muy serio, en el que muchos han caído, como lo hemos podido comprobar estos últimos tiempos. Siempre debemos recordar que al que Dios utiliza mucho en público, él lo prepara en secreto; y que Sus siervos más honrados, estuvieron más ocupados con su Maestro que con su propia obra. No estamos de ninguna manera subestimando el trabajo; pero lo que hemos encontrado es que todos aquellos que han sido notablemente reconocidos por Dios, y que han seguido un largo y firme camino de servicio y testimonio cristiano, comenzaron con mucho trabajo, y profundos ejercicios, en el corazón, en el secreto de la presencia divina. Y hemos notado también que cuando los hombres se lanzaron prematuramente a la obra en público –cuando comenzaron a dar clases antes de comenzar a aprender– rápidamente cayeron en la ruina y volvieron atrás.

Limpieza de la idolatría

Es bueno que recordemos esto. Lo que Dios planta, se arraiga profundamente, y a menudo crece lentamente. Josías “comenzó a buscar a Dios” cuatro años antes de comenzar su obra en público. Primero tenía que haber una base firme de auténtica piedad personal, para luego poder construir sobre ella el servicio activo. Esto era sumamente necesario. Josías tenía que hacer un gran trabajo. “Lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas” abundaban por todas partes, y limpiarlos requería extraordinaria fidelidad y determinación. ¿Dónde las habría de obtener? En el tesoro divino, y allí solamente. Josías era solo un muchacho, y muchos de los que habían introducido la falsa adoración eran hombres de años y de experiencia. Pero él se puso a buscar al Señor. Halló su recurso en el Dios de su padre David. Acudió a la fuente de toda sabiduría y poder, y allí encontró la fuerza de la cual se ciñó para la obra que tenía por delante.

Esto, repetimos, era sumamente necesario; absolutamente indispensable. La basura acumulada de siglos y generaciones se presentaba ante él. Uno tras otro de los que le precedieron agregaron al montón de inmundicias; y a pesar de la reforma efectuada en los días de Ezequías, parecía que todo debía reconstruirse otra vez. Prestemos atención al espantoso catálogo de males y errores: “A los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas. Y derribaron delante de él los altares de los baales, e hizo pedazos las imágenes del sol, que estaban puestas encima; despedazó también las imágenes de Asera, y las esculturas y estatuas fundidas, y las desmenuzó, y esparció el polvo sobre los sepulcros de los que les habían ofrecido sacrificio. Quemó además los huesos de los sacerdotes sobre sus altares, y limpió a Judá y a Jerusalén. Lo mismo hizo en las ciudades de Manasés, Efraín, Simeón, y hasta Neftalí, y en los lugares asolados alrededor. Y cuando hubo derribado los altares y las imágenes de Asera, y quebrado y desmenuzado las esculturas, y destruido todos los ídolos por toda la tierra de Israel, volvió a Jerusalén” (v. 3-7).

Léase también 2 Reyes 23, donde hay una lista mucho más detallada de las abominaciones con las cuales este devoto siervo de Dios tuvo que lidiar. No citaremos más pasajes. Con los que vimos es suficiente para mostrar hasta donde puede llegar el pueblo de Dios cuando se aparta, aun en el más mínimo grado, de la autoridad de la santa Escritura. Una lección especial para aprender de la interesante historia del mejor rey de Judá; confiamos en que se aprenderá de manera eficaz. Es verdaderamente una lección de inapreciable valor y fundamental importancia. En el momento que un hombre se aparta de la Escritura, aunque sea solo el ancho de un cabello, no hay manera de registrar todas las monstruosas extravagancias en que puede incurrir. Podemos asombrarnos de cómo un hombre como Salomón pudo alguna vez ser llevado a edificar lugares altos “a Astoret ídolo abominable de los sidonios, a Quemos ídolo abominable de Moab, y a Milcom ídolo abominable de los hijos de Amón” (1 Reyes 23:13). Pero podemos darnos cuenta al instante de cómo primero desobedeció la Palabra de su Señor al tomar mujeres de esas naciones y, en consecuencia, cayó muy fácilmente en el más profundo error de adoptar su culto a los ídolos.

Pero, lector cristiano, recordemos que todo mal, y corrupción, toda confusión, vergüenza y deshonra, todo reproche y blasfemia, tiene su origen en el descuido de la Palabra de Dios. Posiblemente no podamos ponderar este hecho tan profundo. Es solemne, notable y admonitorio más allá de toda expresión. Siempre ha sido el propósito especial de Satanás apartar de la Escritura al pueblo de Dios. Empleará para eso todos los recursos: la tradición, la llamada iglesia, la conveniencia, la razón humana, la opinión popular, la reputación y la influencia, el carácter, la posición y el utilitarismo. Se valdrá de todo esto para alejar el corazón y la conciencia de esta frase de oro: “Escrito está”. Todo ese montón de errores que nuestro joven monarca fue capaz de desmenuzar y reducir a polvo, tuvo su origen en el descuido de esta preciosa frase. Poco le importó a Josías que todas estas cosas tuviesen el sello de la antigüedad y la autoridad de los padres de la nación judía. Tampoco fue movido por el pensamiento de que estos altares y lugares altos, estas imágenes y esculturas, fuesen considerados pruebas de anchura de corazón, de amplitud de miras y de un espíritu abierto y tolerante que rechaza la estrechez, el fanatismo y la intolerancia; que no quiere estar confinado dentro de los estrechos límites del prejuicio judío, sino ser abierto al mundo en su extensión y poder abrazar a todos en un círculo de caridad y hermandad. Ninguna de estas cosas, estamos convencidos, motivaron a Josías. Ninguna de estas cosas se fundaba en la frase: “Así dice Jehová”; una sola cosa debía hacer con ellas: reducirlas a polvo.

La obediencia individual a la Palabra en tiempos de oscuridad

Los diversos períodos de la vida de Josías son claramente diferenciados. “A los ocho años de su reinado, siendo aún muchacho, comenzó a buscar al Dios de David su padre”; “a los doce años comenzó a limpiar a Judá y a Jerusalén de los lugares altos, imágenes de Asera, esculturas, e imágenes fundidas”; y “a los dieciocho años de su reinado, después de haber limpiado la tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller, para que reparasen la casa de Jehová su Dios” (v. 3, 8).

Ahora bien, en todo esto podemos observar el progreso que siempre resulta de un genuino propósito de corazón de servir al Señor.

La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto
(Proverbios 4:18).

Esa era la senda de Josías; y puede ser también la de todo cristiano si tan solo es motivado por el mismo objetivo, sin importar las circunstancias. Podemos estar rodeados por las influencias más hostiles, como lo estuvo Josías en su tiempo; pero un corazón fiel, un espíritu serio, un objetivo fijo, por la gracia, nos elevará por encima de todo y nos permitirá avanzar de etapa en etapa por el camino del verdadero discípulo.

Si estudiamos los doce primeros capítulos del libro de Jeremías, podremos formarnos una idea del estado de cosas que prevalecía en los días de Josías. Allí encontramos pasajes como el siguiente: “Y a causa de toda su maldad, proferiré mis juicios contra los que me dejaron, e incensaron a dioses extraños, y la obra de sus manos adoraron. Tú, pues, ciñe tus lomos, levántate, y háblales todo cuanto te mande; no temas delante de ellos, para que no te haga yo quebrantar delante de ellos” (Jeremías 1:16-17). “Por tanto, contenderé aún con vosotros, dijo Jehová, y con los hijos de vuestros hijos pleitearé. Porque pasad a las costas de Quitim y mirad; y enviad a Cedar, y considerad cuidadosamente, y ved si se ha hecho cosa semejante a esta. ¿Acaso alguna nación ha cambiado sus dioses, aunque ellos no son dioses? Sin embargo, mi pueblo ha trocado su gloria por lo que no aprovecha” (Jeremías 2:9-11). Así también al comienzo de Jeremías 3, vemos terribles imágenes que ponen en evidencia la conducta vil de “la rebelde Israel” y “la desleal Judá” (v. 11). Prestemos atención al encendido lenguaje de Jeremías 4: “Tu camino y tus obras te hicieron esto; esta es tu maldad, por lo cual amargura penetrará hasta tu corazón. ¡Mis entrañas, mis entrañas! Me duelen las fibras de mi corazón; mi corazón se agita dentro de mí; no callaré; porque sonido de trompeta has oído, oh alma mía, pregón de guerra. Quebrantamiento sobre quebrantamiento es anunciado; porque toda la tierra es destruida; de repente son destruidas mis tiendas, en un momento mis cortinas. ¿Hasta cuándo he de ver bandera, he de oír sonido de trompeta? Porque mi pueblo es necio, no me conocieron; son hijos ignorantes y no son entendidos; sabios para hacer el mal, pero hacer el bien no supieron. Miré a la tierra, y he aquí que estaba asolada y vacía; y a los cielos, y no había en ellos luz. Miré a los montes, y he aquí que temblaban, y todos los collados fueron destruidos. Miré, y no había hombre, y todas las aves del cielo se habían ido. Miré, y he aquí el campo fértil era un desierto, y todas sus ciudades eran asoladas delante de Jehová, delante del ardor de su ira” (Jeremías 4:18-26).

¡Qué lenguaje vivo! En la visión del profeta, toda la escena parece reducida al caos y la oscuridad primigenios. En síntesis, nada podría ser más sombrío que el cuadro que aquí se presenta. Deberíamos estudiar cuidadosamente estos primeros capítulos si queremos formarnos una justa apreciación de los tiempos en que vivió Josías. Evidentemente eran tiempos caracterizados por una corrupción profundamente arraigada y extendida, de todo tipo. Cualquiera sea la condición: alta o baja, rico o pobre, culto o ignorante, profetas, sacerdotes y el pueblo, todo presentaba un espantoso cuadro de hipocresía, engaño y despiadada maldad que solo una pluma inspirada puede retratar fielmente.

Pero ¿por qué detenernos en esto? ¿Por qué multiplicar citas para corroborar la baja condición moral de Israel y de Judá en los días del rey Josías? Principalmente para mostrar que, independientemente de cuáles sean las circunstancias que nos rodean, podemos servir al Señor individualmente, si solo nos proponemos de corazón hacerlo. En los tiempos más oscuros es cuando más intensamente resplandece la luz de la verdadera devoción, debido a la oscuridad que la rodea. Las circunstancias mismas que la insensibilidad e infidelidad usarían como pretexto para ceder a la corriente, son solo una oportunidad para que aquel que es fiel vaya contra ella. Si Josías hubiera mirado alrededor de él, ¿qué habría visto?: traición, engaño, corrupción y violencia. Tal era el estado moral del pueblo. Y en materia religiosa vio solo errores y males de toda forma posible. Algunos visiblemente decrépitos por el paso de los años. Habían sido instituidos por Salomón, y Ezequías los dejó intactos. Sus cimientos habían sido puestos durante el más espléndido gobierno de Israel, por el rey más sabio y rico; y el más piadoso y devoto predecesor de Josías los dejó tal como los encontró.

¿Quién, pues, era Josías para pretender derribar tan venerables instituciones? ¿Qué derecho tenía él –un simple joven, novato e inexperto–, a oponerse a hombres que en sabiduría, conocimiento y experiencia de vida estaban muy por encima de él? ¿Por qué mejor no dejar las cosas como las encontró? ¿Por qué no dejar que la corriente siga fluyendo sin problemas a través de los canales por donde se había conducido desde hacía siglos y generaciones? Romper lo establecido es peligroso. Derribar viejos prejuicios implica siempre un gran riesgo.

Estas y mil preguntas del mismo tipo indudablemente pueden haber ejercitado el corazón de Josías; pero la respuesta era simple, directa, clara y concluyente. No era el juicio de Josías contra el juicio de sus predecesores, sino el juicio de Dios contra todos. Este es un principio importante para todos los hijos de Dios y siervos de Cristo. Sin este principio, nunca podremos ir contra la corriente del mal que fluye alrededor de nosotros. Este principio fue el que sostuvo a Lutero en el terrible conflicto que tuvo que emprender contra toda la cristiandad. Como Josías, él también tuvo que poner el hacha a la raíz de los viejos prejuicios, y sacudir la base misma de las opiniones y doctrinas que habían dominado la Iglesia por más de mil años. ¿Cómo había de hacer esto? ¿Estableciendo el juicio de Martín Lutero contra el de papas y cardenales, concilios y colegios, obispos y doctores? Sin duda que no. Esto nunca habría dado origen a la Reforma. No fue Lutero contra la cristiandad, sino la Escritura contra el error.

Considere bien esto, querido lector. Sentimos que es una gran lección, sumamente importante para este momento, como seguramente lo fue para los días de Lutero y para los días de Josías. Anhelamos ver la supremacía de la santa Escritura –la autoridad suprema de la Palabra de Dios–, la absoluta soberanía de la revelación divina reverentemente reconocida a lo largo y ancho de la Iglesia de Dios. Estamos convencidos de que, en todas partes y por todos los medios, el enemigo trata diligentemente de socavar la autoridad de la Palabra y de debilitar su influencia sobre la conciencia. Y porque sentimos esto, queremos hacer, una y otra vez, una solemne llamada de advertencia, como también recalcar, según nuestra capacidad, la vital importancia de someterse, en todas las cosas, al testimonio inspirado –a la voz de Dios– en la Escritura. No es suficiente dar un asentimiento simplemente formal a la popular declaración: «La Biblia, y solo la Biblia, es la religión de los Protestantes». Necesitamos más que esto. Debemos ser en todas las cosas absolutamente gobernadas por la autoridad de la Escritura; no por la interpretación de un mortal semejante a nosotros, sino por la Escritura misma. También debemos tener una conciencia en condiciones de dar, en todo momento, una verdadera respuesta a las enseñanzas de la Palabra divina.

Descubrimiento del libro de la ley

Esto es lo que vemos tan vívidamente ilustrado en la vida y los tiempos de Josías, y particularmente en el decimoctavo año de su reinado, al cual ahora llamaremos la atención del lector. Este año fue uno de los más memorables, no solo en la historia de Josías, sino en los anales de Israel. Estuvo caracterizado por dos grandes hechos: el descubrimiento del libro de la ley y la celebración de la fiesta de la pascua de los judíos. ¡Maravillosos hechos!, hechos que dejaron su impronta sobre este importante período, haciéndolo especialmente rico en instrucción para el pueblo de Dios en todas las épocas.

Es de resaltar que el descubrimiento del libro de la ley tuvo lugar durante el progreso de las medidas de reforma de Josías. Ello es una de las tantas pruebas que ilustran el gran principio práctico de que “al que tiene, le será dado, y tendrá más” (Mateo 25:29); y también:

El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios
(Juan 7:17).

“A los dieciocho años de su reinado, después de haber limpiado la tierra y la casa, envió a Safán hijo de Azalía, a Maasías gobernador de la ciudad, y a Joa hijo de Joacaz, canciller, para que reparasen la casa de Jehová su Dios. Vinieron estos al sumo sacerdote Hilcías, y dieron el dinero que había sido traído a la casa de Jehová… Y al sacar el dinero que había sido traído a la casa de Jehová, el sacerdote Hilcías halló el libro de la ley de Jehová dada por medio de Moisés. Y dando cuenta Hilcías, dijo al escriba Safán: Yo he hallado el libro de la ley en la casa de Jehová. Y dio Hilcías el libro a Safán. Y Safán lo llevó al rey… Y leyó Safán en él delante del rey. Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos” (2 Crónicas 34:8-19).

Humillación de Josías

Aquí tenemos una conciencia sensible que se inclina ante la Palabra de Dios. Una belleza especial en el carácter de Josías. En verdad era un hombre de espíritu humilde y contrito, que temblaba ante la Palabra de Dios (Isaías 66:2). ¡Todos deberíamos serlo! Es un valioso rasgo del carácter cristiano. Es ciertamente necesario que sintamos mucho más profundamente el peso, la autoridad y la seriedad de la Escritura. Josías no tenía absolutamente ninguna duda en cuanto a la autenticidad y autoridad de las palabras que Safán le había leído. No lo vemos preguntando: «¿Cómo sé si esta es la Palabra de Dios?». No; tiembla a Su palabra, se inclina ante ella y rasga sus vestiduras. No pretendió juzgar la Palabra de Dios, sino que dejó que la Palabra lo juzgue a él.

Así debería ser siempre. Si el hombre debe juzgar la Escritura, entonces la Escritura no es la Palabra de Dios en absoluto; pero si la Escritura es en verdad la Palabra de Dios, entonces ella debe juzgar al hombre. Y así lo es y así lo hace. La Escritura es la Palabra de Dios, y ella juzga al hombre a fondo. Pone al desnudo las profundas raíces de su naturaleza, descubre los mismos cimientos de su ser moral. Es el único espejo fiel en el cual puede verse perfectamente reflejado. Esta es la razón por la cual al hombre no le gusta la Escritura; no puede soportar la Palabra; intenta ponerla a un lado; le encanta buscar defectos en ella; se atreve a juzgarla. No sucede lo mismo con otros libros. Los hombres no se preocupan tanto por descubrir y señalar errores y contradicciones en Homero, Herodoto, Aristóteles o Shakespeare. Pero la Escritura los juzga: juzga sus caminos, sus malos deseos. De ahí la enemistad de la mente natural contra ese precioso y maravilloso Libro que, como ya lo señalamos, lleva consigo sus propias credenciales para todo corazón divinamente preparado. Hay un poder en la Escritura que derriba todo lo que tiene ante ella. Todos, tarde o temprano, deberán inclinarse ante ella.

Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta
(Hebreos 4:12-13).

Josías también experimentó eso. La Palabra de Dios lo traspasó hasta el fondo. “Luego que el rey oyó las palabras de la ley, rasgó sus vestidos; y mandó a Hilcías y a Ahicam hijo de Safán, y a Abdón hijo de Micaía, y a Safán escriba, y a Asaías siervo del rey, diciendo: Andad, consultad a Jehová por mí, y por el remanente de Israel y de Judá, acerca de las palabras del libro que se ha hallado; porque grande es la ira de Jehová que ha caído sobre nosotros, por cuanto nuestros padres no guardaron la palabra de Jehová, para hacer conforme a todo lo que está escrito en este libro” (v. 19-21). ¡Qué asombroso contraste entre Josías, con un corazón contrito, una conciencia ejercitada y las vestiduras rasgadas, que se inclina bajo la poderosa acción de la Palabra de Dios, y los modernos escépticos e infieles, quienes, con espantosa audacia, osan juzgar esta misma Palabra! ¡Oh, si esos hombres fuesen realmente sabios e inclinaran sus corazones y conciencias en reverente sumisión a la Palabra del Dios vivo antes de que venga “el día grande y espantoso de Jehová” (Joel 2:31), en el que se verán obligados a inclinarse en medio del “lloro y el crujir de dientes” (Mateo 8:12; 13:42)!

La Palabra de Dios permanece para siempre (Isaías 40:8). Es inútil que el hombre se oponga a ella o intente buscar errores y contradicciones en ella por medio de razonamientos y conjeturas escépticas. “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos”. “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. “La palabra del Señor permanece para siempre” (Salmo 119:89; Mateo 24:35; 1 Pedro 1:25). ¿De qué, pues, servirá al hombre resistir a la Palabra de Dios? No ganará nada; pero ¿qué puede perder? Si el hombre pudiera demostrar que la Biblia es falsa, ¿qué ganaría? Pero si después de todo es verdadera, ¿qué pierde? ¡Solemne pregunta! ¡Ojalá que esto cale hondo en el lector que pueda estar bajo la influencia de nociones racionalistas o infieles!

Ahora seguiremos con nuestra historia.

“Entonces Hilcías y los del rey fueron a Hulda profetisa, mujer de Salum hijo de Ticva, hijo de Harhas, guarda de las vestiduras, la cual moraba en Jerusalén en el segundo barrio, y le dijeron las palabras antes dichas” (v. 22). Al comienzo de este escrito dijimos que el hecho de que un niño de ocho años ascendiera al trono de David ponía de manifiesto el estado en que se encontraba el pueblo de Dios. Aquí sorprende el hecho de que el oficio profético lo desempeñaba una mujer. Esto seguramente nos dice algo. El estado de cosas no era bueno; pero la gracia de Dios era inagotable y abundante, y Josías tenía el corazón tan quebrantado que estaba preparado para recibir la comunicación del pensamiento de Dios por medio de cualquier canal. Esto era moralmente bello. A los ojos de los hombres podía parecer muy humillante que un rey de Judá tuviese que recurrir a una mujer en busca de consejo; pero entonces esa mujer era la depositaria del pensamiento de Dios, y esto bastaba para un espíritu contrito y humillado como el de Josías. Hasta ahora había dado muestras de que su único gran deseo era conocer y hacer la voluntad de Dios, y por eso no le importaba el instrumento que Dios utilizaba para hacerle llegar Su voz. Estaba dispuesto a escuchar y obedecer.

Lector cristiano, consideremos esto. Podemos estar seguros de que aquí está el verdadero secreto de la guía divina. “Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera” (Salmo 25:9). Si tuviésemos más de este bendito espíritu de mansedumbre entre nosotros, habría menos confusión, menos controversias, menos contiendas sobre palabras, que para nada aprovecha. Si todos fuésemos mansos, seríamos divinamente guiados y enseñados, y entonces no habría ningún tipo de discordia entre nosotros, sentiríamos todos una misma cosa y hablaríamos una misma cosa, y evitaríamos muchas tristes y humillantes divisiones y rencillas.

Veamos qué respuesta completa el manso y contrito Josías recibió de Hulda la profetisa, tanto en cuanto a su pueblo como en cuanto a él: “Y ella respondió: Jehová Dios de Israel ha dicho así: Decid al varón que os ha enviado a mí, que así ha dicho Jehová: He aquí yo traigo mal sobre este lugar, y sobre los moradores de él, todas las maldiciones que están escritas en el libro que leyeron delante del rey de Judá: Por cuanto me han dejado, y han ofrecido sacrificios a dioses ajenos, provocándome a ira con todas las obras de sus manos; por tanto se derramará mi ira sobre este lugar, y no se apagará” (v. 23-25).

Todo esto no era sino la solemne reiteración y confirmación de lo que el rey de Judá ya había oído atentamente; pero venía ahora con renovada fuerza, énfasis e interés, como una comunicación personal para él, que comenzaba con esta frase: “Decid al varón que os ha enviado a mí” (v. 23).

Luego viene el mensaje de gracia que concierne directamente al mismo Josías: “Mas al rey de Judá, que os ha enviado a consultar a Jehová, así le diréis: Jehová el Dios de Israel ha dicho así: Por cuanto oíste las palabras del libro, y tu corazón se conmovió, y te humillaste delante de Dios al oír sus palabras sobre este lugar y sobre sus moradores, y te humillaste delante de mí, y rasgaste tus vestidos, y lloraste en mi presencia, yo también te he oído, dice Jehová. He aquí que yo te recogeré con tus padres, y serás recogido en tu sepulcro en paz, y tus ojos no verán todo el mal que yo traigo sobre este lugar y sobre los moradores de él. Y ellos refirieron al rey la respuesta” (2 Crónicas 34:26-28)

Todo esto está lleno de instrucción y aliento para nosotros en estos tiempos malos y oscuros. Nos enseña el inmenso valor que tienen para Dios los profundos ejercicios personales del alma y un corazón contrito. Josías podía haber considerado que todo estaba perdido, que nada podía impedir que la poderosa marea de la ira y el juicio inunde la ciudad de Jerusalén y la tierra de Israel; que cualquier acción de su parte sería completamente inútil; que el designio divino estaba resuelto, el decreto en marcha, y que, en pocas palabras, solo debía cruzarse de brazos y dejar que las cosas sigan su curso. Pero Josías no razonó así. Él se inclinó ante el testimonio divino. Se humilló, rasgó sus vestidos y lloró. Dios tomó cuenta de esto. Sus lágrimas de arrepentimiento eran preciosas para Jehová, y aunque el terrible juicio debía seguir su curso, este arrepentido rey escapó de él. Y no solamente escapó él, sino que tuvo el honor de ser el instrumento en las manos de Jehová para que escapen otros también. No se entregó a la influencia de un pernicioso fatalismo, sino que, con un espíritu quebrantado y un corazón ferviente, se entregó en las manos de Dios, confesando sus pecados y los pecados de su pueblo. Y una vez seguro de su liberación personal, comenzó a buscar la liberación de sus hermanos también. Esta es una bella lección moral para el corazón. ¡Ojalá que la aprendamos bien!

Josías conduce a otros a arrepentirse y humillarse

Es muy interesante e instructivo observar la manera en que actúa Josías cuando su corazón y su conciencia fueron sometidos a la poderosa influencia de la Palabra de Dios. No solo se inclinó él ante el poder de esa Palabra, sino que procuró llevar a otros a hacer lo mismo. Así ocurre siempre cuando hay un verdadero trabajo en el corazón. Es imposible que un hombre sienta el peso y la solemnidad de la verdad y que no procure comunicarla a otros. Se pueden sostener un sinnúmero de verdades intelectualmente, de manera superficial, teórica o simplemente especulativa; pero esto no tendrá ningún efecto práctico; no hablará al corazón y a la conciencia a la manera de Dios ni de un modo vivo; no se verá ninguna consecuencia en la vida y el carácter. Y al no afectar nuestras propias almas, lo más probable es que tampoco nuestro modo de presentarlas actúe con mucho poder sobre los demás. Es cierto que Dios es soberano, y que puede usar su Palabra incluso en boca de uno que nunca ha sentido realmente su influencia; pero hablamos ahora de lo que esperaríamos naturalmente; y podemos estar seguros de que la mejor manera de lograr que la verdad impacte profundamente en otros, es sintiendo profundamente su poder en nosotros.

Consideremos, por ejemplo, la gloriosa verdad de la segunda venida del Señor. Cuando alguien presenta esta verdad, ¿cuál será la forma más eficaz de que su mensaje cale hondo en sus oyentes? Sin duda haciendo él mismo realidad esta verdad en su vida. Si el corazón estuviese bajo el poder de esta solemne palabra: “El Señor está cerca”; si se viera puesta en práctica frente al mundo y sus atractivos –tanto por el creyente individual como por el conjunto de la Iglesia–, entonces seguramente moverá el corazón de los oyentes. Es fácil ver cuando un hombre siente lo que dice. Puede haber una exposición muy clara e inteligente de la doctrina de la segunda venida y de todas las verdades relacionadas con ella; pero si es fría y sin corazón, no producirá ningún efecto en los oídos de los oyentes. Para hablar a los corazones sobre cualquier tema, el corazón del que habla debe sentirlo. ¿Qué es lo que daba tanto poder y eficacia a los discursos de George Whitefield? No la profundidad ni la serie de verdades contenidas en ellos –como es obvio a todo lector inteligente–, sino el hecho de que él sentía lo que decía. Whitefield lloraba sobre la gente, y no es sorprendente que la gente llorara con su mensaje. Solo un corazón muy endurecido puede permanecer impasible ante alguien que derrama lágrimas por la salvación de su alma.

No se nos malinterprete. Nada en el modo que habla un predicador puede por sí solo convertir un alma. Las lágrimas no pueden dar vida, el fervor no puede regenerar. “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová” (Zacarías 4:6). Solo por la poderosa acción de la Palabra y el Espíritu de Dios puede un alma nacer de nuevo (véase Juan 3:5). Todo esto lo creemos plenamente y lo tenemos siempre presente. Pero también creemos que Dios bendice una predicación ferviente y que las almas sean conmovidas por ella. Nuestra predicación es demasiado mecánica; se limita a repetir la rutina. Se nota cuando estamos simplemente «obrando por pura fórmula». Necesitamos más fervor, sentimientos más profundos, mayor intensidad, más poder para llorar sobre las almas de los hombres, un más influyente y permanente sentido del terrible destino de los pecadores no arrepentidos, del valor de un alma inmortal y de la solemne realidad de la eternidad. Se cuenta que un obispo una vez le preguntó al famoso dramaturgo David Garrick cómo hacía para obtener resultados más eficaces mediante su ficción que los que él obtenía mediante la predicación de la verdad. La respuesta del actor está colmada de fuerza: «Mi señor» –respondió– «la razón es obvia: Yo hablo de ficción como si fuera verdad, mientras que usted habla la verdad como si fuera ficción».

Lamentablemente, es de temer que muchos de nosotros hablamos la verdad de la misma manera, y de ahí los pobres resultados. Estamos convencidos de que una predicación ferviente y fiel es una de las necesidades especiales de nuestro tiempo. Gracias a Dios, hay unos pocos por aquí y por allá, que parecen sentir cómo deben hacerlo; que hablan ante su audiencia como canales de comunicación entre Dios y sus semejantes; hombres realmente empeñados en su trabajo, y no solamente en la predicación y la enseñanza, sino en la salvación y bendición de las almas. La principal tarea del evangelista es llevar las almas a Cristo; la del maestro y el pastor es mantenerlas unidas. Es verdad, una verdad sumamente bendita, que Dios es glorificado y Jesucristo engrandecido por la exposición de la verdad, “ora que oigan, ora que dejen de oír” (Ezequiel 2:7, V. M.); pero ¿acaso este hecho impide en alguna medida que tengamos un ardiente deseo por obtener resultados concretos en cuanto a las almas? No lo creemos. El predicador debe buscar resultados, y no debe estar satisfecho sin ellos, así como un agricultor no sigue sembrando año tras año sin obtener una cosecha. Hay predicadores cuyo único fin es predicar, y que luego se contentan con el texto: “Somos grato olor de Cristo” (2 Corintios 2:15). Es un grave error, un fatal engaño. Lo que necesitamos es vivir en la presencia de Dios y esperar en él para ver los resultados de nuestro trabajo; librar intensas batallas en oración por las almas; volcar todas nuestras energías en la obra; predicar como si todo dependiera de nosotros, aunque sabemos perfectamente que no podemos hacer absolutamente nada, y que nuestras palabras serán como “la niebla de la mañana” si no son hincadas “como clavo en un lugar seguro” por el gran Maestro de las asambleas. Estamos convencidos de que, en el orden divino, un trabajador activo debe tener el fruto de su labor; y que conforme a su fe, así será. Puede haber excepciones, pero, en general, podemos estar seguros de que un fiel predicador, tarde o temprano, cosechará los frutos.

Estos pensamientos nos vinieron a la mente cuando consideramos la interesante escena de la vida de Josías al final de 2 Crónicas 34. Nos será de provecho detenernos en ella. Josías era un hombre serio que sentía el poder de la verdad en su propia alma, y que no podía estar satisfecho hasta no reunir al pueblo alrededor de él, a fin de que la luz que había brillado sobre él pudiera brillar también sobre ellos. No podía descansar en el hecho de que había de “ser recogido en su sepulcro en paz”, de que sus ojos no verían el mal que vendría sobre Jerusalén, de que escaparía de la terrible marea del juicio que estaba por arrasar la tierra (véase 2 Crónicas 34:28). No, él pensó en los demás; sintió compasión por la gente que lo rodeaba. Y como su propio rescate se basó en su sincero arrepentimiento y humillación bajo la poderosa mano de Dios y se vinculó con ello, buscó pues, por la acción de esa Palabra que había obrado tan poderosamente en su propio corazón, conducir a otros a arrepentirse y humillarse de igual manera.

“Entonces el rey envió y reunió todos los ancianos de Judá y de Jerusalén. Y subió el rey a la casa de Jehová, y con él todos los varones de Judá, y los moradores de Jerusalén, y los sacerdotes, los levitas y todo el pueblo desde el mayor hasta el más pequeño; y leyó a oídos de ellos todas las palabras del libro del pacto que había sido hallado en la casa de Jehová. Y estando el rey en pie en su sitio, hizo delante de Jehová pacto de caminar en pos de Jehová y de guardar sus mandamientos, sus testimonios y sus estatutos, con todo su corazón y con toda su alma, poniendo por obra las palabras del pacto que estaban escritas en aquel libro. E hizo que se obligaran a ello todos los que estaban en Jerusalén y en Benjamín; y los moradores de Jerusalén hicieron conforme al pacto de Dios, del Dios de sus padres. Y quitó Josías todas las abominaciones de toda la tierra de los hijos de Israel, e hizo que todos los que se hallaron en Israel sirviesen a Jehová su Dios. No se apartaron de en pos de Jehová el Dios de sus padres, todo el tiempo que él vivió” (2 Crónicas 34:29-33).

Con toda nuestra luz, conocimiento y privilegios cristianos, hay en todo esto una exquisita lección moral que podemos aprender. Lo primero que nos sorprende es el hecho de que Josías sintió su responsabilidad para con aquellos que lo rodeaban. No puso su luz debajo de un almud, sino que dejó que alumbrara para beneficio y bendición de los demás. Esto es aún más asombroso si consideramos que la gran verdad práctica de la unidad de todos los creyentes en un cuerpo era algo desconocido para Josías, algo que aún Dios no había revelado. La doctrina contenida en estas breves palabras: “un cuerpo, y un Espíritu” (Efesios 4:4) fue dada a conocer mucho tiempo después de la época de Josías, cuando Cristo resucitado, la Cabeza de la Iglesia, se sentó a la diestra de la Majestad en los cielos.

La Palabra de Dios permanece inalterable a pesar de la ruina

Pero aunque esta verdad era algo que estaba “escondido desde los siglos en Dios” (Efesios 3:9), sin embargo existía la unidad de la nación de Israel. Aunque no existía la unidad de un cuerpo, sí había una unidad nacional. Esta unidad fue siempre reconocida por los fieles, a pesar de las condiciones externas del pueblo. Los doce panes de la proposición que estaban sobre la mesa en el santuario, eran el tipo divino de la perfecta unidad, e incluso de la perfecta distinción, de las doce tribus. El lector puede ver esto en Levítico 24. Es sumamente interesante, y debería ser considerado por todo estudiante de la Escritura y por todo aquel que ama los caminos de Dios. Durante las oscuras y silenciosas horas de la noche, las siete lámparas del candelero de oro alumbraban los doce panes puestos en dos hileras por la mano del sumo sacerdote según el mandamiento de Dios sobre la mesa limpia. ¡Significativa figura!

En esta gran verdad se apoyó Elías cuando construyó un altar en el monte Carmelo con

Doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre (1 Reyes 18:31).

Esta misma verdad tuvo en cuenta Ezequías cuando mandó “hacer el holocausto y la expiación… por todo Israel” (2 Crónicas 29:24). Y también Pablo se refirió a ella en su día cuando en presencia del rey Agripa habló de “nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche” (Hechos 26:7).

Ahora bien, si alguien le hubiera preguntado a uno de esos hombres de fe «¿Dónde están las doce tribus?» ¿Habría sido capaz de dar una respuesta? ¿Habría podido identificarlas? Sin duda que sí; pero no con la vista; no a los ojos del hombre, pues la nación estaba dividida, su unidad había desaparecido. En los días de Elías y Ezequías había diez tribus por un lado, y dos por el otro; y en los días de Pablo las diez tribus estaban dispersas. En la tierra de Palestina solo había un remanente de las dos tribus bajo el dominio de la cuarta bestia de Daniel. ¿Y entonces? ¿Acaso la condición externa de Israel invalidó la verdad de Dios? ¡Lejos esté de nosotros ese pensamiento! “Nuestras doce tribus” es algo que nunca se ha de perder de vista. La unidad de la nación es una gran realidad para la fe. Es tan cierta hoy como cuando “Josué erigió en Gilgal las doce piedras” (Josué 4:20). “La Palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Isaías 40:8, V. M.). Ni una jota ni una tilde de lo que él ha hablado pasará jamás.

El cambio y la decadencia pueden dejar su huella en la historia de la humanidad; la muerte y la desolación pueden arrasar como un huracán las más bellas escenas de la tierra, pero Jehová hará que cada una de sus palabras se cumplan, y las doce tribus de Israel podrán disfrutar de la tierra prometida, en toda su longitud, anchura y plenitud. Ningún poder de la tierra ni del infierno podrá impedir que se llegue a esta feliz consumación. Y ¿por qué? ¿Qué nos hace estar tan seguros de lo que decimos? ¿Cómo podemos hablar con tan absoluta certeza? Simplemente “porque la boca de Jehová lo ha dicho” (Isaías 40:5, V. M.). Podemos estar más seguros de que las tribus de Israel gozarán de su justa heredad en Palestina que la casa de Tudor haya dominado una vez en Inglaterra. Lo primero lo creemos sobre la base del testimonio de “Dios, que no miente” (Tito 1:2); lo segundo, sobre la base del testimonio del hombre falible.

Es sumamente importante que tengamos claro este asunto, no solo por su relación particular con Israel y la tierra de Canaán, sino también porque afecta la integridad de la Escritura en su conjunto. Hay un modo impreciso de usar las Escrituras que es deshonroso para Dios y perjudicial para nosotros. Pasajes que se refieren específicamente a Jerusalén e Israel son erróneamente aplicados a la proclamación del Evangelio y la extensión de la Iglesia cristiana. Esto, a lo menos, es tomarse una libertad irresponsable en cuanto a la revelación divina. Nuestro Dios puede decir exactamente a qué se refiere cuando habla; él claramente expresa lo que quiere expresar; por eso, cuando habla de Israel y Jerusalén, no se refiere a la Iglesia; y cuando habla de la Iglesia, no se refiere a Israel ni a Jerusalén.

Los expositores y estudiantes de la Biblia deberían considerar esto. Que nadie vaya a suponer que se trata simplemente de una cuestión de interpretación profética. Es mucho más que esto. Se trata de la integridad, valor y poder de la Palabra de Dios. Si nos permitimos ser imprecisos y descuidados con cierto tipo de pasajes, probablemente seremos imprecisos y descuidados con otros, y entonces nuestro sentido del peso y la autoridad de toda la Escritura se verá tristemente debilitado.

Pero volvamos a Josías, y veamos cómo, según su medida, reconoció el gran principio sobre el cual hemos estado meditando. No fue una excepción a la regla general que rige para todos los reyes piadosos de Judá, a saber: el respeto que tenían por la unidad de la nación de Israel, y el hecho de que nunca limitaron sus pensamientos, simpatías y acciones a un círculo más estrecho que no incluyese a “nuestras doce tribus”. Los doce panes sobre la mesa limpia siempre estaban ante los ojos de Dios como así también ante los ojos de la fe. No se trataba de mera especulación, de un dogma estéril ni de letra muerta. No; en todos los casos fue una gran verdad práctica e influyente. “Y quitó Josías todas las abominaciones de todas las tierras de los hijos de Israel” (2 Crónicas 34:33). Actuó en plena armonía con su piadoso predecesor, Ezequías, quien mandó “que el holocausto y la ofrenda por el pecado habían de ser para todo Israel” (2 Crónicas 29:24, V. M.).

Las apariencias externas no impiden que la verdad de la unidad pueda ponerse en práctica

Y ahora, querido lector cristiano, veamos la aplicación de todo esto para nuestro tiempo. ¿Cree de todo corazón, conforme a la autoridad divina, en la doctrina de la unidad del cuerpo de Cristo? ¿Cree que existe ese cuerpo hoy día sobre la tierra, unido a su Cabeza divina y viva en el cielo por el Espíritu Santo? ¿Sostiene esta gran verdad como algo que procede directamente de Dios mismo, sobre la autoridad de la santa Escritura? En una palabra, ¿sostiene como una verdad cardinal y fundamental del Nuevo Testamento la unidad indisoluble de la Iglesia de Dios? No se de vuelta y diga: «¿Dónde se puede ver eso?». Esta es la pregunta que siempre formula la incredulidad, cuando fija sus ojos en las innumerables denominaciones y partidos de la cristiandad. Pero la fe responde con los ojos puestos en esa frase imperecedera: Hay “un cuerpo y un Espíritu” (Efesios 4:4; compárese 1 Corintios 12:20). Nótese que esto es algo que existe ahora, no que existió en cierta época ni que habrá otra vez “un cuerpo”. Tampoco se dice que tal cuerpo existe en el cielo; sino que hay “un cuerpo y un Espíritu” ahora en esta tierra (léase Efesios 4:4 en la Versión Moderna). ¿Puede esta verdad ser alterada por la condición de ruina que prevalece en la Iglesia profesante? ¿Ha dejado la Palabra de Dios de ser veraz porque el hombre ha dejado de ser fiel? ¿Se atreverá alguno a decir que la unidad del cuerpo era solo una verdad para los tiempos apostólicos, y que no tiene ninguna aplicación para el tiempo actual, porque ya no es más visible?

Querido lector, no permita que su corazón abrigue sentimientos tan infieles como estos, los que, de hecho, son el fruto de la incredulidad en la Palabra de Dios. Sin duda, las apariencias niegan esta verdad; pero la fe jamás se apoyó en las apariencias. ¿Acaso Elías se basó en las apariencias cuando erigió su altar de doce piedras, según el número de las tribus de los hijos de Jacob? ¿Acaso el rey Ezequías se basó en las apariencias cuando ordenó que el holocausto y la ofrenda por el pecado habían de ser para todo Israel? ¿Se dejó guiar Josías por las apariencias cuando llevó a cabo sus reformas en “todas las tierras que pertenecían a los hijos de Israel”? Seguramente que no. Todos ellos actuaron sobre la base de la fiel Palabra del Dios de Israel. Esa Palabra era siempre veraz, ya sea que las tribus de Israel estuviesen dispersas o unidas. Si la verdad de Dios pudiese verse afectada por las apariencias externas, o por las acciones de los hombres, ¿dónde estaríamos entonces? ¿O qué habríamos de creer? El hecho es que si nos dejamos arrastrar por las apariencias externas, entonces no queda ninguna verdad, en todo el ámbito de las Escrituras, en la cual podamos depositar nuestra confianza.

Querido lector, el único fundamento sobre el cual podemos creer algo lo constituye esa divina frase: “Escrito está”. ¿La admite usted? ¿Se inclina ante ella con toda su alma? ¿La considera un principio de vital importancia? Creemos que, como cristiano, realmente la sostiene, la admite y la cree con profunda reverencia. Pues bien, escrito está: Hay “un cuerpo y un Espíritu”. (Efesios 4:4). Y esto está tan claramente revelado en la Escritura como el pasaje que dice que somos “justificados por la fe” (Gálatas 2:15, Romanos 5:1), o como cualquier otra verdad. ¿Acaso las apariencias externas afectan la doctrina fundamental de la justificación por la fe? ¿Pondremos en tela de juicio esta preciosa verdad porque se ve tan poco su poder purificador en la vida de los creyentes? ¿Quién podría admitir un principio tan fatal como este? Si se admitiera, todos los fundamentos de nuestra fe se destruirían. Lo creemos, no porque se vea en el mundo, sino porque está escrito en la Palabra. Claro que debería manifestarse ante el mundo, y es nuestra culpa y vergüenza que ello no ocurra. Más adelante nos referiremos a esto con más detenimiento; pero debemos insistir en el hecho de que el fundamento de nuestra fe es la revelación divina; y cuando esto se comprende bien y se lo admite plenamente, se aplica tanto a la doctrina de la unidad del cuerpo como a la de la justificación por la fe.

La verdad de la unidad del cuerpo de Cristo

Creemos que es sumamente importante insistir en este principio: que solo podemos creer una doctrina sobre la base de que está revelada en la Palabra de Dios. De esta forma creemos todas las grandes verdades del cristianismo. Todo lo que conocemos y creemos en el orden espiritual, celestial o divino es porque está revelado en la Palabra de Dios. ¿Cómo sé que soy un pecador? Porque la Biblia dice “todos pecaron” (Romanos 3:23). Sin duda siento que soy un pecador; pero no creo porque siento, sino que siento porque creo, y creo porque Dios ha hablado. La fe descansa sobre la revelación divina, no sobre sentimientos o razonamientos humanos. “Escrito está” es suficiente para la fe. No puede estar satisfecha con nada menos, y no necesita nada más. Dios habla, la fe cree. Ella cree simplemente porque Dios habla. No juzga la Palabra de Dios por las apariencias externas, sino que juzga estas últimas por la Palabra de Dios.

Lo mismo sucede con respecto a todas las verdades cardinales del cristianismo, como la Trinidad, la deidad de nuestro Señor Jesucristo, su expiación, su sacerdocio, su advenimiento, la doctrina del pecado original, de la justificación por la fe, del juicio venidero, del castigo eterno. Creemos en estas grandes y solemnes verdades, no sobre la base de los sentimientos, de la razón o de las apariencias externas, sino simplemente sobre la base de la revelación divina.

Por eso, si nos preguntan: ¿Sobre qué base creemos en la doctrina de la unidad del cuerpo?, contestamos: Sobre la misma base que creemos en la doctrina de la Trinidad, la deidad de Cristo y la expiación. Lo creemos porque está revelado en diversos lugares del Nuevo Testamento. Por ejemplo, en 1 Corintios 12 leemos: “Porque así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. Y luego: “Dios ordenó el cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, para que no haya desavenencia en el cuerpo… Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular” (v. 12-13, 24, 27).

Aquí se sienta claramente la verdad de la unidad perfecta e indisoluble de la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, precisamente sobre la misma autoridad que cualquier otra verdad comúnmente recibida entre nosotros; de modo que el fundamento es el mismo tanto para cuestionar la deidad de Cristo como la unidad del cuerpo. Uno es tan cierto como el otro; y ambos son divinamente revelados. Creemos que Jesucristo “es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos”, porque la Escritura lo dice (Romanos 9:5); creemos que hay un solo cuerpo porque la Escritura lo dice. No discutimos sobre una de las verdades, sino que la creemos y la reverenciamos; tampoco debemos discutir sobre la otra, sino creerla y reverenciarla. Hay “un cuerpo y un Espíritu” (Efesios 4:4).

Somos llamados a andar conforme a la verdad de la unidad del cuerpo

Ahora bien, debemos tener en cuenta que esta verdad de la unidad del cuerpo no es una mera abstracción –una especulación estéril–, un dogma muerto. Es una verdad práctica, formativa, influyente, a la luz de la cual somos llamados a andar y a juzgar todo alrededor de nosotros, como también juzgarnos a nosotros mismos. Así ocurrió con los fieles de Israel en la antigüedad. La unidad de la nación era una realidad para ellos, y no una mera teoría que se puede aceptar o rechazar según el gusto o la conveniencia de cada uno. Era una gran verdad formativa y poderosa. La nación era una en los pensamientos de Dios; y cuando no era visible, los fieles solo tenían que tomar el lugar del juicio propio, con espíritu quebrantado y con corazones contritos. Miremos los ejemplos de Ezequías, Josías, Daniel, Nehemías y Esdras. Estos hombres fieles nunca abandonaron la verdad de la unidad de Israel porque Israel haya fallado en mantenerla. Ellos no midieron la verdad de Dios según las acciones de los hombres, sino que juzgaron las acciones de los hombres –así como las de ellos mismos– según la verdad de Dios. Este era el único curso correcto de acción. Si la unidad visible de Israel se echó a perder por el pecado y la insensatez del hombre, los miembros sinceros de la congregación reconocieron el pecado y lloraron, lo confesaron como propio y buscaron a Dios. Y esto no fue todo. Sintieron su responsabilidad de actuar conforme a la verdad de Dios cualesquiera que fuesen las circunstancias externas.

Este, repetimos, era el significado del altar de doce piedras que erigió Elías ante los ochocientos falsos profetas de Jezabel, y a pesar de la división de la nación a los ojos de los hombres (1 Reyes 18). También era el significado de las cartas que Ezequías envió a todo Israel “para que viniesen a Jerusalén a la casa de Jehová para celebrar la pascua a Jehová Dios de Israel” (2 Crónicas 30:1). Nada puede ser más conmovedor que el espíritu y el estilo de estas cartas. “Hijos de Israel, volveos a Jehová el Dios de Abraham, de Isaac, y de Israel, y él se volverá al remanente que ha quedado de la mano de los reyes de Asiria. No seáis como vuestros padres y como vuestros hermanos, que se rebelaron contra Jehová el Dios de sus padres, y él los entregó a desolación, como vosotros veis. No endurezcáis, pues, ahora vuestra cerviz como vuestros padres; someteos a Jehová, y venid a su santuario, el cual él ha santificado para siempre; y servid a Jehová vuestro Dios, y el ardor de su ira se apartará de vosotros. Porque si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos, y volverán a esta tierra: porque Jehová vuestro Dios es clemente y misericordioso, y no apartará de vosotros su rostro, si vosotros os volviereis a él” (2 Crónicas 30:6-9).

Esto no era otra cosa que la simple fe que actúa según la gran verdad eterna e inmutable de la unidad de la nación de Israel. La nación era una en los propósitos de Dios, y Ezequías la veía desde el punto de vista divino –como la fe lo hace siempre–, y actuó en consecuencia.

Pasaron, pues, los correos de ciudad en ciudad por la tierra de Efraín y Manasés, hasta Zabulón: mas se reían y burlaban de ellos (v. 10).

Es muy triste, pero no debemos esperar otra cosa. Los actos de fe de seguro provocarán la burla y el desprecio de aquellos que no están a la altura de los pensamientos de Dios. Estos hombres de Efraín y Manasés seguramente consideraron el mensaje de Ezequías como un acto de presunción o de desmedida extravagancia. Quizás la gran verdad que actuaba con tanto poder en su alma, formando su carácter y gobernando su conducta, era, a juicio de ellos, un mito o, en el mejor de los casos, una teoría sin valor, algo del pasado, una institución de la antigüedad, que no tenía ninguna aplicación en el presente. Pero la fe no se mueve por los pensamientos de los hombres. Por eso Ezequías siguió con su trabajo y Dios lo honró y lo bendijo. Podía dejar que se rían y se burlen, mientras veía a algunos hombres de Aser, de Manasés y de Zabulón que se humillaban y venían a Jerusalén. Ezequías y todos los que se humillaron bajo la poderosa mano de Dios levantaron una rica cosecha de bendiciones, mientras que los burladores y escarnecedores quedaron sumidos en la esterilidad y muerte espiritual a causa de su incredulidad.

Notemos la fuerza de las palabras de Ezequías: “Si os volviereis a Jehová, vuestros hermanos y vuestros hijos hallarán misericordia delante de los que los tienen cautivos” (2 Crónicas 30:9). ¿No se acerca mucho esto a la preciosa verdad del Nuevo Testamento de que somos miembros los unos de los otros, y que la conducta de un miembro afecta a todos los demás? La incredulidad puede plantear la cuestión de cómo es posible que las acciones de un individuo puedan afectar a otros que se encuentran lejos; sin embargo, así fue en Israel, y así también es ahora en la Iglesia de Dios.

Repasemos el caso de Acán en Josué 7. Un hombre pecó, pero, según el relato, toda la congregación ignoró el hecho. Sin embargo, leemos que “los hijos de Israel cometieron una prevaricación en cuanto al anatema” (v. 1); y de nuevo: “Israel ha pecado” (v. 11). ¿Cómo podía ser esto? Simplemente porque la nación era una, y Dios moraba en medio de ellos. Este era el fundamento de una doble responsabilidad: una responsabilidad ante Dios, y una responsabilidad ante la asamblea entera y cada miembro en particular. Era absolutamente imposible que un miembro de la congregación se deshiciera de esta elevada y santa responsabilidad. Una persona que vivía en Dan podía preguntarse cómo su conducta podía afectar a alguien que vivía en Beerseba; tal, sin embargo, era el hecho, y el fundamento de este hecho descansaba en la eterna verdad de la unidad indisoluble de Israel y de la morada de Jehová en medio de su asamblea redimida (véase Éxodo 15:2, etc.).

No pretendemos enumerar todos los pasajes que hablan de la presencia de Dios en la congregación de Israel, de su morada en medio de ellos. Pero sí queremos señalar el importante hecho de que la lista de textos comienza con Éxodo 15. Solo cuando Israel, como pueblo redimido, estuvo del otro lado del mar Rojo –del lado de Canaán– pudo decir: “Jehová es mi fortaleza y mi cántico, ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré (o le prepararé una habitación)” (Éxodo 15:2). La redención sentó el fundamento de la morada de Dios en medio de su pueblo, y su presencia en medio de ellos aseguró su perfecta unidad. Por eso ningún miembro de la congregación podía considerarse como un individuo aislado e independiente. Cada uno debía considerarse como parte de un todo, y considerar su conducta en relación con el conjunto del que formaba parte.

Ahora bien, la razón nunca podría comprender una verdad como esta. Ella es absolutamente incomprensible para el intelecto humano más brillante. Solo la fe la puede aceptar y actuar de acuerdo con ella, y resulta de profundo interés ver que los fieles en Israel siempre la reconocieron y actuaron conforme a ella. ¿Por qué Ezequías envió cartas a “todo Israel”? ¿Por qué se expuso al escarnio y a la burla actuando de esta manera? ¿Por qué mandó que se hiciese “el holocausto y la ofrenda por el pecado” por todo Israel? (2 Crónicas 29:24). ¿Por qué llevó Josías a cabo sus reformas en “todas las tierras que pertenecían a los hijos de Israel”? (2 Crónicas 34:33, V. M.). Porque estos hombres de Dios reconocieron la verdad divina de la unidad de Israel, y no pensaron arrojar esta gran realidad por la borda por el hecho de que solo unos pocos la comprendieron o procuraron ponerla en práctica. “Este pueblo habitará solo”, y “Yo, (Jehová), habitaré en medio de los hijos de Israel” (Números 23:9; Éxodo 29:45, V. M.). Estas verdades imperecederas, brillan como las más preciosas joyas del fulgor celestial a lo largo de todas las páginas del Antiguo Testamento. Allí siempre encontramos que, cuanto más cerca uno vivía de Dios –más cerca de la viva e inagotable fuente de vida, luz y amor–; cuanto más profundamente penetraba en los pensamientos, propósitos, simpatías y consejos del Dios de Israel, más aprendía y procuraba poner en práctica la verdad que Dios había declarado respecto de su pueblo, a pesar de toda la infidelidad que este último había mostrado para con Él.

Querido lector cristiano, quisiéramos hacerle una pregunta muy simple y puntual: ¿Reconoce en la unidad de la nación judía la figura de una unidad más elevada que ahora existe en un cuerpo del cual Cristo es la Cabeza? Esperamos que sí. De todo corazón esperamos que todo su ser moral se incline, con reverente sumisión, ante la poderosa verdad de que hay “un cuerpo”. Pero bien podemos imaginar que se sienta un poco perplejo y confundido cuando mira a su alrededor, a lo largo y ancho de la Iglesia profesante, en busca de una positiva expresión de esta unidad, y encuentra a los cristianos dispersos en innumerables denominaciones y partidos; y quizás lo que más perplejo lo deje es ver a los que profesan creer y actuar según la verdad de la unidad del cuerpo divididos entre ellos y no ofreciendo otra cosa que un espectáculo de unidad y armonía. Todo esto, lo confesamos, es muy confuso para uno que lo mira simplemente desde un punto de vista humano. No nos sorprende que la gente tambalee y se vea paralizada por estas cosas. “Pero el fundamento de Dios está firme” (2 Timoteo 2:19). La verdad de Dios es totalmente indestructible; y si contemplamos con admiración a los ilustres hombres de fe de una época pasada que creyeron y confesaron la unidad de Israel cuando no había el menor rastro de aquella unidad visible a los ojos de los mortales, ¿por qué no habríamos de creer de todo corazón y dar con toda diligencia expresión práctica a la unidad más elevada del solo cuerpo de Cristo? Hay “un cuerpo y un Espíritu”. Esta es la base de la responsabilidad que tenemos unos con otros y con Dios. ¿Abandonaremos esta verdad tan importante porque los cristianos se hallan dispersos y divididos? Dios no lo quiera. Es una verdad tan real y preciosa como formativa e influyente. Tenemos la obligación de actuar conforme a la verdad de Dios, independientemente de las consecuencias y circunstancias externas. No nos corresponde decir, como afirman muchos: «Es un caso perdido: todo está hecho pedazos. Es imposible dar expresión práctica a la verdad de Dios en medio de grandes montañas de escombros y desperdicios alrededor de nosotros. La unidad del cuerpo era una cosa del pasado; puede ser una cosa del futuro, pero no puede ser una cosa del presente. Debemos abandonar la idea de unidad por ser algo utópico que no puede sostenerse ante las innumerables denominaciones y partidos de la cristiandad. Lo único que queda ahora es que cada uno busque al Señor por sí solo, y haga todo lo que pueda en su propia esfera individual y según los dictados de su propia conciencia y juicio».

Tal es, en sustancia, el pensamiento de cientos de cristianos verdaderos pertenecientes al pueblo de Dios; y así como es su pensamiento, así también es su marcha práctica. Pero debemos hablar claramente, y no dudamos en decir que estos razonamientos son una clara muestra de que no se cree en aquella gran verdad cardinal de la unidad del cuerpo; y si nos dejamos gobernar por ellos, tendríamos la misma autoridad para rechazar tanto la preciosa doctrina de la deidad de Cristo, de su perfecta humanidad o de su sacrificio vicario, como la verdad de la perfecta unidad de su cuerpo, puesto que esta última descansa precisamente en el mismo fundamento que las demás, es decir, en la eterna verdad de Dios: en la absoluta declaración de las Santas Escrituras. ¿Qué derecho tenemos nosotros para dejar de lado alguna verdad de la revelación divina? ¿Qué autoridad tenemos para seleccionar una determinada verdad de la Palabra de Dios y decir que ella no se aplica más? Tenemos la obligación de recibir toda la verdad, y de someter nuestras almas a su autoridad. Es algo peligroso admitir por un momento la idea de que una determinada verdad de Dios debe ser dejada de lado, con el argumento de que no puede ser puesta en práctica. Para nosotros basta que esté revelada en las Santas Escrituras: solo tenemos que creer y obedecer. ¿Declara la Escritura que hay “un cuerpo”? Por cierto que sí. Esto es suficiente. Somos responsables de mantener esta verdad, cueste lo que cueste; no podemos aceptar nada más, nada menos, ni nada diferente. Estamos obligados, por la lealtad que debemos a Cristo la Cabeza, a testificar, prácticamente, contra todo lo que milita contra la verdad de la unidad indisoluble de la Iglesia de Dios, y a procurar dar, ferviente y constantemente, una fiel expresión de aquella unidad.

Es verdad que, por un lado, tenemos que luchar contra la falsa unidad y, por el otro, contra el individualismo; pero solo tenemos que retener y confesar la verdad de Dios, poniendo nuestros ojos en él, con un espíritu humilde y con un ferviente “propósito de corazón”, y él nos sostendrá en el camino, sin importar cuáles sean las dificultades. Sin duda que hay dificultades en el camino; dificultades graves que no podemos enfrentar con nuestra propia fuerza. El mero hecho de que se nos diga que debemos ser

Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz
(Efesios 4:3),

es suficiente para demostrar que hay dificultades en el camino; pero la gracia de nuestro Señor Jesucristo es ampliamente suficiente para suplir todas las necesidades que se presenten si procuramos actuar conforme a esta preciosa verdad.

Al contemplar la condición actual de la Iglesia profesante, podemos distinguir dos grupos: En primer lugar, los que buscan la unidad sobre una base falsa; y, en segundo lugar, los que la buscan sobre la base establecida en el Nuevo Testamento. La última es claramente una unidad espiritual, viva y divina, que se halla en fuerte contraste con todas las formas de unidad que el hombre ha intentado establecer, ya sea nacional, eclesiástica, ceremonial o doctrinal. La Iglesia de Dios no es una nación, ni un sistema eclesiástico o político. Es un cuerpo unido a su Cabeza divina en el cielo por la presencia del Espíritu Santo. Esto es lo que era, y lo que es actualmente. Hay “un cuerpo y un Espíritu”, sigue siendo tan cierto como al principio; tan válido hoy, como cuando el inspirado apóstol escribió Efesios 4:3. Por eso, todo lo que tienda a poner trabas a esta verdad o a desvirtuarla, debe necesariamente ser malo, y tenemos la obligación de mantenernos separados de estas cosas y de testificar contra ellas. Tratar de unir a los cristianos sobre una base diferente de la unidad del cuerpo, es evidentemente contrario al pensamiento de Dios revelado en su Palabra. Puede parecer muy atractivo, muy deseable, muy razonable, correcto y conveniente; pero es contrario a Dios, y eso debería bastarnos. La Palabra de Dios habla solamente de la unidad del cuerpo y de la unidad del Espíritu. No reconoce ninguna otra unidad: tampoco nosotros deberíamos hacerlo.

La Iglesia de Dios, aunque está compuesta de muchos miembros, es una. No es local ni geográfica; es corporativa. Todos los miembros tienen una doble responsabilidad: son responsables ante la Cabeza, y son responsables entre sí. Es completamente imposible ignorar esta responsabilidad. Los hombres pueden tratar de eludirla o de negarla; pueden afirmar sus derechos individuales, y actuar según su propia razón, juicio o voluntad; pero no pueden deshacerse de la responsabilidad fundada sobre el hecho de que hay un solo cuerpo. Ellos tienen que ver con la Cabeza en el cielo y con los miembros en la tierra. Se hallan en esta doble relación; el Espíritu Santo los introdujo en ella, y negarla equivale a negar su propia existencia espiritual. Se basa en la vida, está formada por el Espíritu y es enseñada y mantenida por las Santas Escrituras. No existe independencia. Los cristianos no pueden considerarse como meros individuos, como elementos aislados. “Somos miembros los unos de los otros” (Efesios 4:25; Romanos 12:5), es tan cierto como el hecho de que somos “justificados por la fe” (Romanos 5:1). Es cierto que en algunas cosas conservamos el carácter de individuos, como por ejemplo en nuestro arrepentimiento, en nuestra fe, en nuestra justificación, en nuestra senda con Dios y en nuestro servicio para Cristo; nuestra recompensa por este servicio la recibiremos como individuos, porque cada uno recibirá una piedrecita blanca y un nombre nuevo esculpido en ella que solo él conoce. Todo esto es absolutamente cierto, pero de ningún modo altera la otra gran verdad práctica de nuestra unión con la Cabeza en el cielo y con todos y cada uno de los miembros aquí en la tierra.

Y quisiéramos señalar aquí dos líneas de verdad muy diferenciadas que surgen de los dos títulos de nuestro adorable Señor: el de Cabeza y el de Señor. Él es la Cabeza de su cuerpo, la Iglesia (Colosenses 1:18), y es Señor de todos (Hechos 10:36), es decir, de cada individuo. Ahora bien, cuando consideramos a Cristo como Señor, pensamos en nuestra responsabilidad individual hacia él por el servicio al que nos llamó en su soberana gracia. En todas las cosas debemos depender de él. Todos nuestros planes, actividades y deseos deben someterse al control de esas importantes palabras, a menudo tomadas a la ligera: “Si el Señor quiere” (Santiago 4:15). Y, además, nadie tiene el derecho de interponerse entre la conciencia de un siervo y el mandamiento de su Señor. Todo esto es divinamente cierto y de suma importancia. El señorío de Cristo es una verdad de inestimable valor.

Pero debemos tener en cuenta que Cristo es tanto Cabeza como Señor; es Cabeza de su cuerpo, así como Señor de los miembros individuales. Estas cosas no deben confundirse. La verdad de que Cristo es Señor no debe tomarse como única, de modo que anule la verdad de que él es Cabeza. Si pensamos en Cristo solo como Señor y en nosotros mismos como personas responsables ante él, entonces perderemos de vista el hecho de que él es Cabeza, y de que nosotros somos responsables ante cada miembro de aquel cuerpo del cual él es la Cabeza. Debemos guardarnos celosamente de esto. No podemos considerarnos como individuos aislados e independientes; si pensamos en Cristo como Cabeza, entonces debemos pensar en todos sus miembros, y esto abre un amplio espectro de verdad práctica. Tenemos santos deberes que cumplir tanto hacia nuestros compañeros miembros, como hacia nuestro Amo y Señor; y podemos estar seguros de que nadie que ande en comunión con Cristo perderá alguna vez de vista el gran hecho de su relación con cada miembro de Su cuerpo. Siempre tendrá presente que su andar y sus caminos ejercen una influencia sobre los demás creyentes que habitan en el extremo opuesto de la tierra. Es un maravilloso misterio, pero es divinamente cierto.

Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él
(1 Corintios 12:26).

No podemos limitar el cuerpo de Cristo a algo local: el cuerpo es uno, y somos llamados a guardar esta verdad en la práctica de todas las formas posibles, y a dar un decidido testimonio contra todo lo que tienda a impedir la expresión de la unidad perfecta del cuerpo, ya sea una falsa unidad o un falso individualismo. El enemigo busca asociar a los creyentes sobre una base falsa, y reunirlos alrededor de un centro falso; y si no logra este objetivo, hará que queden a la deriva en el vasto y agitado océano de un incierto individualismo. Estamos convencidos, delante de Dios, de que la única salvaguardia contra estos dos falsos y peligrosos extremos, es la fe divina en la gran verdad fundamental de la unidad del cuerpo de Cristo.

La unidad del cuerpo en la práctica

En este punto nos parece apropiado formular la siguiente pregunta: ¿Cuál debería ser la actitud de los cristianos respecto de la gran verdad fundamental de la unidad del cuerpo? No puede cuestionarse que se trata de una verdad claramente establecida en el Nuevo Testamento. Si el lector no tuviese un conocimiento sólido de esta verdad, y una firme creencia en ella, puede estudiar, con oración, los siguientes pasajes: 1 Corintios 12 y 14, Efesios 2 y 4 y Colosenses 2 y 3. El inicio del capítulo 12 de Romanos se refiere a esta doctrina de un modo práctico, aunque no es el propósito del Espíritu Santo hacer un desarrollo detallado de la verdad de la Iglesia en esta magnífica epístola. Lo que debemos buscar en ella es más bien la relación del alma con Dios a través de la muerte y resurrección de Cristo. Podríamos leer la epístola hasta el capítulo 11 y no saber que hay algo llamado la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo; y cuando llegamos al capítulo 12, la doctrina acerca de “un cuerpo” se da por sabida, pero no encontramos un tratamiento detallado de ella.

Hay, pues, “un cuerpo” en la tierra, formado por “un Espíritu”, y unido a la Cabeza viva en el cielo. Esta verdad no puede ser contradicha. Puede que algunos no la vean; para otros puede resultar muy difícil aceptarla, dadas las circunstancias actuales. Sin embargo, sigue siendo una verdad divinamente establecida que hay “un cuerpo”, y la pregunta es: ¿Cómo nos afecta personalmente esta verdad? Es tan imposible evadir las responsabilidades que ella conlleva, como dejar de lado la verdad misma. Si hay un cuerpo del cual somos miembros, entonces así como estamos en una santa relación con la Cabeza en el cielo, así también lo estamos con cada miembro en la tierra; y esta relación, como cualquier otra, tiene sus afectos, privilegios y responsabilidades característicos.

Y téngase presente que no nos referimos ahora al tema de la asociación con una compañía particular de creyentes, sino a todo el cuerpo de Cristo en la tierra. Por cierto que toda compañía de cristianos, dondequiera que esté reunida, debe ser la expresión local del cuerpo entero. Deberían reunirse y regirse por un orden tal –⁠sobre la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu Santo–, que todos los miembros de Cristo que andan en verdad y santidad puedan encontrar gratamente su lugar allí. Si una asamblea no se reuniese de esta forma ni tuviese este orden, no estaría sobre el terreno de la unidad del cuerpo en absoluto. Si hubiese algo, no importa qué, ya en cuanto a disciplina, doctrina o práctica, que significase un obstáculo para la presencia de cualquier miembro de Cristo cuya fe y práctica son según la Palabra de Dios, entonces la unidad del cuerpo sería prácticamente negada. Tenemos la solemne responsabilidad de reconocer la verdad de la unidad del cuerpo. Deberíamos reunirnos de tal manera que todos los miembros del cuerpo de Cristo puedan, simplemente como tales, sentarse con nosotros y ejercer cualquier don que la Cabeza de la Iglesia les haya otorgado. El cuerpo es uno. Sus miembros están dispersos por toda la tierra. La distancia no significa nada. La localidad no dice nada. Puede tratarse de Nueva Zelanda, Londres, París o Edinburgo: no tiene importancia. Un miembro del cuerpo en un lugar es un miembro del cuerpo en todas partes, pues no hay sino “un cuerpo y un Espíritu”. El Espíritu es el que forma el cuerpo, y une a los miembros con la Cabeza y entre sí. Por eso, si un creyente viene de Nueva Zelanda a Londres, debería esperar encontrar una asamblea reunida de tal forma que sea una expresión fiel de la unidad del cuerpo, con la cual pueda relacionarse; y además, todo creyente debería encontrar su lugar en el seno de esa asamblea, siempre y cuando no haya nada en la doctrina o en la práctica que impida su calurosa recepción.

Tal es el orden divino, como consta en 1 Corintios 12 y 14; Efesios 2 y 4, y dado por hecho en Romanos 12. En efecto, no podemos estudiar el Nuevo Testamento y no ver esta bendita verdad. Encontramos en varias ciudades y pueblos, santos congregados por el Espíritu Santo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, como, por ejemplo, en Roma, Corinto, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica. No eran asambleas independientes, aisladas, fragmentarias, sino parte del un solo cuerpo, de modo que aquel que era miembro de la Iglesia en un lugar, era también miembro de la Iglesia en todas partes. Cada asamblea, bajo la guía de “un Espíritu”, y bajo las órdenes de “un Señor”, actuaba seguramente en todos los asuntos locales, tales como la recepción a la comunión, poniendo fuera a toda persona perversa que estuviere en medio de ella, satisfaciendo las necesidades de los pobres de su entorno, y otras cosas similares; pero podemos estar seguros de que el acto de la asamblea en Corinto era reconocido por todas las demás asambleas, de modo que si uno era separado de la comunión en Corinto –siempre que se conociera el caso– sería rechazado en todos los demás lugares; actuar de otra manera sería una clara negación de la unidad del cuerpo. Nada hace suponer que la asamblea de Corinto se haya comunicado con las demás asambleas, o consultado con ellas, antes de excomulgar al “perverso” de 1 Corintios 5, pero debemos creer que ese acto fue debidamente reconocido y aprobado por toda asamblea en la tierra, y que la asamblea que a sabiendas hubiese recibido al hombre excomulgado, habría denigrado la asamblea de Corinto, y prácticamente negado la unidad del cuerpo.

Creemos que esta es la clara enseñanza del Nuevo Testamento, la doctrina que todo estudiante sencillo y sincero aprendería de esta parte de la Biblia. Que la Iglesia ha fallado en poner en práctica esta preciosa verdad, es lamentablemente cierto; y que todos somos parte de este fracaso, es igualmente cierto. El solo hecho de pensar en esto debería humillarnos profundamente delante de Dios. Nadie puede arrojar una piedra al otro, ya que todos somos culpables en este asunto. No vaya a suponer el lector que escribimos estas líneas con el afán de establecer pretensiones eclesiásticas altas o alentar vanas presunciones ante el manifiesto pecado y fracaso. ¡Dios nos libre! Lo decimos desde lo más profundo de nuestro corazón. Creemos que hay un urgente llamado a todo el pueblo de Dios para que se humille hasta el polvo a causa de nuestro triste apartamiento de la verdad tan claramente establecida en la Palabra de Dios.

Así ocurrió con el piadoso y fiel rey Josías, cuya vida y época sugirieron toda esta línea de pensamiento que desarrollamos. Josías encontró el libro de la ley, y descubrió en sus sagradas páginas un orden de cosas totalmente diferente de lo que veía a su alrededor. Y ¿cómo actuó? ¿Se contentó diciendo: «Todo está perdido: la nación ha ido demasiado lejos; la ruina se ha hecho presente y es completamente inútil pensar que podemos estar a la altura de la norma divina; debemos dejar las cosas como están, y solamente hacer lo mejor que podamos»? No; ese no fue el lenguaje de Josías ni su manera de obrar; él se humilló delante de Dios, e instó a los demás a hacer lo mismo. Y no solo eso, sino que procuró poner en práctica la verdad de Dios. Aspiró a alcanzar el nivel más elevado, y, como consecuencia, leemos que

Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías
(2 Crónicas 35:18).

Tal fue el resultado de remitirse fielmente a la Palabra de Dios y aferrarse a ella. Y siempre será así, pues Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6). Fijémonos qué hizo el remanente cuando regresó de Babilonia en los días de Esdras y Nehemías: Colocaron el altar de Dios “sobre su base”, reconstruyeron el templo y restauraron los muros de Jerusalén. En otras palabras, se ocuparon de la verdadera adoración del Dios de Israel, y del gran centro o punto de reunión de Su pueblo. Y estaba bien, pues es lo que la fe siempre hace, independientemente de las circunstancias. Si el remanente hubiera mirado las circunstancias, no habría podido actuar. Eran un pobre y desdeñable puñado de hombres, bajo el dominio de los gentiles incircuncisos. Se hallaban rodeados de enemigos activos por todos lados, quienes, instigados por el enemigo de Dios, de Su ciudad y de Su pueblo, no ahorraban esfuerzos para impedir que llevaran a cabo su bendita obra. Estos enemigos los ridiculizaron y dijeron: “¿Qué hacen estos débiles judíos? ¿Se les permitirá volver a ofrecer sus sacrificios? ¿Acabarán en un día? ¿Resucitarán de los montones del polvo las piedras que fueron quemadas?” (Nehemías 4:2). Pero no solo tenían que luchar con poderosos enemigos de afuera, sino también con debilidades internas, pues “dijo Judá: Las fuerzas de los acarreadores se han debilitado, y el escombro es mucho, y no podemos edificar el muro” (Nehemías 4:10). Todo esto era muy deprimente. Muy diferente de los brillantes y gloriosos días de Salomón, el cual tenía muchos hombres fuertes que llevaban las cargas, y no había escombros que cubriesen las “piedras grandes, piedras costosas” con las cuales edificó la casa de Dios, ni ningún enemigo que se burlase de su obra. Con todo, había ciertos rasgos especiales vinculados a la obra de Esdras y Nehemías que no los encontramos en los días de Salomón. Su misma debilidad, las pilas de escombros que tenían ante ellos y sus enemigos en derredor que los injuriaban, conferían a su obra un particular halo de gloria. Edificaban y prosperaban, y Dios era glorificado, e hizo resonar en sus oídos estas alentadoras palabras:

La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera, ha dicho Jehová de los ejércitos; y daré paz en este lugar, dice Jehová de los ejércitos
(Hageo 2:9).

Es importante, en relación con el tema que ha estado ocupando nuestra atención, que el lector estudie con cuidado los libros de Esdras y Nehemías, Hageo y Zacarías. Están llenos de instrucción, consuelo y aliento en un tiempo como el presente. Muchos hoy probablemente sonrían ante la sola mención de un tema tal como el de la unidad del cuerpo; pero deben preguntarse si es una sonrisa de calma confianza o la burla de la incredulidad. Una cosa es cierta: el diablo, así como aborrece toda doctrina de la revelación divina, también aborrece la doctrina de la unidad del cuerpo, y tratará de impedir cualquier intento por llevarla a cabo, de la misma forma que procuró impedir la reconstrucción de Jerusalén en los días de Nehemías. Pero no debemos desalentarnos, pues nos basta encontrar en la Palabra de Dios la preciosa verdad del “un cuerpo”. Dejemos que la luz de la verdad alumbre sobre la presente condición de la Iglesia profesante, y veamos qué revela a nuestros ojos. Seguramente abatirá nuestros rostros en el polvo delante de nuestro Dios a causa de nuestros caminos; pero, al mismo tiempo, elevará nuestros corazones de modo que podamos ver la norma divina por la cual hemos de medir las cosas. Iluminará y elevará nuestras almas de tal manera que nos dejará totalmente disconformes con todo lo que no representa una expresión, por débil que fuera, de la unidad del cuerpo de Cristo. Es totalmente imposible que alguien asimile la verdad del “un cuerpo” en lo profundo de su alma y se contente con cualquier cosa que no sea el reconocimiento práctico de ella. Es verdad que debe estar decidido a sufrir los embates de la oposición del enemigo. Encontrará un Sanbalat aquí y un Rehum allí; pero la fe puede decir, como escribió el poeta:

Dios es por mí, no temeré;
aunque todos contra mí se unan,
a Cristo el Salvador invoco,
y las huestes del mal se esfuman.

Hay pleno consuelo para nuestras almas en la Palabra de Dios. Cuando vemos a Josías, justo antes de la cautividad, vemos a un hombre que simplemente toma la Palabra como su guía –que se juzga a sí mismo y que juzga todas las cosas a su alrededor a la luz de esa Palabra–, que rechaza todo lo que es contrario a ella y que busca, con un ferviente propósito de corazón, poner en práctica lo que encontró escrito en ella. Y ¿cuál fue el resultado? Una pascua tal que nunca fue celebrada en Israel desde los días de Samuel el profeta (2 Crónicas 35:28).

Si vemos a Daniel, durante la cautividad, vemos a un hombre que actúa simplemente conforme a la verdad de Dios y que ora con las ventanas abiertas hacia Jerusalén, aunque sabía que la muerte lo miraría de frente como consecuencia de tal acción (Daniel 6). ¿Cuál fue el resultado? Un testimonio glorioso al Dios de Israel y la destrucción de los enemigos de Daniel.

Por último, si vemos al remanente, después de la cautividad, vemos hombres enfrentando terribles dificultades que reconstruyen la ciudad que era, y que será, el centro terrenal de Dios. Y ¿cuál fue el resultado? La jubilosa celebración de la fiesta de los tabernáculos, la cual nunca había sido celebrada desde los días de Josué, hijo de Nun (Nehemías 8:17).

Ahora bien, si tomamos cualquiera de estos interesantes casos, y preguntamos qué efecto produjo en ellos el hecho de mirar las circunstancias de alrededor, ¿qué respuesta obtendremos? Tomemos, por ejemplo, el caso de Daniel; ¿por qué abrió su ventana hacia Jerusalén? ¿Por qué miró hacia una ciudad en ruinas? ¿Por qué señaló un lugar que solo daba testimonio del pecado y la vergüenza de Israel? ¿No habría sido mejor dejar que el nombre de Jerusalén se hunda en el olvido? ¡Ah, podemos imaginar la respuesta de Daniel a todas esas preguntas! Los hombres podrán reírse de él, y considerarlo un entusiasta visionario; pero Daniel sabía lo que hacía. Su corazón estaba ocupado con el centro de Dios, con la ciudad de David, el gran punto de reunión de las doce tribus de Israel. ¿Había de abandonar la verdad de Dios a causa de las circunstancias externas? Seguramente que no. No podía consentir en bajar el nivel de la norma divina ni siquiera en el grueso de un cabello. Podía llorar, orar, ayunar y humillarse ante Dios, pero nunca bajar el nivel. ¿Había de resignar los pensamientos de Dios acerca de Sion porque Israel había sido infiel? No; sabía que nunca podía hacer tal cosa. Sus ojos estaban fijos en la eterna verdad de Dios, y, aunque estaba en el polvo a causa de sus propios pecados y los de su pueblo, la bandera divina ondeaba sobre su cabeza en su gloria inmarcesible.

De la misma forma, querido lector cristiano, somos hoy llamados a fijar la mirada de fe en la imperecedera verdad del “un cuerpo”; y no solo a contemplarla, sino también a llevarla a la práctica en nuestra débil medida. Este debería ser siempre nuestro constante objetivo. Debemos buscar única y continuamente la expresión de la unidad del cuerpo. No debemos preguntar: “¿Cómo puede ser esto?” (Juan 3:9). La fe nunca dice “¿Cómo?” en presencia de la revelación divina; ella cree y actúa. No debemos abandonar la verdad de Dios con el argumento de que no podemos llevarla a la práctica. La verdad ha sido revelada, y somos llamados a inclinarnos ante ella. No se llama a formar la unidad del cuerpo. Muchos parecen pensar que esta unidad es algo que ellos mismos deben establecer o formar de una manera u otra. Esto es un error. La unidad existe. Ella es el resultado de la presencia del Espíritu Santo en el cuerpo, y debemos reconocerla y andar a la luz de ella. Esto dará gran firmeza a nuestra marcha. Es siempre muy importante tener un objetivo claro en el corazón, y obrar en relación directa con él. Miremos a Pablo, el más devoto de los obreros. ¿Cuál era su objetivo? ¿Para que trabajaba? Oigamos la respuesta en sus propias palabras: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la iglesia; de la cual fui hecho ministro, según la administración de Dios que me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios, el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria, a quien anunciamos, amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre; para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí” (Colosenses 1:24-29).

Ahora bien, esto abarca mucho más que la sola conversión de las almas –algo precioso por cierto–. Pablo predicó el Evangelio con miras al cuerpo de Cristo; y este es el modelo para todos los evangelistas. No deberíamos descansar en el mero hecho de que las almas son despertadas y reciben la vida; debemos tener en cuenta su incorporación, por el “un Espíritu”, en el “un cuerpo”. Esto nos preservará eficazmente del peligro de formar una secta –de predicar para engrosar las filas de un partido– de tratar de captar personas para que se unan a esta o aquella denominación. No deberíamos saber absolutamente nada excepto de “un cuerpo”, porque no encontramos nada más en el Nuevo Testamento. Si este se pierde de vista, el evangelista no sabrá qué hacer con las almas cuando se conviertan. Un hombre puede ser utilizado en la conversión de cientos de almas –un muy precioso trabajo por cierto– precioso más allá de toda ponderación; pero si no ve la unidad del cuerpo, se verá totalmente perplejo en cuanto al rumbo posterior de las almas. Esto es muy serio, tanto en lo que respecta a él como a ellos, y también en cuanto al testimonio para Cristo.

¡Que el Espíritu de Dios conduzca a los creyentes a ver esta gran verdad en todo su alcance! Solo la hemos examinado rápidamente en relación con nuestro tema; pero demanda la más seria atención en la actualidad. Puede que algunos de nuestros lectores pongan reparos a lo que podrían considerar una larga digresión del tema de «la vida y los tiempos de Josías»; pero en realidad no debería ser considerado una digresión, sino una línea de verdad que fluye naturalmente de ese tema, cuya importancia no puede sobrestimarse.

Josías celebra la pascua

Para concluir nuestros comentarios sobre «La vida y los tiempos de Josías» llamaremos la atención sobre dos cosas: en primer lugar, la celebración de la pascua; y, en segundo lugar, el solemne final de su vida. Si las omitiéramos, nuestro bosquejo de este período realmente interesante quedaría incompleto.

Lo primero, pues, es el hecho tan interesante y alentador de que al final de la historia de Israel tuviese lugar uno de los momentos más brillantes que ese pueblo haya conocido jamás. ¿Qué nos enseña esto? Que en los tiempos más oscuros los fieles tienen el privilegio de actuar conforme a los principios divinos y gozar de los privilegios divinos. Consideramos que este es un hecho muy importante para todas las épocas, pero especialmente para un tiempo como el presente. Si con este breve escrito sobre Josías solo lográramos hacer que este gran hecho quede grabado en la mente y el corazón del lector, no habremos escrito en vano. Si Josías se hubiese dejado influenciar por el espíritu y los principios que lamentablemente animan a tantos en nuestros días, jamás hubiera hecho ningún intento por celebrar la pascua. Se habría quedado con los brazos cruzados, diciendo: «Es inútil pensar que podemos seguir manteniendo nuestras grandes instituciones nacionales. Intentar la celebración de esa ordenanza que fue establecida con el objeto de representar la liberación de Israel del juicio por la sangre del cordero, cuando la unidad de Israel está rota y su gloria nacional apagada y desvanecida, solo puede ser considerado pura presunción».

Pero Josías no razonó de esta forma; él simplemente actuó conforme a la verdad de Dios. Estudió las Escrituras, y entonces rechazó lo malo e hizo lo recto. Además,

Josías celebró la pascua a Jehová en Jerusalén, y sacrificaron la pascua a los catorce días del mes primero
(2 Crónicas 35:1).

Puso sus pies en un terreno más elevado que el de Ezequías, pues este último celebró su pascua “a los catorce días del mes segundo” (2 Crónicas 30:15). Ezequías, como sabemos, se valió de los recursos que la gracia había provisto para los casos de contaminación (véase Números 9:9-11). Sin embargo, el orden divino había determinado que fuese “el mes primero” el período en que correspondía su celebración, y a este orden pudo conformarse Josías. Asumió el terreno más elevado, conforme a la verdad de Dios, a la vez que se postraba con un profundo sentimiento de miseria y fracaso personal y nacional. Este es siempre el camino de la fe.

“Puso también a los sacerdotes en sus oficios, y los confirmó en el ministerio de la casa de Jehová. Y dijo a los levitas que enseñaban a todo Israel, y que estaban dedicados a Jehová: Poned el arca santa en la casa que edificó Salomón hijo de David, rey de Israel, para que no la carguéis más sobre los hombros. Ahora servid a Jehová vuestro Dios, y a su pueblo Israel. Preparaos según las familias de vuestros padres, por vuestros turnos, como lo ordenaron David rey de Israel y Salomón su hijo. Estad en el santuario según la distribución de las familias de vuestros hermanos los hijos del pueblo, y según la distribución de la familia de los levitas. Sacrificad luego la pascua; y después de santificaros, preparad a vuestros hermanos, para que hagan conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés” (2 Crónicas 35:2-6).

Aquí vemos a Josías asumiendo el terreno más elevado y actuando con la máxima autoridad. El lector más superficial, con solo una cierta atención al pasaje recién citado, no puede pasar por alto los nombres de “Salomón”, “David”, “Moisés”, “todo Israel”, y sobre todo la expresión –tan llena de dignidad, peso y poder–: “Para que hagan conforme a la palabra de Jehová dada por medio de Moisés”. ¡Memorables palabras! ¡Que puedan calar hondo en nuestros oídos y en nuestros corazones! Josías sintió que era su elevado y santo privilegio conformarse a la norma divina, a pesar de todos los errores y males que se habían introducido solapadamente a través de los siglos. La verdad de Dios permanece para siempre (Isaías 40:8). La fe reconoce y actúa conforme a este precioso hecho, y cosecha los correspondientes frutos. Nada puede ser más precioso que la escena que se desarrolla en las circunstancias a las que nos referimos. La adhesión estricta de Josías a la Palabra de Dios es tan admirable como su cordial devoción y liberalidad. “Y dio el rey Josías a los del pueblo ovejas, corderos, y cabritos de los rebaños, en número de treinta mil, y tres mil bueyes, todo para la pascua, para todos los que se hallaron presentes; esto de la hacienda del rey. También sus príncipes dieron con liberalidad al pueblo y a los sacerdotes y levitas… Preparado así el servicio, los sacerdotes se colocaron en sus puestos, y asimismo los levitas en sus turnos, conforme al mandamiento del rey… Asimismo los cantores hijos de Asaf estaban en su puesto, conforme al mandamiento de David, de Asaf y de Hemán, y de Jedutún vidente del rey; también los porteros estaban a cada puerta; y no era necesario que se apartasen de su ministerio, porque sus hermanos los levitas preparaban para ellos. Así fue preparado todo el servicio de Jehová en aquel día, para celebrar la pascua, y para sacrificar los holocaustos sobre el altar de Jehová, conforme al mandamiento del rey Josías. Y los hijos de Israel que estaban allí, celebraron la pascua en aquel tiempo, y la fiesta solemne de los panes sin levadura por siete días. Nunca fue celebrada una pascua como esta en Israel desde los días de Samuel el profeta; ni ningún rey de Israel celebró pascua tal como la que celebró el rey Josías, con los sacerdotes y levitas, y todo Judá e Israel, los que se hallaron allí, juntamente con los moradores de Jerusalén. Esta pascua fue celebrada en el año dieciocho del rey Josías” (2 Crónicas 35:7-19).

¡Qué cuadro! El rey, los príncipes, los sacerdotes, los levitas, los cantores, los porteros, todo Israel, Judá y los habitantes de Jerusalén –todos juntos– cada uno en su correspondiente lugar y cumpliendo la obra que tenía asignada, “conforme a la palabra de Jehová”, y todo esto “en el año dieciocho del rey Josías”, cuando todo el régimen político judío estaba en vísperas de su disolución. Seguramente esto debe hablar con fuerza al corazón del lector reflexivo. Tiene para nosotros un precioso significado y nos enseña una lección particular. Nos dice que ninguna época, ni ninguna circunstancia, ni ninguna influencia podrá jamás cambiar la verdad de Dios o nublar los ojos de la fe. “La palabra del Señor permanece para siempre” (1 Pedro 1:25), y la fe echa mano de esa Palabra y se aferra tenazmente a ella en cualquier circunstancia. El creyente tiene el privilegio de tener que ver con Dios y con su verdad eterna; y, además, debe aspirar a alcanzar el nivel más elevado de acción, y no conformarse con algo menos. La incredulidad tomará el estado de cosas alrededor de nosotros como excusa para bajar el nivel, debilitar nuestra tenacidad, aminorar la marcha, bajar el tono. La fe dice «¡No, rotundamente no!». Inclinemos nuestras cabezas con vergüenza y dolor a causa de nuestro pecado y fracaso, pero mantengamos firmemente la norma divina. El fracaso es nuestro, la norma es de Dios. Josías lloró y rasgó sus vestidos, pero no renunció a la verdad de Dios. Sintió y reconoció que él, sus hermanos y sus padres habían pecado, pero ese no era un motivo para no celebrar la pascua conforme al orden divino. El deber de obrar rectamente se le imponía tanto a él como a Salomón, David o Moisés. Nuestro objetivo es obedecer la Palabra de Dios, y al hacerlo seguramente seremos bendecidos. Esta es una gran lección que aprendemos de la vida y los tiempos de Josías, y sin duda muy oportuna para nuestros días. ¡Ojalá que la aprendamos a fondo! ¡Ojalá que aprendamos a aferrarnos, con santa decisión, al terreno en el que nos ha colocado la verdad de Dios, y a ocupar ese terreno con una mayor devoción a Cristo y su causa!

Triste final de Josías

Nos gustaría detenernos en la brillante y alentadora escena que se nos presenta en los primeros versículos del capítulo 35 de 2 Crónicas, pero debemos concluir este escrito, y simplemente daremos un vistazo al solemne y admonitorio final de la historia de Josías, el cual contrasta tristemente con todo el resto de su interesante carrera, y hace resonar en nuestros oídos una nota de advertencia a la cual debemos prestar la más seria atención. No podemos hacer mucho más que citar el pasaje, y dejar que el lector reflexione sobre él, con oración y humildad, en la presencia de Dios.

Después de todas estas cosas, luego de haber reparado Josías la casa de Jehová, Necao rey de Egipto subió para hacer guerra en Carquemis junto al Eufrates; y salió Josías contra él. Y Necao le envió mensajeros, diciendo: ¿Qué tengo yo contigo, rey de Judá? Yo no vengo contra ti hoy, sino contra la casa que me hace guerra: y Dios me ha dicho que me apresure. Deja de oponerte a Dios, quien está conmigo, no sea que él te destruya. Mas Josías no se retiró, sino que se disfrazó para darle batalla, y no atendió a las palabras de Necao, que eran de boca de Dios; y vino a darle la batalla en el campo de Meguido. Y los flecheros tiraron contra el rey Josías. Entonces dijo el rey a sus siervos: Quitadme de aquí, porque estoy herido gravemente. Entonces sus siervos lo sacaron de aquel carro, y lo pusieron en un segundo carro que tenía, y lo llevaron a Jerusalén, donde murió; y lo sepultaron en los sepulcros de sus padres. Y todo Judá y Jerusalén hicieron duelo por Josías” (2 Crónicas 35:20-24).

Todo esto es muy triste y humillante. No queremos extendernos en ello más allá de lo necesario para nuestra instrucción y advertencia. El Espíritu Santo no se explaya, pero sí lo ha registrado para nuestra enseñanza. Es siempre el camino del Espíritu de Dios presentarnos a los hombres tal como son –escribir la historia de “sus hechos, primeros y postreros” (2 Crónicas 35:27), sus buenas y malas obras–. En cuanto a los hechos “primeros”, nos habla de la piedad de Josías, y en cuanto a los “postreros”, hace referencia a su obstinación. Nos muestra que siempre que Josías anduvo en la luz de la revelación divina, su camino fue iluminado por los brillantes rayos del rostro divino; pero en cuanto intentó actuar por sí mismo –en cuanto se dejó guiar por la luz de sus propios ojos–, en cuanto se apartó del estrecho y angosto camino de la simple obediencia, se vio rodeado de densas y oscuras nubes que lo envolvían, y el camino que había comenzado a transitar con un sol radiante, terminó en tinieblas. Josías salió contra Necao sin que Dios se lo hubiera mandado; actuó en directa oposición a las palabras “que eran de boca de Dios”. Se metió en un conflicto ajeno (véase Proverbios 26:17) y cosechó las consecuencias.

“Se disfrazó”. Si era consciente de estar obrando para Dios, ¿qué necesidad tenía de disfrazarse? Si marchaba en la senda que Dios le había trazado, ¿por qué llevaba una máscara? Lamentablemente, Josías faltó en esto, y de su falta aprendemos una saludable lección. ¡Ojalá que podamos sacar provecho de ella! ¡Ojalá que aprendamos, más que nunca, a buscar la autoridad divina para todo lo que hacemos, y que no hagamos nada sin ella! Podemos contar con Dios en la medida más amplia posible si andamos en sus caminos, pero si nos apartamos de la senda divinamente trazada, no tendremos ninguna seguridad respecto de nada. Josías no tenía ningún mandato para luchar en Meguido, y, por tanto, no podía contar con la protección divina. “Se disfrazó”, pero esto no lo protegió de las flechas del enemigo. “Los flecheros tiraron contra” él; le provocaron una herida mortal, y cayó, entre las lágrimas y lamentos de un pueblo del que se había hecho querer por una vida de genuina piedad y ferviente devoción.

¡Ojalá que tengamos gracia para imitarlo en su piedad y devoción, y para guardarnos de su obstinación! Es cosa grave para un hijo de Dios persistir en hacer su propia voluntad. Josías fue a Meguido en vez de haberse quedado en Jerusalén, y los flecheros tiraron contra él, y murió; Jonás fue a Tarsis en lugar de haber ido a Nínive, y fue arrojado a lo profundo; Pablo persistió en ir a Jerusalén aunque el Espíritu le dijo que no fuese, y cayó en manos de los romanos. Ahora bien, todos estos eran verdaderos, fervientes y devotos siervos de Dios; pero faltaron en estas cosas; y aunque Dios se sirvió de sus faltas para bendición, tuvieron que recoger el fruto de sus propias faltas, porque “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:29).