Del Sinaí al Gólgota

Una carta de Juan Samuel Syniak

Profesor en vez de rabino

Mi ambición era llegar a ser rabino, ya que mi familia pertenecía a la clase sacerdotal. Según nuestro árbol genealógico, soy descendiente de la casa de Aarón. Por eso cuando cumplí nueve años, me enviaron a la sinagoga para estudiar bajo la férula de los dirigentes religiosos de la comunidad judía. Dios me había dotado de una conciencia delicada, y la severa educación que me impartieron mis padres me había ayudado a desarrollarla. Desde los cuatro años tuve conciencia del horror del pecado y de la santidad de Dios. Un día en que me estaba bañando estuve a punto de morir ahogado. En esos momentos, la angustia que se apoderó de mi alma fue terrible pues, aun reconociendo que era un pecador, no podía implorar el socorro de Dios, porque estaba desnudo en el agua. De acuerdo con las prescripciones del Talmud, un judío no puede orar si no está completamente vestido. Pero Dios me salvó de aquella fatalidad, como lo hizo más tarde cuando, manifestando su gracia, me salvó de la perdición eterna.

Cuando cumplí trece años, se celebró la fiesta de mi emancipación y de la responsabilidad que todo joven debe asumir desde esa edad. Yo mismo redacté el discurso que debía pronunciar en esa ocasión, discurso que en estos casos suele ser escrito por el maestro de religión. El tema que elegí para esa oportunidad fue “el nazareno”, pues mi deseo era consagrar mi vida entera a Dios. El día que recibí los amuletos o filacterias, fue un día de piadosas resoluciones y, puedo decirlo, muy feliz. Pero dos días después, me encontraba abatido y desanimado. Había faltado a mis compromisos y experimentaba mi incapacidad para llevar una vida santa, debido a la condición pecaminosa de mi corazón. Desde ese momento sostuve una ininterrumpida lucha interior y suspiraba constantemente por hallar liberación.

Por consejo de mi guía espiritual, me uní a unos jóvenes judíos, celosos en la fe, en cuya compañía estudié la ley, haciendo ayunos y oraciones. Comenzábamos el estudio a las siete de la mañana y continuábamos sin interrupción hasta las tres de la tarde; luego lo retomábamos a los cuatros y seguíamos hasta las cinco de la mañana siguiente. De las veinticuatro horas del día, solo asignaba tres para participar de mis frugales comidas y para dormir por un corto lapso de tiempo. No me acostaba en la cama, sino que dormía en una silla del aula. Solo el viernes a la mañana volvía a casa y, extenuado, dormía hasta el sábado a la mañana.

Viví de ese modo durante dos largos años, hasta que mi salud se quebrantó seriamente, debido a las privaciones y largas vigilias que me había impuesto. Pero también mi alma estaba enferma, porque no hallaba la paz. Así que renuncié a mi proyecto de ser rabino y me dispuse a estudiar para obtener un título de profesor. Después de varios años me asignaron una cátedra para enseñar los idiomas ruso y hebreo en Kischineff, un poblado de Besarabia, muy lejos de mi patria.