Lucas

Lucas 20

El Señor Jesús desconcierta a sus críticos

La respuesta de Jesús a los jefes del pueblo

Los jefes religiosos se presentaron en el templo mientras Jesús enseñaba y evangelizaba, y le preguntaron con qué autoridad obraba y quién se la había dado.

Sin duda estaban indignados por la manera en que Jesús había purificado el templo. Pero, al mismo tiempo, aunque no lo confesaran, reconocían que hacía las cosas y hablaba con un poder al que no podían oponerse. Lo más insoportable para esos hombres religiosos, era sentir que su influencia se debilitaba frente a los hechos y palabras de Jesús (ver Marcos 1:22). El pueblo reconocía la autoridad de sus palabras, lo cual impedía que los jefes lo mataran (cap. 19:48). Pero aumentaban su odio y sus celos hacia Jesús. Ellos pretendían que su autoridad religiosa era de Dios, aunque sus conciencias testificaban que la de Jesús era divina. Se sentían incómodos porque había un total desacuerdo entre su actividad, sus pensamientos, y los de Jesús. Esto habría sido imposible si hubieran provenido de la misma fuente. Lo que es de Dios siempre se opone a lo que es del hombre. A esos hombres les hubiese gustado que Jesús les dijera abiertamente de dónde venía su autoridad, para poder discutir y encontrarlo en alguna falta. No admitían su origen divino, y tampoco se daban cuenta de que se encontraban en presencia de Aquel “que prende a los sabios en la astucia de ellos” (Job 5:13). Jesús les dijo: “Os haré yo también una pregunta; respondedme: El bautismo de Juan, ¿era del cielo, o de los hombres?” (v. 3-4). Entonces se pusieron a discutir entre ellos. Cuando no se quiere creer, siempre se discute. Ellos dijeron: “Si decimos, del cielo, dirá: ¿Por qué, pues, no le creísteis? Y si decimos, de los hombres, todo el pueblo nos apedreará; porque están persuadidos de que Juan era profeta” (v. 5-6). Esta manera de hablar demostraba que no estaban dispuestos a creer, y ponía en evidencia su culpabilidad.

Juan era un profeta enviado de Dios (Juan 1:6; Lucas 7:26-28), el mayor de los profetas. No solamente porque había anunciado al Mesías, sino porque había tenido el gran privilegio de verlo. Había sido su precursor inmediato. Si había un profeta al que hubieran tenido que creer y recibir, ese era Juan el Bautista, pues tenían ante ellos al Objeto de su profecía. Pero no le creyeron, y murió víctima del odio de una mujer.

Si los jefes del pueblo reconocían que el bautismo de Juan era del cielo, se condenaban; y si decían que era de los hombres, temían a la gente. Si hubieran temido a Dios en lugar de temer al pueblo, habrían obrado de otra manera. ¡Cuán cierto es que

El principio de la sabiduría es el temor de Jehová
(Proverbios 1:7)!

Prefirieron pasar por ignorantes y no recibir la respuesta a su pregunta, antes que reconocer su doble culpabilidad, pues no creían ni a Juan, ni al Señor. Respondieron que no sabían, entonces Jesús le dijo: “Yo tampoco os diré con qué autoridad hago estas cosas” (v. 8).

¡Qué enorme responsabilidad tienen los que ocupan el lugar de líderes espirituales y no llevan las almas a Jesús! Las apegan a ellos mismos, o las dejan errar en el mundo. Las multitudes que consideraban a Juan como un profeta y se mantenían muy cerca de Jesús para escucharlo, finalmente se dejaron arrastrar por los jefes religiosos, hasta el punto de pedir a Pilato que soltara a Barrabás y crucificara a Jesús (Mateo 27:20). Sin la fe en la Palabra de Dios, las impresiones más profundas no pueden cambiar el estado del alma.

La parábola de los labradores de la viña

En esta parábola, Jesús presentó la manera en que Dios obró con su pueblo desde su origen, y los resultados que había obtenido. Aquí se destaca la culpabilidad de los labradores de la viña, los responsables del pueblo.

A menudo Israel es representado como una viña (Salmo 80; Isaías 5). Naturalmente se espera que una viña bien cultivada dé fruto. Y es lo que Dios también buscaba y busca en el hombre. Había colocado a Israel en condiciones excepcionalmente favorables, en una tierra que fluía leche y miel. Lo había rodeado de su poderosa protección, poniéndolo en contacto con él mismo, deseando obtener fruto, gracias a los cuidados que le prodigaba. Pero, “esperaba que diese uvas, y dio uvas silvestres” (Isaías 5:2). Esta parábola pone en evidencia la responsabilidad y la culpabilidad de los jefes religiosos, más bien que la incapacidad de la naturaleza humana en producir fruto para Dios.

“Un hombre plantó una viña, la arrendó a labradores, y se ausentó por mucho tiempo. Y a su tiempo envió un siervo a los labradores, para que le diesen del fruto de la viña; pero los labradores le golpearon, y le enviaron con las manos vacías” (v. 9-10). Envió otro siervo, pero a este también trataron mal. Luego envió un tercer siervo, a quien hirieron y echaron fuera de la viña. La forma en que trataron a los siervos nos muestra la manera en que fueron recibidos los profetas que Dios había enviado a su pueblo para animarlo a servirle. Jerusalén fue llamada «la ciudad que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados» (Lucas 13:34). A pesar de la triste experiencia hecha con los siervos que envió, el señor de la viña dijo:

¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado; quizás cuando le vean a él, le tendrán respeto
(v. 13).

En su paciencia y misericordia, Dios quiso agotar todos los medios antes de tratar con dureza a su pueblo. Aún envió a su Hijo, pero esto manifestó la enemistad, la rebeldía y la independencia del corazón del hombre hacia Dios. “Mas los labradores, al verle, discutían entre sí, diciendo: Este es el heredero; venid, matémosle, para que la heredad sea nuestra. Y le echaron fuera de la viña, y le mataron” (v. 14-15).

Hacía mucho tiempo, Faraón, un hombre pagano, había dicho: “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz…? Yo no conozco a Jehová” (Éxodo 5:2). Pero aquí, el pueblo que había sido librado de la mano de Faraón, escogido entre todos los pueblos de la tierra (ver Amós 3:1-2), al cual Dios se había revelado de una forma maravillosa, se negaba a dar a Dios lo que le correspondía, y terminó entregando a su Hijo a la muerte.

Con el ejemplo de Israel, Dios nos muestra lo que hay en el corazón de todo hombre. No solo no quiere dar a Dios lo que le corresponde, sino que quiere poseer la herencia. Excluye a Dios de todo para ser el dueño absoluto de la tierra. En nuestros días, en los que se habla tanto de los «derechos del hombre», se priva a Dios de los suyos. Y se llegará al punto en que se dará al hombre de pecado lo que le pertenece únicamente a Dios (ver Daniel 11:36-39; 2 Tesalonicenses 2:3-4).

Después de haber enviado a su hijo, la paciencia del señor de la viña se acabó. Los juicios de Dios cayeron sobre los judíos por medio de los romanos, y las bendiciones que el Señor había traído fueron para la Iglesia. Pero desdichadamente, en lo que respecta a su responsabilidad, la Iglesia ha sido tan infiel como Israel. Cuando sea arrebatada la verdadera Iglesia, la que el mismo Cristo edifica, entonces caerán los juicios de Dios sobre aquella que solo tiene una profesión sin vida, así como sucedió con Israel.

Entonces Jesús preguntó: “¿Qué, pues, les hará el señor de la viña?” (v. 15). Y él mismo contestó: “Vendrá y destruirá a estos labradores, y dará su viña a otros” (v. 16). Los que lo oyeron, dijeron: “¡Dios nos libre!”. Ellos creían que semejante cosa jamás sucedería. “Pero él, mirándolos, dijo: ¿Qué, pues, es lo que está escrito: La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo?” (v. 17, cita del Salmo 118:22). “Todo el que cayere sobre aquella piedra, será quebrantado; mas sobre quien ella cayere, le desmenuzará” (v. 18). Jesús quería que los judíos entendieran que estaba hablando de ellos, aunque a ellos les pareciera imposible que Dios hiciera algo así.

Los jefes del pueblo edificaban un edificio cuya piedra del ángulo era Cristo, la piedra que da toda la solidez a la construcción. Pero en su incredulidad y su odio, no lo querían reconocer, aunque su conciencia les decía que él era el Cristo, el Hijo de Dios. Lo rechazaron, lo cual hizo caer esta Piedra sobre ellos, y fueron destruidos como nación. En lugar de traerles bendición, Jesús fue para los judíos “tropezadero” (1 Corintios 1:23). Cuando los judíos estén instalados en su país, el Señor vendrá en gloria, y será juez de los que hayan insistido en su incredulidad, y los desmenuzará. Pero una minoría de ellos, llamada el “remanente”, esperará al Señor que vendrá para reinar, y disfrutará de las bendiciones del milenio.

En el versículo 19, vemos que los principales sacerdotes y los escribas comprendieron que Jesús hablaba de ellos. Por eso desde ese momento procuraban llevarlo a la muerte, pero temían a la gente. De esta forma se precipitaban a su caída, cumpliendo lo que Jesús acababa de anunciar en la parábola. ¡Así actúa el hombre en su ceguera, cuando no quiere creer lo que Dios le dice!

La pregunta acerca del tributo

Los sacerdotes y los escribas, implacables en su odio contra Jesús, querían a toda costa encontrarlo en alguna falta. Entonces enviaron espías para sorprenderlo en sus palabras y entregarlo a los magistrados romanos. Esos espías, haciéndose pasar por justos, fueron a Jesús y le dijeron: “Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente, y que no haces acepción de persona, sino que enseñas el camino de Dios con verdad. ¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?” (v. 21-22).

A simple vista, no faltaba habilidad en esa pregunta. Pero, ¿de qué servía el halago y la sutileza del hombre perverso en presencia del Hombre perfecto? Él supo contestar a Satanás durante la tentación en el desierto y lo había vencido. ¿Acaso no descubriría la maldad de sus adversarios, agentes de un enemigo vencido? Ellos pensaban que si Jesús les decía que había que pagar el tributo a César, iba a contradecir su carácter de Mesías, que había venido para librar al pueblo de la dominación romana. Si decía lo contrario, iba a excitar la rebelión frente a la autoridad de Roma. Esto sería una excusa para entregarlo a César.

“Mas él, comprendiendo la astucia de ellos, les dijo: ¿Por qué me tentáis? Mostradme la moneda. ¿De quién tiene la imagen y la inscripción? Y respondiendo dijeron: de César. Entonces les dijo: Pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (v. 23-25).

El pueblo sufría la dominación gentil por su desobediencia a Dios, soportando difícilmente ese yugo. Jesús reconocía el gobierno de Dios en esto, y mostró a los judíos que debían sufrir las consecuencias de su infidelidad, dando a César lo que le correspondía. Pero esto no los dispensaba de sus deberes hacia Dios, en lo cual los romanos les daban plena libertad, sin inmiscuirse en lo que tenía que ver con su culto (Hechos 18:14-15). Pero ¡ay!, como en los tiempos de Isaías, honraban a Dios con sus labios, pero su corazón estaba muy lejos de él (Isaías 29:13). Los adversarios de Jesús “no pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del pueblo, sino que maravillados de su respuesta, callaron” (v. 26).

Notemos que la sabiduría con la cual Jesús siempre confundió a sus interlocutores provenía de sus perfecciones humanas. Como hombre, vivía en comunión con su Dios, viviendo de sus palabras y dependiendo continuamente de él. Jesús realizó en su vida obediente lo que dice el Salmo 119, donde vemos el valor de la Palabra de Dios. Sabemos que Jesús era Dios, y como tal, poseía la omnisciencia y la omnipotencia. Pero no utilizó esos atributos divinos para vencer al enemigo, ni para discernir la astucia de sus adversarios, respondiéndoles según el pensamiento de Dios. Lo hizo como Hombre perfecto. De él dice el Salmo 119: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación. Me has hecho más sabio que mis enemigos con tus mandamientos, porque siempre están conmigo” (v. 97-98).

Sumamente pura es tu palabra, y la ama tu siervo
(v. 140).

Si nos apropiamos de la Palabra, podremos confundir a nuestros enemigos y complacer a Dios, como lo hizo Jesús. Podremos hacer esto si tenemos la Palabra de Dios como guía y a Jesús como modelo en todo, si vivimos como él, no solo de pan, sino de toda palabra de Dios para ponerla en práctica.

Jóvenes y mayores, anhelemos permanecer apegados a la Palabra divina, nutriéndonos de ella, especialmente en estos días, en los cuales el razonamiento de los hombres se eleva a menudo con sutileza contra lo que Dios dice. ¡Aferrémonos a la Palabra para que podamos resistir a las artimañas del enemigo y permanecer firmes como una roca contra la que vienen a romperse todas las olas de la astucia y la incredulidad!

La pregunta sobre la resurrección

Cuando el Señor hubo silenciado a los sacerdotes y los escribas, les llegó el turno a los saduceos, razonadores incrédulos de aquel entonces, que negaban la resurrección. Ellos hicieron a Jesús una pregunta, aparentemente sutil como había sido la del tributo; pero con ella pusieron en evidencia su ignorancia e incredulidad. Esto sucede cuando los pensamientos oscuros de la razón humana entran en contacto con la luz de la Palabra de Dios. Citaron a Jesús una ordenanza de Moisés que se encuentra en Deuteronomio 25:5-10: cuando un hombre moría sin haber tenido hijo, su hermano debía casarse con la viuda y darle descendencia. Entonces ellos presentaron un supuesto caso de siete hermanos que murieron sin haber dejado hijos, habiendo pasado la mujer del primero sucesivamente a cada uno, según la ley de Moisés. “En la resurrección, pues, ¿de cuál de ellos será mujer, ya que los siete la tuvieron por mujer? Entonces respondiendo Jesús, les dijo: Los hijos de este siglo se casan, y se dan en casamiento; mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección” (v. 33-36). La primera creación, puramente material, no continúa en el cielo. Es necesario una nueva creación, espiritual y eterna.

En el principio, Dios dijo al hombre: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra” (Génesis 1:28). Pero en el cielo no será así. En la resurrección de entre los muertos, los que sean estimados dignos de formar parte de ella, cuerpo y alma serán llevados a un estado espiritual, semejante al de los ángeles, que será definitivo y glorioso. Como no habrá muerte, tampoco habrá necesidad de reemplazar una generación por otra, como sucede ahora en la tierra. Allí, nada se estropeará, nada terminará sobre la nueva tierra. Todo se mantendrá en un eterno frescor. En Apocalipsis 21:4 leemos: “Ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”. ¡Qué dichoso porvenir en el cual las relaciones naturales serán reemplazadas ventajosa y gloriosamente por las relaciones espirituales, celestiales y divinas! Allí Jesús, en quien Dios será visto y conocido en todas sus glorias, absorberá todos los pensamientos y llenará los corazones en el reposo del amor divino.

A continuación, Jesús les dio una prueba de la resurrección, extraída de los libros de Moisés, la parte de las Escrituras admitidas por los saduceos: “Pero en cuanto a que los muertos han de resucitar, aun Moisés lo enseñó en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (v. 37-38). El hecho de que Dios se llamara el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, cuando se reveló a Moisés en la zarza de fuego, en el desierto de Madián (Éxodo 3:1-6), estando los patriarcas muertos para los hombres desde hacía ya varios siglos, era la prueba de la resurrección. Dios no se habría llamado su Dios, si hubieran dejado de existir. No dice que «había sido» su Dios, sino que «es»: “Yo soy”. “Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. Siendo su Dios, los traerá junto a todos los que sean dignos de tener parte en aquel siglo eterno de felicidad gloriosa. Entonces, cuerpo y alma reunidos, por medio de la resurrección de entre los muertos, cuya primicia fue Cristo (1 Corintios 15:23). En la bendición eterna, Dios no desea tener solo almas inmortales, sino a hombres con sus cuerpos, pero en una condición infinitamente mejor que la de la actual creación (v. 36).

En este evangelio, Jesús añadió: “Para él (Dios) todos viven”, palabras que no se encuentran en Mateo, ni en Marcos. El alma de todos los que murieron no dejó de existir, y no solamente de quienes murieron siendo creyentes. Viven para Dios, ante cuyos ojos nada queda oculto, a pesar de la separación momentánea del alma y del cuerpo, tanto para los salvados como para los perdidos.

En la creación Dios formó al hombre con un cuerpo sacado de la tierra y con un alma constituida por el soplo de Dios, llegando a ser así “alma viviente”. Como consecuencia del pecado, al morir, la parte material de su ser, el cuerpo, volvió a la tierra de donde provenía. Y dice en Eclesiastés:

El espíritu vuelva a Dios que lo dio
(Eclesiastés 12:7).

En este pasaje, se trata del espíritu de todo hombre. “Vuelva a Dios” no quiere decir estar en la felicidad eterna, sino sencillamente volver a su origen, sin hacer distinción de lo que ha sucedido sobre la tierra. Así, para Dios todos los espíritus que han dejado los cuerpos, viven. La muerte solo se aplica al cuerpo, y esto por un tiempo. En el momento establecido por Dios, los espíritus de todos se juntarán con su cuerpo, unos para resurrección de vida, y otros para resurrección de condenación (Juan 5:29). Estos últimos quedarán eternamente bajo las consecuencias de sus pecados, y los primeros estarán eternamente bajo los beneficios de la gloriosa obra de Cristo, en quien habían creído.

Después de haber oído la respuesta de Jesús a los saduceos, algunos de los escribas, la clase religiosa opuesta a los saduceos, dijeron a Jesús: “Maestro, bien has dicho. Y no osaron preguntarle nada más” (v. 39-40).

La pregunta tocante al Hijo de David

Jesús hizo una pregunta a quienes lo rodeaban, pero ninguno parecía tener una respuesta. Les dijo: “¿Cómo dicen que el Cristo es hijo de David? Pues el mismo David dice en el libro de los Salmos: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. David, pues, le llama Señor; ¿cómo entonces es su hijo?” (v. 41-44; cita del Salmo 110:1). La respuesta a esta pregunta implicaba toda la historia maravillosa de la humillación, el rechazo, la muerte de Cristo y sus resultados gloriosos. Según la carne, Jesús era hijo de David, pero cuando vino a la tierra, no subió al trono de David. En vez de proclamarlo rey, los hombres lo despreciaron, lo humillaron y le dieron muerte. Él mismo se anonadó y aceptó, sin abrir la boca, todas las vejaciones que le impusieron sus criaturas. Obedeció a Dios hasta la muerte de cruz. Pero Dios lo resucitó y lo hizo sentar sobre su trono, dándole un nombre sobre todo nombre, mientras espera el momento de hacer valer su autoridad sobre la tierra. El salmo citado presenta a Jesús en su posición actual, hasta que llegue el momento de tomar su gran poder, cuando sus enemigos serán puestos bajo sus pies. Según la carne, Jesús era hijo de David, pues había nacido de los descendientes de ese rey. Así lo establecen las genealogías de Mateo y de Lucas. Pero, por la posición que Dios le dio como Hijo del Hombre, y como consecuencia de su humillación y de toda su obra, es el Señor de David, pues ha sido elevado a la gloria. Esta pregunta ponía en evidencia la culpabilidad de los judíos, quedando expuesta su enemistad hacia él y su rechazo. Cuando Jesús estableciera su reino recibirían el juicio merecido.

Los versículos 45-47, constituyen una especie de resumen del capítulo 23 de Mateo. Allí el Señor pronunció los siete “ayes” sobre los escribas y los fariseos, y enseñó a sus discípulos cómo debían conducirse en medio del pueblo judío al cual Dios todavía soportaba. Aquí, simplemente los puso sobre aviso contra la hipocresía de los escribas, quienes buscaban honores y su propia satisfacción. Hacían largas oraciones bajo el pretexto de interesarse por las viudas en sus pruebas. El Señor dijo: “Estos recibirán mayor condenación” (v. 47). Esta conducta presenta un contraste absoluto con la de Jesús en medio de los hombres, conducta que debe ser la de todo creyente.

La vida del Señor se caracterizó por la humildad, el renunciamiento, la abnegación, la búsqueda constante de la gloria de Dios y del bien de los demás según el pensamiento de Dios. Su vida fue de completa obediencia. Si se nos alerta en contra del espíritu farisaico, es para que imitemos a Jesús en todo. Esto es posible si él es nuestra vida, habiendo sido escogidos “en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo” (1 Pedro 1:2). Es decir, para obedecer como él obedeció. Los jefes religiosos de los judíos buscaban la gloria de los hombres. En contraste con esto, Jesús dijo:

Gloria de los hombres no recibo
(Juan 5:41).

Y en el versículo 44 mostró que al recibir la gloria del hombre, no podían creer, porque en ese espíritu Dios no tiene lugar. No puede tener un lugar cuando el hombre busca lo suyo propio y no lo que le corresponde solo a Dios.

¡Ejercitémonos cada día y en todo a ser imitadores del Hombre manso y humilde de corazón! Él fue el Hombre perfecto porque obedeció siempre a su Dios y Padre. “Entrando en el mundo dice:… He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:5, 7). Y cumpliéndola dijo: “Yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:29).