Romanos

Comentario bíblico de la epístola a los

Capítulo 8 - El triunfo de la gracia

“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (v. 1). Con estas palabras triunfales comienza el apóstol el capítulo 8 de su epístola. De alguna manera es el punto final que él pone, con un corazón pleno de alegría, al concluir sus explicaciones, es el glorioso resultado de las enseñanzas de los tres capítulos precedentes.

¡Ninguna condenación hay para todos aquellos que están en Cristo Jesús!

¡Qué afirmación! El apóstol no habla de algo que se pueda obtener poco a poco o que pertenezca solamente a cristianos fieles o adelantados, sino de una realidad de la que pueden gozar todos aquellos que han sido llevados a esta posición: “en Cristo Jesús”. Esta forma incondicional pareció tan incomprensible a algunos copistas del Nuevo Testamento, que uno de ellos consideró el final del versículo 4 (“que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”) como una restricción presuntamente útil, y la puso al margen del texto, mientras que otros copistas más recientes la dejaron en el texto mismo1 . ¡Dios sea loado! la salvación que él da es incondicional; la liberación de toda sentencia condenatoria pertenece a todos aquellos que “están en Cristo Jesús”. Por supuesto que ello no disminuye en absoluto el deber de todo creyente en cuanto a andar continuamente en forma vigilante y a someterse a un severo juicio de sí mismo, pero es un error nefasto, en el fondo una gran presunción, hacer que la seguridad de esta posición en Cristo dependa del andar y de los sentimientos del creyente.

Sabemos de qué manera fue obtenida esta preciosa posición. El pecado en la carne que nos colocaba bajo sentencia de muerte y de condenación fue juzgado una vez para siempre en Cristo. Todos aquellos que están en Cristo Jesús han sido “plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte” (cap. 6:5), están crucificados con él, muertos con él. ¡Por eso ya no puede haber condenación para ellos! La parte de Cristo es también la de ellos. Así como no puede haber condenación para el Cristo resucitado, tampoco puede haberla para aquellos que están en él. Una vez más hallamos la misma gran verdad: en la cruz, al margen de la expiación de todos los pecados de los creyentes, también fue juzgado lo que les causó tantos tormentos: el pecado en la carne. Ya no son hombres en el primer Adán, sino que ahora se hallan ante Dios como hombres en Cristo. Ellos están, como vamos a verlo seguidamente, “en el espíritu” y no ya “en la carne”. Ese es el lugar que les asignó la gracia, una posición que implica para ellos deberes solemnes y santos, pero que no depende en absoluto del grado de su conocimiento o de la fidelidad de su andar. El creyente anda fielmente no para lograr esta posición sino porque la posee.

  • 1N. del Ed.: Así es en la versión Reina Valera 1909 y 1960. Otras versiones españolas hacen constar en una nota al margen que este texto ha sido añadido al fin del versículo 1.

La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús

Leemos a continuación: “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (v. 2). Nuevamente encontramos la palabra “ley” en el sentido ya conocido en el capítulo 7, como un principio que obra invariablemente de la misma manera y procura alcanzar su objetivo (ver también las expresiones “ley de las obras” y “ley de la fe” en el cap. 3:27). La expresión “ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús” alude a esta poderosa e invariable operación del Espíritu de vida en nuestro amado Salvador, quien, después de haber cumplido su obra, se presentó en medio de sus discípulos como vencedor de la muerte y del sepulcro para infundirles esta vida y el Espíritu como fuente y potencia de vida, “para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Y así como esta ley obró en Cristo, de igual modo “la ley del pecado y de la muerte” formó en nosotros el principio dominante, del cual no podíamos escapar. El capítulo anterior nos ha mostrado lo suficiente el pobre estado y la completa incapacidad que nos caracterizaban. Solo cuando el hombre mencionado en ese capítulo dejó de intentar, por medio de esfuerzos legales, la derrota del pecado que mora en él y se sometió sin reservas a la justicia de Dios, entonces se produjo la liberación. Sin embargo, notemos que esta verdad no es expresada aquí bajo una forma que abarque a todos los creyentes, como una regla aplicable a todos de la misma manera, sino que el apóstol se vale una vez más de la forma personal, lo que sucede por última vez en el enfoque de este asunto. Según ese primer versículo, nosotros esperábamos aquí un «nos» más bien que un “me”, tal como en el versículo 4; pero, si bien esa “ninguna condenación” se aplica a todos los cristianos, se dice en el versículo 2: “Porque la ley del Espíritu… me ha librado de la ley, etc.”, lo que quiere decir que, a pesar de la indisoluble vinculación existente entre el versículo 2 y el contenido del versículo 1, tenemos aquí una cuestión de experiencia personal, que bien podría ser la parte de todos, y conocida por todos, pero que muy a menudo no es comprendida y que, como consecuencia de esa falta de comprensión, y desdichadamente a menudo también a causa de infidelidad, no es realizada prácticamente.

En realidad, es algo indeciblemente grande poder decir con el apóstol:

Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado,

no: me librará, sino me ha librado, para no estar ya sujeto desde entonces “a la ley del pecado y de la muerte”, sino para servir al Señor con la dichosa libertad de un rescatado y con el poder del Espíritu Santo, es decir, como un hombre “en Cristo”. El apóstol expresa espontáneamente el deseo, para él y para todos sus lectores creyentes, de que conozcamos el contenido de este versículo no solo como algo que poseemos en Cristo, sino también que, al realizarlo prácticamente, tengamos nuestra carne por muerta y manifestemos que estamos realmente liberados de su dominio.

El Hijo de Dios tuvo que morir

Como lo hemos dicho frecuentemente, el fundamento de todo ello es la muerte y la resurrección de Jesucristo. Esta gloriosa obra de la redención es una vez más contrastada con la completa impotencia de la ley del Sinaí. “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (v. 3).

La completa insuficiencia de la ley para ayudar al hombre nos ha sido claramente demostrada (cap. 7).

La ley podía exigir, condenar, maldecir, pero no salvar.

Y lo que la ley no pudo hacer, Dios lo hizo. Intervino, al enviar a su Hijo único, para solucionar la cuestión del pecado. Para ello, Cristo tuvo que venir a esta tierra como un hombre de carne y hueso, nacido de mujer, sin pecado, puro y santo, pero en semejanza de carne de pecado, y esto es lo que ocurrió: “Aquel Verbo (o Palabra) fue hecho carne”; “la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:14, 17).

Y Cristo no solamente tuvo que venir, y su perfección como hombre ser puesta a prueba a todo lo largo de su camino aquí abajo, sino también que la cuestión del pecado solo podía ser resuelta por su muerte, ya que el pecado únicamente podía ser quitado por un santo sacrificio por el pecado. La vida de nuestro Salvador, santa y sin pecado, no podía salvarnos. Ella solamente manifestó la fealdad de nuestro triste estado. El grano de trigo tenía que caer en tierra y morir; de otro modo, él quedaría eternamente solo (Juan 12:24). También leemos, en Hebreos 9:26, que él, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado. Y Dios se valió de ese medio para resolver a su entera satisfacción esta cuestión que de otro modo habría sido insoluble. El pecado en la carne fue juzgado de raíz; nuestro antiguo estado desapareció para siempre, y el creyente, liberado del poder y del dominio del pecado que moraba en él, desde entonces ya no está obligado a vivir “conforme a la carne”, sino que puede y debe andar “conforme al Espíritu” (v. 4). Es cierto que el pecado está aún en él, pero no puede acarrearle el juicio, puesto que ya ha sido juzgado en Cristo. Al mismo tiempo, el creyente, al juzgar por sí mismo el pecado que está en él, testifica que en su corazón está de acuerdo con Dios y no con el pecado. La existencia del pecado en él no puede perturbarlo ni impedirle vivir cerca de Dios. Solamente si permite al pecado que actúe en él y empieza a andar según la carne, su comunión práctica con el Dios santo se interrumpe y permanece interrumpida hasta que confiese sinceramente su pecado. Entonces el Padre, según su fidelidad y su justicia, le perdona y le purifica de toda iniquidad (1 Juan 1:9).

El hecho de que el creyente pueda fallar no afecta en nada su posición ante Dios. Es doloroso y humillante que un cristiano peque, y las consecuencias pueden ser muy serias, pero ello no tiene nada que ver con su redención. Él está “en Cristo” y, estando en Él, ya no puede haber juicio y condenación para él como no los hay tampoco para el propio Cristo. En el Resucitado se encuentra más allá del poder de Satanás, más allá del lugar en que, por la fe, la carne fue juzgada y donde el viejo hombre fue crucificado. Al estar crucificado con Cristo, no es más él quien vive, sino que Cristo vive en él (Gálatas 2:20).

Es muy interesante comprobar la relación que existe entre los tres primeros versículos de este capítulo y los tres capítulos precedentes. La primera mitad del capítulo 5 nos enseñó que, estando nosotros justificados por la fe, tenemos el perdón de los pecados, la paz con Dios, etc.; por el contrario, la segunda mitad nos habló del estado pecaminoso en que nos encontrábamos como descendientes del primer Adán y de la posición de justos a la cual hemos sido llevados por la obediencia del segundo Adán. Así también el primer versículo del capítulo 8 nos dice que ahora estamos en Cristo Jesús y que, como tales, no solo ya no tenemos que temer ninguna ira, sino también que ya no hay condenación alguna para nosotros. El capítulo 6, a su vez, nos habló del dominio ejercido por el pecado, bajo el cual gemíamos, y nos mostró cómo ese dominio fue roto en la muerte de Cristo. Del mismo modo aquí, en el versículo 2, leemos que

La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.

Finalmente, el capítulo 7 nos hizo conocer las experiencias de un hombre que, no conociendo la justicia de Dios, intenta procurarse una justicia legal. Así también el versículo 3 de este capítulo 8 habla del hecho de que Dios, al enviar a su Hijo amado, cumplió lo que era imposible para la ley, y que, si Cristo se hizo cargo de los frutos del árbol corrompido, no fue para dejarnos el encargo de terminar ante Dios el propio árbol. No, él se encargó de todo el estado en el cual nos hallábamos por naturaleza: el árbol fue juzgado, el pecado en la carne fue condenado y para el creyente ese pecado fue quitado para siempre de la vista de Dios.

Un andar conforme al Espíritu

Es cierto que el creyente ahora puede levantar la cabeza con toda confianza, pero también puede y debe seguir, por gracia de Dios, los gustos y las tendencias de la nueva naturaleza que está en él, del Espíritu de vida en Cristo Jesús. El versículo 4 conduce a ese resultado práctico. En la medida en que el cristiano sabe y experimenta por la fe que él se encuentra ante Dios con una nueva naturaleza, el nuevo «yo» es libre (incluso si el viejo «yo» procura hacer valer su influencia perniciosa) de andar conforme al Espíritu y no conforme a la carne; y en la misma medida en que realiza eso y manifiesta en su vida los resultados de la muerte y la resurrección de Jesucristo, el derecho, es decir, la justa exigencia de la ley, está cumplido en él (v. 4). Durante el tiempo que un hombre permanezca prácticamente bajo la ley y se esfuerce para mejorar en él la carne y cumplir las justas exigencias de la ley, no encontrará más que amargas decepciones; pero, cuando el alma reconoce la plenitud de la gracia que está a su disposición en el Salvador muerto y resucitado, y desvía sus miradas del miserable «yo» para ponerlas en Cristo, entonces ella no solo llena, con el poder del Espíritu Santo, las exigencias de la ley con respecto a Dios y a su prójimo, sino que aun las supera.

El creyente puede representar a Dios, como resucitado de entre los muertos, amando a sus enemigos, bendiciendo a aquellos que le maldicen, etc.

En el creyente se puede ver, merced a la gracia que actúa en él, la manifestación de Dios, aunque, por supuesto, con mucha imperfección. Se ve a Dios mismo en el creyente o, en otras palabras, no se ve solamente lo que un hombre debería ser, sino lo que Cristo, el Hombre de Dios, era aquí abajo. Su imagen es representada en el creyente, aun si lo es con debilidad y muchas fallas.

En relación con las últimas palabras del versículo 4, los versículos siguientes (cap. 5-8) desarrollan más detalladamente el contraste entre aquellos que andan conforme a la carne y los que andan conforme al Espíritu. En los dos casos hay una naturaleza obrante, activa, que tiene sus propias inclinaciones y fines. “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu” (v. 5). Aquí no se trata de una mayor o menor medida de frutos, sino del carácter de las dos naturalezas. Cada una tiene sus pensamientos puestos en lo que le es propio, en lo que la caracteriza (carne o espíritu). Los nuevos principios que actúan en los cristianos se oponen a los de los demás hombres. El hombre en su estado natural, la naturaleza caída y ajena a Dios, es “conforme a la carne” y sigue sus malas inclinaciones y sus codicias. El cristiano, o la nueva naturaleza que ha recibido, es “conforme al Espíritu”, el cual mora en él y bajo cuya influencia él se encuentra. En el creyente se despiertan pensamientos completamente nuevos, propios de una naturaleza nacida del Espíritu y que busca lo que es del Espíritu; una naturaleza santa, que ama las cosas santas, librada del yugo del pecado y que anhela lo que es «espiritual».

Oposición absoluta entre la carne y el Espíritu

“Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (v. 6-7). La carne y el Espíritu son y permanecen opuestos entre sí. El pensamiento de la carne está dirigido a las cosas visibles, conduce a la muerte, tanto ahora como eternamente. “No hay paz para los malos, dijo Jehová” (Isaías 48:22). Por el contrario, el pensamiento del Espíritu es vida y paz, una fuente en nosotros que surge para vida eterna y que llena el alma de paz y gozo. En Cristo eso era perfecto, mientras que en el cristiano la realización es imperfecta, como ya lo dijimos a menudo, pero el apóstol no habla de ello aquí, sino que solamente expone los principios.

Y el pensamiento de la carne no es solo muerte, sino que también es rebelión contra Dios, pues no reconoce su autoridad. En pocas palabras, está enemistada con Dios. No se sujeta a la ley, a la cual el hombre está sujeto naturalmente porque ella es la regla de conducta de la criatura responsable ante Dios. Ella no se ajusta a la ley de Dios, ni tampoco puede hacerlo. ¡Qué juicio agobiador de parte de Aquel que juzga justamente! ¡Ella es tan perversa que no puede sujetarse! Tan pronto como Dios da un mandamiento, el espíritu de rebeldía se manifiesta en ella, ya que la mala voluntad propia es su regla de conducta. Quiere ser independiente y odia todo lo que agrada a Dios. Ese es el motivo por el cual el hombre tiene necesidad de una naturaleza completamente nueva que ame a Dios y las cosas celestiales. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). “Y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (v. 8).

¿Cómo podría ser posible que Dios pudiera contemplar con agrado a seres tales como los que acabamos de describir? Seres “en la carne”, o “nacidos de la carne”, es decir, seres que, como descendientes del caído primer Adán, se hallan ante Dios en su posición y andan en sus pisadas “según la carne”. “Vivir según la carne” no significa otra cosa que corrupción irremediable unida a la rebeldía y a la enemistad contra Dios.

¡Dios sea loado eternamente por haber hecho que el creyente no se encuentre más en tal posición!

“Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (v. 9). La morada del Espíritu Santo en el creyente es la prueba irrefutable de que este último no vive más “según la carne”, sino “según el Espíritu”. Ya en el capítulo 7:5 leímos: “Porque mientras estábamos en la carne” etc., y todo el capítulo 6 nos mostró seres que, liberados del dominio del pecado, viven para Dios y le presentan sus miembros como instrumentos de justicia. El hombre descripto en la segunda mitad del capítulo 7 aún no puede hacerlo; es, como ya lo dijimos, semejante al hijo pródigo, volviendo por el buen camino, pero todavía no ha reconocido por la fe lo que es el Padre y cómo Él se reveló en Jesucristo. La seguridad personal del completo perdón y de su aceptación por parte del Padre aún no está presente en su alma. Esta seguridad solo puede hallarse en un ser en el cual more el Espíritu Santo. Únicamente cuando se halla en los brazos del Padre y se le pone el más hermoso vestido deja de pensar en sí mismo, de hablar de sí y de hacer esfuerzos para mejorarse. El Padre, lo que él es y lo que él ha hecho, llena entonces toda la perspectiva del alma; esta da “gracias a Dios, por Jesucristo”; olvidándose de sí misma por entero, descansa en lo que Jesús hizo por ella, se halla en condiciones de entrar en la casa del Padre y de participar de sus goces. Es cierto que aún tiene responsabilidades, pero estas tienen un carácter absolutamente nuevo, son de una clase completamente nueva. Repetimos que el creyente es un hombre “en Cristo” y un hombre que vive “según el Espíritu”, que no está bajo la ley, aunque no está sin ley. La gracia le da todo lo que necesita para andar según su nueva posición.

Repetimos una vez más que en el pasaje que analizamos no se trata de un estado variable del alma, la cual hace progresos o se enfría, según su espiritualidad y fidelidad, sino que es un privilegio que pertenece a todo verdadero creyente, a cualquiera que es de la fe de Jesús, y ello no por un tiempo solamente, sino para toda su carrera hasta la meta. En otro tiempo vivía “según la carne”, pero ahora vive “según el Espíritu”, tal como lo confirma el final del versículo 9: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”, o «no es cristiano», al menos en el verdadero sentido de la palabra. Dios da el Espíritu a todo aquel que recibe por la fe la palabra de verdad.

Hoy en día, todo el que oye el Evangelio de la salvación y lo cree, es sellado con el Espíritu de la promesa, así como lo dice
(Efesios 1:13).

¿Por qué, entonces, el apóstol habla aquí del Espíritu de Cristo? ¿Hay un Espíritu de Dios y otro de Cristo? No, hay un solo Espíritu. Sin embargo, el uso de ambas expresiones no deja de tener su razón de ser. ¿No sería el hecho de que el Espíritu de Dios se manifestó en Cristo en una vida consagrada a Dios hasta su último aliento? De modo que, al contemplarle, podemos ver lo que era esa vida, y todo aquel que no manifieste los rasgos de esa vida no da ninguna prueba de que obra en él el mismo Espíritu que estuvo en Cristo. Así, pese a tener tal vez un hermoso testimonio exterior, en realidad no le pertenece a Él, no es un verdadero cristiano.

Cristo está en el creyente

“Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (v. 10). En el primer versículo leímos que nosotros, los creyentes, estamos “en Cristo”, y aquí, que Cristo está en nosotros, de lo cual se extrae como conclusión que el cuerpo verdaderamente está muerto a causa del pecado, pero que el espíritu vive a causa de la justicia. El cuerpo es el vaso terrenal en el cual el pecado mora y actúa. Si le dejo hacer su voluntad, solo resultará el pecado. ¿Qué debo hacer, pues, ya que soy un hombre en el cual vive Cristo? Se me exhorta a aplicarme la muerte, a no obedecer a las concupiscencias de mi cuerpo mortal (cap. 6:12) sino a hacer morir las obras de la carne (cap. 8:13). En la medida en que yo lo realice, el pecado perderá su poder sobre mí y el Espíritu podrá, sin impedimento, obrar en mí una vida que produzca frutos de la justicia. Si Cristo está en mí, se plantea esta cuestión: ¿Ha de prevalecer mi voluntad o la voluntad de Cristo? El «yo» nuevo responderá sin dudar: la voluntad de Cristo. Bien, pero ello solo puede ocurrir si yo no permito que mi cuerpo manifieste su vida y, en cambio, tiendo a lo que es del Espíritu de Dios, a lo que a Él le agrada. No olvidemos que los frutos de la justicia práctica únicamente pueden crecer si uno se tiene por muerto al pecado, pero vivo para Dios mediante el poder del Espíritu Santo.

Semejante vida ¿no es una vida de esclavitud? Al contrario, es una vida de libertad que no está sometida a la carne y a sus concupiscencias,

Una vida en la cual se puede seguir dichosamente a Cristo bajo la dirección de su Espíritu.

Ojalá todos podamos andar cada vez más de esta manera hasta que nuestros cuerpos de humillación sean transformados en cuerpos gloriosos en los cuales no more más el pecado.

Última liberación

De esta tercera y última liberación habla el apóstol en el magnífico pasaje que sigue: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (v. 11). Los efectos de la muerte y la resurrección de Cristo se extienden así también a nuestros cuerpos mortales. No solo ya no hay más condenación para mí; no solo mi alma puede regocijarse por la preciosa liberación del dominio del pecado y de la muerte, sino también mi pobre cuerpo, que lleva en sí el germen de la muerte, experimentará un día las gloriosas consecuencias de la obra redentora de Cristo. Si él es sepultado en una tumba, resucitará. Desde ahora es templo del Espíritu Santo y más tarde será nuevamente vivificado para servir de morada eterna y gloriosa al alma liberada. Consideremos muy bien esto: contrariamente a lo que se oye decir a menudo, no recibiremos un cuerpo nuevo, sino que el viejo será resucitado y transformado.

No todos dormiremos; pero todos seremos transformados
(1 Corintios 15:51).

El Espíritu Santo, quien actualmente mora ya en nuestro cuerpo, porque el creyente es hecho en Cristo participante de la vida eterna, jamás renunciará a sus derechos sobre ese cuerpo. Tan cierto como que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, y que por esta razón el Espíritu de Dios mora en nosotros, igualmente cierto es que nuestros cuerpos mortales serán también resucitados. Satanás no tiene más derecho sobre ellos, pues Cristo los ha comprado por precio y le pertenecen. De modo que nuestra liberación será completa. Ya hoy en día la libertad de la gracia es, por el Espíritu Santo, nuestra parte en la posición que tenemos en Cristo. La libertad de la gloria es aún futura, pero ciertamente la poseeremos porque el Espíritu Santo mora en nosotros. Él es las arras de nuestra herencia (Efesios 1:14), él nos garantiza la resurrección de nuestro cuerpo.

Antes de pasar a la meditación del párrafo siguiente, deseamos recordar una vez más los tres diferentes puntos de vista o caracteres bajo los cuales el Espíritu se nos presenta en este pasaje. Primeramente es el Espíritu de Dios que mora en nosotros y es la poderosa fuente de todo bien en nosotros. Él nos alienta, nos reprende, nos exhorta y nos advierte, etc. Seguidamente, él es el Espíritu de Cristo, el cual se reveló aquí abajo en la vida y el andar de Cristo y debe caracterizar ahora nuestra vida y nuestro andar. Luego, en tercer lugar, él es el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos y nos da la seguridad de que el mismo poder que resucitó a Cristo transformará también nuestros cuerpos mortales en semejanza a su cuerpo glorioso (Filipenses 3:21).

Resultados de una vida según la carne o según el Espíritu

En los versículos siguientes, el apóstol extrae la conclusión práctica de lo que ha dicho hasta aquí: “Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (v. 12-13). Puesto que somos seres que ya no viven conforme a la carne, no tenemos ninguna relación con ella, e incluso podemos vencerla por el Espíritu al tenerla por juzgada y tenernos por muertos.

“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne”. Involuntariamente, a uno le parece que le faltara algo a la frase. Se aguarda un «sino». Sin embargo, la Palabra de Dios siempre es justa y perfecta. Nosotros habríamos continuado así: «sino somos deudores del Espíritu, para vivir conforme al Espíritu». Eso estaría totalmente de acuerdo con las inclinaciones legalistas de nuestras mentes. Sin embargo, el escritor inspirado no habla así, pues ello nos quitaría la preciosa libertad a la cual hemos sido llevados por nuestro Redentor y nos colocaría de nuevo, aunque de manera diferente, es cierto, bajo una ley que nos sería tan imposible de cumplir como la antigua. No obstante, a causa de nuestra nueva posición tenemos solemnes obligaciones. ¿No nos liga a esta posición una santa responsabilidad? ¡Por cierto!, pero esas obligaciones no pesan sobre nosotros como una ley, pues resultan de la nueva vida que nos es dada. Ellas están de acuerdo con los deseos de nuestra nueva naturaleza y se cumplen merced al poder del Espíritu. Santiago habla al respecto de la perfecta ley, la de la libertad, porque la voluntad del nuevo hombre en todo sentido está de acuerdo con la voluntad de Dios (Santiago 1:25). El deseo del nuevo hombre es hacer esta voluntad. En realidad, el contraste radica entre los dos principios que obran en nosotros: la carne y el Espíritu. Por eso el apóstol añade: “porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis”.

En ambos casos, el resultado es seguro; en el primero, como una consecuencia natural y necesaria; en el segundo, como algo asegurado por Dios mismo. En el primer caso, es la muerte; en el segundo, nuestra parte consiste en la vida y la gloria. Aquí el lector puede plantear esta cuestión: «Entonces, ¿un hijo de Dios puede perderse?». Respondo: no; no se trata de eso en este pasaje; aquí nada tiene que ver con el lado divino, sino con el aspecto humano de la cuestión. Dios nos ha dado una nueva vida, la cual no transcurre conforme a la carne, pues no puede hacerlo así; pero si, a pesar de eso, vivo conforme a la carne, entonces vuelvo atrás, al terreno de la vieja naturaleza, de la carne, y dado que ello depende de mí, moriré, pues el fruto, el justo salario de una vida conforme a la carne, es la muerte. Dios podría decirme que es imposible que ese camino desemboque en la vida. Si, por el contrario, mediante el Espíritu hago morir los actos del cuerpo, viviré, viviré para siempre con el Dios que me dio la vida y cuyo Espíritu mora en mí y obra en esa vida. La salvación incondicional (para siempre) del creyente sobre el fundamento de la obra de Cristo es una verdad. Su responsabilidad, su andar fiel en pos de Cristo, es otra verdad. Dejemos cada una de esas verdades donde Dios las puso y entonces todo será sencillo y claro, mientras que, si las mezclamos, como desdichadamente se hace con tanta frecuencia, la confusión será la inevitable consecuencia de ello.

Nuestra posición como hijos o niños de Dios

“Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios” (v. 14). Mediante este pasaje llegamos a la maravillosa relación a la que hemos sido llevados como seres que ya no son conducidos por la carne y que tampoco se hallan más, como otrora Israel, en la posición de siervos o esclavos. Hoy somos conducidos, por el Espíritu de Dios que mora en nosotros, no ya a un estado caracterizado por el temor servil, sino por la paz. Si ello es así, tenemos la prueba de que somos hijos de Dios. El Espíritu que hemos recibido no es “el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor”, sino

El espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! (v. 15).

Allí donde se halla este Espíritu, allí está la libertad. Bajo la ley no había más que esclavitud y temor. El Espíritu Santo obraba por cierto en los creyentes del Antiguo Testamento y les empleaba como testigos y mensajeros de la verdad, pero, sin embargo, no moraba en ellos. Los propios discípulos, antes de la resurrección y la ascensión del Señor, no pudieron tener la seguridad formal de ser hijos de Dios, y sin embargo el nombre de Padre les había sido revelado. Esta seguridad es ahora nuestra preciosa parte desde que el Espíritu Santo descendió personalmente e hizo su morada en nosotros, como Espíritu de adopción. Pablo escribe a los gálatas: “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre!” (Gálatas 4:6). No estamos bajo una férula, no somos menores de edad que tengan que seguir las órdenes de un tutor o curador, sino que somos conducidos por el Espíritu como hijos de Dios que tienen conciencia de esta relación.

¡Qué relación para seres como los que éramos! Y seguidamente leemos: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos (niños) de Dios. Y si hijos (niños), también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”1  (v. 16-17).

De la relación a la cual hemos sido llevados se desprenden bendiciones maravillosas. El Espíritu no solamente nos infundió una nueva vida y despertó en nosotros sentimientos y deseos propios de niños, sino que también da testimonio con nuestro espíritu (precisamente esa nueva vida engendrada en nosotros) en cuanto a que somos niños de Dios, pertenecientes a la familia de Dios y, por tal razón, participantes en todo lo que es propio de esta relación. Entonces no se trata aquí del testimonio de Dios, que nos llega de afuera, concerniente a nuestra liberación por la fe en Cristo, sino de un testimonio en nosotros, del sentimiento certero que posee el alma en cuanto a que somos niños de Dios. Querría plantear la siguiente pregunta: «¿No tenemos ese testimonio, esa seguridad? ¿No clamamos con una confianza infantil: Abba, Padre?». ¿Por qué podemos clamar así? Porque el Espíritu testimonia con nuestro espíritu que somos niños de Dios. No podríamos clamar así si el testimonio no estuviera en nosotros.

Antes de ir más lejos, digamos algunas palabras sobre los títulos de -hijos- y -niños-.

El título de “hijos” nos hace pensar más bien en nuestra posición y en los privilegios que se relacionan con ella, en contraste con el nombre de siervos o esclavos, en tanto que el nombre de “niños” alude más bien a la íntima relación en la cual estamos con el Padre, como nacidos de Dios. No solo somos adoptados como hijos, colocados en la posición de hijos, sino que también somos engendrados como niños de la familia de Dios para disfrutar desde ahora de los gozos de esta relación y para pronto entrar en posesión, con Cristo, de todo lo que pertenece a Dios mismo. Somos niños de Dios con todas las maravillosas y eternas bendiciones que emanan de esta relación.

“Si hijos (niños), también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo”. En otro tiempo Israel era la heredad de Dios, un lugar bendito. Sin embargo, nuestro lugar es infinitamente más elevado y glorioso, ya que somos herederos de Dios, su posesión es la nuestra. El segundo título (coherederos con Cristo) nos muestra cómo aquello fue posible. Solamente con él podemos y debemos compartirlo todo; con él, quien, como Primogénito de toda creación y Primogénito de entre los muertos, el Creador y el Redentor, tiene un derecho indiscutible sobre todas las cosas, quien, en su gracia maravillosa, nos hace participar de esas cosas. Por supuesto que siempre y en todo, como hombre, él debe tener el primer lugar (Colosenses 1:18), y si pensamos en él como Dios, es claro que nunca podremos participar de su divinidad, no obstante lo cual, como niños, tenemos parte en la naturaleza divina y, como hijos, en la plena bendición relativa a esos títulos.

  • 1N. del T.: En la versión Reina-Valera 1960 —empleada por lo general en este libro—, así como en la versión Moderna (V. M.) —utilizada como alternativa— en el pasaje del capítulo 8:14-21 se usa la expresión “hijos de Dios”. En la obra original (en alemán) el autor, en cambio, hace distingo entre “Söhne” (hijos) y “Kinder” (niños), siguiendo así el texto bíblico original griego. Con respecto a este último, conviene reproducir lo expresado por W. E. Vine en su Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento: «La diferencia entre los creyentes como “niños (teknon) de Dios” e “hijos (huios) de Dios” se hace patente en Romanos 8:14-21. El Espíritu da testimonio a su espíritu que son “hijos de Dios”, lit. “niños”, teknon, y, como tales, son Sus herederos y coherederos con Cristo. Ello pone el acento sobre su nacimiento espiritual (v. 16-17). Por otra parte, “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos (huios) de Dios”, esto es, ‘éstos y no otros’. La conducta de ellos da evidencia de la dignidad de su relación y semejanza con Su carácter». Para conservar esa diferenciación que hace el autor y el original griego, hemos decidido traducir hijos o niños, según el caso.

Padecer con Cristo

El camino que conduce a esa meta gloriosa, colocada ante nosotros, pasa por el sufrimiento. Ningún cristiano puede eludirlo. Por eso tenemos como final de la frase: “si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados”.

Esta condición desconcertó a más de un lector a causa de una lectura superficial del pasaje. Así ocurre a menudo cuando leemos la Palabra de Dios: lo hacemos demasiado rápidamente o demasiado superficialmente y mezclamos nuestros propios pensamientos en lugar de escudriñar los pensamientos de Dios sin ideas preconcebidas pero sí con oración.

El pasaje dice claramente: si es que padecemos con Cristo, y, sin embargo, se ha supuesto que se trata de padecer por Cristo. Sabemos, por Filipenses 1:29 y por nuestra propia experiencia, que padecer por Cristo, padecer por el nombre de nuestro Señor, es un privilegio no acordado a todo creyente. Por el contrario, ningún verdadero creyente puede dejar de padecer con Cristo. Nuestro Señor y Salvador estaba en el mundo;

Antes de ir a la cruz era -hombre de dolores, experimentado en quebranto-
(Isaías 53:3).

Un mundo de pecado y de muerte, de padecimientos y lágrimas, dominado por los principios de la carne, solo podía ser, para su santa naturaleza y su corazón lleno de amor, una continua fuente de duelo. Él anduvo enteramente solo, como un extranjero solitario, a menudo incomprendido, incluso por sus propios discípulos, quienes le afligían con su egoísmo, su incredulidad, su falta de inteligencia y otros sentimientos semejantes. Las cosas que veía y oía ofendían sus ojos y oídos, herían su corazón y al mismo tiempo despertaban su profunda simpatía. En medio de esas cosas él no hallaba para sí mismo ninguna simpatía ni consolador, solo recogía, a cambio de su amor, odio e ingratitud, y en pago de su bondad la burla.

De igual modo el hombre espiritual siente en su camino lo que Cristo sintió, aunque aquel lo experimente menos profundamente. Asimismo su naturaleza está en oposición a todo lo que le rodea, sufre donde Cristo sufrió, padece con Cristo. Su amor hacia Dios y hacia sus semejantes, sus sentimientos por la pureza y la santidad, su respeto por el nombre y los derechos de Dios y de su Ungido, sí, todo lo que en él pertenece a la naturaleza divina, viene a ser en él causa de padecimientos. Las consecuencias del pecado que ve a su alrededor, unidas a la incredulidad, la indiferencia y la obstinación de los hombres le hacen sufrir. Todo lo que deshonra a Cristo, toda palabra impura o blasfema le causan pena. Hasta el malhechor en la cruz reprendió a su compañero por el ultraje que le infería al Señor, pues ello le causaba dolor. Sin embargo, ¡Dios sea loado!, no siempre será así. Precisamente por compartir los padecimientos de Cristo, al creyente le está asegurada la participación de su gloria en el cielo. Pronto todos aquellos que sufren aquí abajo serán glorificados con él en el cielo. Si alguien no sufre en alguna medida con él, así fuera por algunos días u horas (como el malhechor), eso probaría que no es nacido de Dios, que no es un cristiano, pues ¿cómo el Espíritu de Cristo podría obrar en un corazón sin producir los sentimientos que se hallaban en el propio Cristo?

Es cierto que somos niños de Dios, y por lo tanto herederos de Dios y coherederos con Cristo, y, sin embargo, aún no poseemos la herencia, no solo porque todavía estamos en el cuerpo, sino también porque nuestra herencia misma está aún manchada y sometida a la corrupción. Tal como está ahora, la creación no concuerda con los herederos, ni con el Señor, ni con los suyos.

Por tal razón, él está sentado a la diestra de Dios, esperando, y nosotros con él, la hora de la revelación de la gloria venidera.

Con respecto a esta gloria, el apóstol, quien conocía el padecimiento más que cualquiera de nosotros, podía escribirles a los romanos: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (v. 18-19). El Espíritu de Dios, para alentarnos, dirige nuestras miradas hacia esta gloria y nos dice que los padecimientos por los que pasamos hoy, por agobiadores que sean, no son dignos de ser comparados con la gloria que está ante nosotros. ¿Hasta qué punto lo experimentamos? El apóstol, en lo que le concernía, podía decir: “Pues tengo por cierto”. Él no solo sabía, sino que estaba plenamente convencido. En los versículos 22 y 28, en los cuales se trata de una parte común a todos los creyentes, él dice: “Sabemos”. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando el Cristo, que es nuestra vida, sea manifestado, entonces nosotros también seremos manifestados con él en gloria (Colosenses 3:3-4). La creación toda espera ardientemente esa revelación de los hijos de Dios. Ella sufre y suspira, pues “fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad (ya que no tiene voluntad) sino por causa del que la sujetó (el primer Adán) en esperanza; porque también la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos (niños) de Dios. Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (v. 20-22).

Esperanza para la creación sufriente

La creación suspira como consecuencia de la caída, la cual la puso bajo la servidumbre de la corrupción. Cuando el hombre, jefe de la primera creación, cayó, su suerte fue compartida por toda esta creación. Ignoramos cuán bella era antes de la caída, pero sabemos que, según la apreciación de Dios, todo “era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). El pecado del hombre lo echó todo a perder, pero qué precioso es el pensamiento de que la creación que, por nuestra culpa, cayó bajo la esclavitud de la corrupción, espera el momento en que seamos glorificados para ser libertada de esa esclavitud. ¡Qué maravillosos son los designios de Dios! Él, en su gracia infinita, actúa primeramente acerca de los culpables, de aquellos que, con su caída, causaron toda esta miseria, y elige seres a los cuales quiere manifestarles las riquezas de Su amor y misericordia para hacer participar de la gloria venidera a la creación caída en la corrupción por culpa de ellos. Dios habló por los profetas de otrora “de la restauración de todas las cosas”, de la regeneración, como el Señor la llama en Mateo 19:28 (ver Hechos 3:19-21).

Al encaminarnos hacia la manifestación de esta gloria, nosotros, quienes por nuestros cuerpos pertenecemos aún a esta creación, nos expresamos por ella. Con nuestros suspiros participamos de los suspiros de la creación sufriente de manera aceptable a Dios y tanto más profunda por cuanto reconocemos lo que es pecado y prácticamente nos separamos de él en nuestro andar. El amado Salvador era enteramente sin pecado (origen de todos los sufrimientos), pero simpatizó de manera perfecta con las consecuencias de ese pecado. Se estremeció profundamente en espíritu y se conmovió cuando, al dirigirse al sepulcro de Lázaro, vio llorar a María y a los judíos que la acompañaban. Estos últimos pensaban que él derramaba lágrimas a causa de su gran apego por el difunto. Lamentablemente, ni sospechaban la verdadera causa de su aflicción.

El apóstol compara esta creación con una mujer que sufre dolores de parto y que espera impacientemente el nacimiento de su hijo, anunciado por los dolores que ella siente. La mujer no puede apresurar este acontecimiento; solo puede suspirar y esperar. Lo mismo ocurre con la creación, la que suspira y aguarda la revelación de los hijos de Dios. Estos aún no se distinguen exteriormente de los demás hombres; pueden ser débiles, pobres o deformes; sufren y mueren como ellos, pero no será siempre así. Pronto aparecerán con Cristo en gloria como sus coherederos, después de haber sido resucitados de entre los muertos o bien transmutados. Entonces la creación será liberada para gozar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Esta liberación de la esclavitud de la corrupción depende de la revelación de la gloria cuando Dios reúna todas las cosas en Cristo (Efesios 1:10).

Hoy es el tiempo de la gracia y nadie puede gozar de la libertad de esta gracia, salvo por la fe. Cuando aparezca la libertad de la gloria de los hijos de Dios, las benditas consecuencias de la obra redentora de Cristo se manifestarán también en la creación. El agrado de toda la plenitud que habitó en Cristo era reconciliar consigo todas las cosas por medio de él, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz (Colosenses 1:19-20). Esas cosas aún no están reconciliadas, pero la sangre expiatoria de Cristo, la cual es el fundamento de esta reconciliación, ha sido derramada; la obra necesaria ha sido cumplida.

Esperando el rescate de nuestros cuerpos

Y no solo la creación, “sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (v. 23). No suspiramos porque estemos agobiados por la vanidad de las cosas terrenales, sino porque el Espíritu nos hace sentir el contraste existente entre nuestro estado actual y la gloria que está ante nosotros, estado que nos es recordado continuamente por nuestros cuerpos, aún no liberados. En efecto; “la adopción” no es aún, en el pleno sentido de la palabra, nuestra parte. Para ello es preciso que seamos revestidos de un cuerpo glorificado por el poder de Cristo.

Poseemos -este tesoro en vasos de barro- y deseamos -ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial-
(2 Corintios 4-5).

Al estar llenos de la esperanza de la gloria, somos llevados, por la contemplación de las cosas que nos rodean, a prorrumpir en esos suspiros que de alguna manera son la expresión de los suspiros de la creación. Esos suspiros no son, como ya lo hemos dicho, los frutos de nuestro descontento o impaciencia, sino que son producidos por el Espíritu Santo que mora en nosotros y del cual tenemos las primicias1 . Los suspiros del creyente son inspirados, pues, por un espíritu de amor, y, cuanto más el amor de Dios derramado en nuestros corazones obre por el Espíritu, más profundamente sentirá aquel que todo lo que le rodea se opone a Dios.

“En esperanza fuimos salvos; pero la esperanza que se ve, no es esperanza; porque lo que alguno ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos” (v. 24-25). El creyente, hecho perfecto en su conciencia y conducido por el poder del Espíritu Santo, sabe que las cosas que están delante, y que él aún no ve, son una esperanza que no confunde. Él no sabe cuándo las contemplará, pero sabe de manera cierta que vendrán, por lo cual espera con paciencia. Esta esperanza le hace gozar de alguna manera de las cosas futuras como si fueran actuales.

  • 1Probablemente llamado así con la vista puesta en la gran “cosecha” del fin de los días, cuando el Espíritu Santo sea derramado “sobre toda carne” (Joel 2:28; Isaías 32:15). De modo parecido se nos llama a nosotros “primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).

El Espíritu nos ayuda

“De igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (v. 26).

¡Qué gracia maravillosa! Con anterioridad vimos que el Espíritu mora en nosotros, nos conduce y da testimonio con nuestro espíritu de que somos niños de Dios, y aquí se nos dice que condesciende a identificarse con los creyentes en su actual estado de debilidad. Somos seres de carne y hueso, débiles, cortos de vista, sujetos a las influencias de dentro y de fuera. Por naturaleza quizá somos ansiosos y temerosos, bajamos los brazos fácilmente y nos desalentamos. Pero, al atravesar este mundo y pensar con amor en aquellos que hacen las mismas experiencias que nosotros, podemos gozar de la profunda simpatía de nuestro Sumo Sacerdote en el cielo, quien fue tentado en todo, como nosotros, aparte del pecado, y tenemos en nosotros el Huésped divino que continuamente intercede por nosotros con suspiros indecibles. En lo que está en relación con esta creación, las tentaciones, las enfermedades, las dificultades, etc., las que nos asaltan a nosotros y a nuestros hermanos en este mundo (sí, incluso en todas nuestras circunstancias), no sabemos lo que es necesario pedir como conviene. No conocemos el remedio y no distinguimos los pensamientos de Dios; entonces, no podemos hacer otra cosa que suspirar, pero el mismo Espíritu que produce esos suspiros en nosotros, se une a esos suspiros1  que ninguna palabra puede expresar y nuestro Dios y Padre, en lo alto, quien nos ve y nos oye, sabe cuál es el pensamiento del Espíritu,

Porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos (v. 27).

¡Qué gracia que podamos tener la certidumbre de que el Dios que escudriña los corazones, frase importante, descubra en nuestros suspiros el pensamiento del Espíritu, pues, si nuestros pensamientos son sinceros ante Dios, es el Espíritu el que expresa nuestros sentimientos de seres que aún pertenecen a esta creación y que comparten los sufrimientos de ella, y entonces Dios comprende al Espíritu.

  • 1N. del Ed.: Con esta expresión “gemidos indecibles” el apóstol no habla de la falsa tendencia actual que enseña que es provechoso orar a Dios con palabras sin significado (se dice «orar en lenguas»), sino de esos suspiros que salen de nuestra alma agobiada.

Una maravillosa promesa

Y no solo ello, sino que al mismo tiempo sabemos que, “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (v. 28). No siempre sabemos, por falta de conocimiento, qué debemos pedir como conviene (el propio apóstol Pablo es un ejemplo de ello, como lo vemos en 2 Corintios 12), pero hay algo que sabemos,

Y es que todas las cosas concurren para el bien de aquellos que aman a Dios. ¡Qué precioso consuelo!

Destaquemos, además, la expresión “a los que aman a Dios”. No dice «a los que son amados por Dios», lo que, sin embargo, siempre es cierto. Se trata de seres que viven en un mundo ajeno a Dios, sobre los cuales Sus ojos se posan con agrado, a quienes él les preparó “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre” (1 Corintios 2:9; ver Santiago 1:12; 2:5).

A esos seres los llamó para que salieran del mundo, según su propósito divino, y se los dio a su Hijo amado, y ahora ellos conocen su relación de hijos ante el Padre. Cuando Dios considera en esta tierra a los hijos del mundo, cuyo espíritu es enemistad contra él, ve a algunos que le aman, por débil que sea ese amor. Ellos solo le pueden amar porque él les amó primero. Es cierto que el amor de ellos siempre será débil y pequeño, pero eso en nada cambia el hecho de que son objeto del amor de Dios y que él hace que todas las cosas, grandes o pequeñas, concurran para el bien de ellos. A esta preciosa seguridad se añade aun el hecho de que los creyentes, desde antes de la fundación del mundo, eran el objeto del propósito de Dios; él los conoció e incluso los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo (v. 29). ¡Qué declaraciones maravillosas! Ellas desembocan en lo expresado al final de este capítulo, a saber, que Dios es por nosotros, y que, por tal razón, ningún poder, ni de lo alto ni de lo profundo, puede separarnos de su amor.

Una maravillosa esperanza

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó” (v. 29-30). En esta gloriosa cadena de pensamientos y designios de Dios que, yendo de una eternidad a otra, une el consejo divino con nuestra glorificación en la casa del Padre, la gracia de Dios brilla con resplandor incomparable. Este es el único pasaje de la epístola que habla de los designios de Dios anteriores al tiempo de los siglos, pero tiene un efecto imponente. Por eso comprendemos bien la exclamación del escritor: “¿Qué, pues, diremos a esto?”.

Los dos versículos citados en último término nos muestran que el trabajo de Dios respecto de aquellos a quienes llamó no cesa:

Comienza en la eternidad y termina en la eternidad.

A aquellos a los que predestinó, les llamó, y a los que llamó, también les justificó y… les destinó a ser conformes a la imagen de su Hijo. Su gracia no cesará hasta que haya logrado sus propósitos de amor, hasta que a todos esos llamados los vea ante sí glorificados y “hechos conformes a la imagen de su Hijo”.

La mirada de Dios reposa aún con agrado sobre el hombre de su diestra, el Hijo del hombre sentado en lo alto con la gloria de la resurrección, y a esta gloria él nos predestinó. Esa gloria debe ser la parte de aquellos que eran del mundo y que le fueron dados por el Padre. Ya aquí, en la tierra, hay, en un sentido espiritual y según la fidelidad de cada uno, una conformidad más o menos grande con Cristo; pero, como hijos de la resurrección y como hijos de Dios, debemos estar a los ojos de Dios en cuerpos conformes al cuerpo glorioso del Hijo amado. Sin embargo, a pesar del íntimo vínculo que nos une a él, le contemplaremos con adoración y con un profundo gozo le llamaremos Señor, a él que es el único digno de recibir la honra, la gloria y la bendición. Aquel que santifica y nosotros, los santificados, de uno somos todos, de manera que él no tiene vergüenza de llamarnos hermanos (Hebreos 2:11), y, no obstante, él será, por toda la eternidad, para gozo del Padre y para cumplimiento de sus consejos, el “primogénito entre muchos hermanos”, y como tal constituirá el centro resplandeciente de todos los bienaventurados que, transformados a su imagen, le verán como él es (1 Juan 3:2). ¿Y qué pasará con ellos? Se prosternarán con alegría y echarán sus coronas ante el trono de aquel que les amó y se dio a sí mismo por ellos.

Dios es por nosotros (v. 31-39)

Solo nos falta echar un vistazo a la parte final de este maravilloso capítulo. Las declaraciones que acabamos de considerar conducen al apóstol a esta conclusión ya mencionada, que está en relación con toda la enseñanza de la epístola y que es expresada por él en nombre de todos los creyentes, a saber, que Dios no solo mora en nosotros por su Espíritu, sino que también está por nosotros, es decir, que todo su amor está a nuestra disposición. Y un Dios que ama de tal modo no rehúsa nada. De ahí que leamos: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (v. 32). El don del Hijo es una realidad, es el don más grande, el que abarca a todos los otros. Si por nosotros Dios no escatimó a aquel que era el gozo y las delicias de su corazón, el centro de todos sus pensamientos, si lo entregó por nosotros, cuando aún éramos impíos y enemigos, ¿cómo ahora, cuando somos santos y amados, podría rehusarnos algo bueno?

¿Quién estará contra nosotros?

Y además, si Dios es por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién podría oponerse al Dios eterno y arrancarnos de sus brazos poderosos? ¿Quién podría quitarnos su favor o impedirle que ejercite su amor por nosotros? Por eso son bienaventurados todos aquellos que pueden decir con fe infantil: ¡Dios es por mí! Fuera de lo que ya dijo, el apóstol nos da aquí tres pruebas del hecho de que Dios está realmente por nosotros:

La primera es precisamente el don de su Hijo; la segunda, que Dios mismo nos justifica; y la tercera, que nada puede separarnos de su amor.

En la primera prueba, ante todo tenemos expuesto el amor de Dios, fuente de todas las otras. No todos los creyentes comprenden esto. Muchos ven en Dios, en primer lugar, al justo Juez, cuya ira por cierto fue desviada por la obra de Cristo, pero que no obstante está sentado sobre su trono como un Juez duro y severo. No tienen la seguridad de que Dios es amor y que, por tal razón, es el origen y el fundamento de nuestra salvación. No ven en Dios más que la santidad y solo en Cristo el amor. Así ocurría casi generalmente en los días de la Reforma y así sucede mucho aun en nuestros días. Pero, ¡Dios sea loado!, no es la justicia la que reina hoy (reinará cuando llegue el día del juicio, y ¡desdichados de aquellos que tengan que enfrentarla!). No, hoy reina la gracia por la justicia (cap. 5:21). Tiene suma importancia para la paz de nuestros corazones que lo comprendamos claramente y que así tengamos justos pensamientos acerca de Dios. Es cierto que Cristo lo cumplió todo para satisfacer la justicia de Dios, pero es igualmente cierto que fue el amor de Dios el que predestinó “el cordero” para sufrir y darse por nosotros. Teníamos necesidad de la justicia de Dios para poder estar ante él, pero también necesitábamos su amor en actividad en Cristo para que participáramos de él. “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados”, y merced a haber hecho a Cristo pecado por nosotros somos hechos su justicia en él (2 Corintios 5:19, 21).

De modo que nuestra fe y esperanza se fundan sobre Dios mismo (ver 1 Pedro 1:21). Sobre el fundamento de la justicia de Dios, eterna e invariable,

Sabemos que él nos concederá con Cristo, en nuestra carrera, todo lo bueno y finalmente la gloria misma.

Pero Dios ¿no sigue siendo siempre santo y justo? Por cierto. Nosotros podemos cambiar y ser infieles a lo que confesamos ser; pero él, por el contrario, permanece fiel, no cambia nunca. No puede negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13). Esta es por cierto una solemne verdad, pero ¿no somos escogidos de Dios1 , a quienes él rescató al elevado precio de su cordero sin mancha y sin defecto? Y si eso es así, “¿quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (v. 33-34).

  • 1Conviene advertir cómo el Espíritu Santo inmediatamente relaciona con Dios todos los objetos de que trata en esta epístola: el Evangelio de Dios, la ira de Dios, la gracia de Dios, la justicia de Dios, los escogidos de Dios, Dios es el que justifica, etc.

Dios nos defiende

Si Dios mismo es quien nos defiende, por cierto que podemos estar plenamente confiados. Y ¿por qué él puede obrar así y cerrar la boca de todo acusador? La respuesta es Cristo, el Hijo del hombre, quien murió, resucitó y ahora está sentado a la diestra de Dios. Satanás es llamado “el acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12:10), pero ¿qué puede hacer si el Juez mismo justifica? Habría sido mejor que en su tiempo no acusara al sumo sacerdote Josué, el representante de la pecadora ciudad de Jerusalén (Zacarías 3). Su ataque terminó para él en una completa derrota y en gloria para la gracia y la justicia de Dios. Siempre será así. ¿Acaso Jehová no había escogido a Jerusalén? ¿Josué no era como un tizón arrebatado del fuego? ¿Qué podía responder Satanás cuando el ángel ordenó que se le quitaran a Josué las vestiduras viles (o sucias) y que se le pusieran ropas de gala y una mitra limpia sobre su cabeza? Este acontecimiento maravilloso no es más que una débil imagen de la realidad actual: nuestras relaciones con Dios tienen una intimidad que Israel no conocerá jamás, la gracia de Dios y su justicia son manifestadas mucho más claramente para nosotros desde que Cristo murió, resucitó y ocupa su lugar a la diestra de Dios. El propio Dios aparece aquí, pues, como aquel que justifica, de modo que no solo somos justificados ante él por la fe. Hablando de Cristo mismo el profeta Isaías dice: “Cercano está de mí el que me salva; ¿quién contenderá conmigo?…

He aquí que Jehová el Señor me ayudará; ¿quién hay que me condene?
(Isaías 50:8-9).

El apóstol pone estas palabras aquí en labios de los creyentes. ¡Qué identificación maravillosa y bendita! Pero aún está Jesús: no solo Dios nos justifica sobre el fundamento de la obra de su Hijo, sino que el propio Hijo, como el Hombre resucitado y glorificado, intercederá sin cesar por nosotros mientras estemos en nuestros cuerpos. ¿Podría haber un consuelo más grande? ¡Aquí abajo el Espíritu Santo intercede por nosotros y en las alturas lo hace el Hijo de Dios! Al conocer estas dos realidades podemos comprender que incluso las dificultades del camino no pueden debilitar el poderoso vínculo que nos une a Cristo y por medio de él a Dios.

Más que vencedores

“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (v. 35). El apóstol no quiere decir que el creyente no se enfrente a estas cosas. Ellas están presentes, y las sentimos en toda su agudeza. El propio Hijo de Dios pasó por todas esas pruebas y sufrimientos. Él experimentó todo aquello por medio de lo cual el adversario procuraba desviar al hombre de Dios del camino de separación y obediencia. No hay sufrimiento, ni dolor ni prueba de fe por los cuales él no haya pasado, y él los sentía mucho más profundamente que la intensidad con que nosotros podemos sentirlos, pero, a pesar de ello, él los venció a todos.

Por eso, aun cuando el apóstol y otros han podido experimentar la verdad de esta frase: “Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero”, y aunque todas las dificultades y todos los sufrimientos que describe el versículo 35 se alzan en nuestro camino, la fe puede decir con ánimo:

En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó (v. 36-37).

Esas últimas palabras tienen en este pasaje una fuerza y una belleza particulares. ¿Qué fue lo que impulsó a nuestro Señor a recorrer su penoso camino en este mundo? ¿Por qué cargó con todas esas tribulaciones y sufrimientos, además de los padecimientos expiatorios? ¿No fue su amor maravilloso e incomparable, ese amor por seres miserables y odiosos?

De modo que no solamente su poder es el que obra en nosotros, seres débiles, y nos ayuda a atravesar todas las dificultades, sino que es ante todo su amor el que nos lleva, nos alienta, nos levanta y dirige nuestras miradas hacia la gloria, de la cual precisamente tenemos una prenda en esos sufrimientos (ver 2 Corintios 4:17-18). Sí, ¿quién nos separará de tal amor? En presencia de él, el apóstol termina por lanzar esta exclamación de alegría: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (v. 38-39).

Se trataba en primer lugar de dificultades y enemigos visibles de este mundo. Luego el apóstol enumera todos esos principados y potestades invisibles que podrían parecer capaces de separarnos del amor que nos conduce por el camino a la gloria. Y si se pueden enumerar sucesivamente (la muerte o la vida, las cosas presentes o las venideras, los principados de las alturas o de las profundidades) ¿qué son? Como no son más que cosas creadas, no son nada ante el Creador todopoderoso y frente a su amor incesante que todo lo supera.

Así como en relación con las cosas visibles se nos habla del amor de Cristo, aquí, cuando se trata de cosas invisibles, nuestras miradas son dirigidas al amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro. Como lo dijo otro escritor: «Cada uno está exactamente en su lugar. El amor de Cristo se manifestó en sus sufrimientos extremos que por nosotros experimentó aquí abajo y se despliega hoy en el cielo por medio de su intercesión a nuestro favor; el amor de Dios, que se manifiesta, es cierto, de una manera menos visible, pero que igualmente es infinito e invariable, todo lo preordenó para nosotros, todo nos lo dio, todo lo perdonó por gracia, nos guarda, nos prodiga su atención a lo largo de nuestro camino y, a pesar de todos los poderes adversos que pueden oponérsele, nos llevará a la plenitud de amor, gozo y gloria que únicamente pueden convenir a semejante Dios y a la obra redentora de semejante Salvador».

Como conocemos tal amor, aunque débilmente, es cierto, y como poseemos en nuestros corazones ese tesoro de riquezas inagotables, bien podemos, nosotros también, unir nuestros gritos de victoria a aquellos con los cuales el apóstol comienza y termina este capítulo.

¡Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús,

ningún enemigo, ningún principado puede separarnos del amor de Cristo y del amor de Dios! Aun cuando todas las cosas que nos rodean se derrumban, si bien todas llevan el sello del pecado y de su alejamiento de Dios, la fe desvía de ellas su mirada y contempla las cosas invisibles, descansa en el amor de Dios y se mantiene firme en el combate y los sufrimientos. Incluso a través de la bruma que podría impedirle ver, ella mira a aquel que, después de haber cumplido su obra, ha sido coronado de honra y majestad y se sentó a la diestra de Dios, donde espera ahora a los suyos para hacerles participar de su gozo y de su gloria.

Dios es por nosotros. ¡Qué cosa maravillosa!