Mimosa

La joven hindú

La muerte del padre

–¡No iré a esa peregrinación!

Quien se expresaba así con tanta determinación era el jefe de familia. Los suyos, ataviados con sus mejores vestimentas, se preparaban para ir con los otros miembros de su casa a una gran fiesta, en un templo, cerca del mar.

Era una de las principales peregrinaciones del año. Ninguno de ellos pensó que el padre de Mimosa estuviese a punto de hacer otro viaje del cual no se vuelve jamás; pero él sabía que su carrera tocaba a su fin. Su esposa y Mimosa no quisieron dejarlo solo.

Toda su vida, el orgulloso hindú había considerado a Siva como el señor de su alma, y su alma como un animal encadenado a su cuerpo. Su alma pertenecía a Siva como una bestia pertenece a su amo. Durante toda su vida, todo lo que había hecho desde el punto de vista religioso tenía un solo fin: desatar las cadenas que ligaban su alma, a fin de devolverla a aquel a quien pertenecía. Y ahora había llegado el momento en que esta alma quitaba su envoltura terrenal; ¿a dónde iría? Él había adorado en muchos templos, hecho limosnas, untado su frente, pecho y brazos con cenizas sagradas. Había aprendido, hasta donde un mortal puede hacerlo, un sinnúmero de nombres y atributos de su dios. Y para colocarse al amparo del mal, había ofrecido sacrificios a innumerables demonios. Estaba convencido de haber cumplido en todo. Se juzgaba irreprochable, excepto en lo concerniente a Star, pues había cedido al deseo de la joven dejándola en una casa cristiana. Además, para asegurar una buena educación a sus dos hijos, los había mandado a una escuela cristiana.

Y ahora, sintiendo que la muerte se acercaba, lo único que debía hacer era poner el sello sobre esa vida de fidelidad, con un único acto simbólico. Temblando, Mimosa vio que su madre se acercaba trayendo las cenizas sagradas.

–Marca la «Vibuthé» –le dijo.

Era el signo con el cual el dios de la muerte lo reconocería como perteneciente a Siva. Sin decir una palabra, rechazó las cenizas. Estaba demasiado enfermo para explicar su gesto.

Alejó la caja y gritó frente a la muerte:

–¡Voy hacia el supremo! –y expiró.

Los funerales se celebraron según las ceremonias de costumbre. Los hindúes creen que el espíritu del muerto no está fuera del alcance de cuidados. Inmediatamente después del deceso, sobre todo tratándose de un pariente cercano, hacen todo lo que les dicta el afecto para acudir en su ayuda. Este pensamiento reviste de cierta dignidad las precipitadas ceremonias que siguen después de la muerte del ser querido.

Rápidamente, bajo un pequeño abrigo improvisado en el patio, extendieron al padre de Mimosa sobre una estera, lo afeitaron y bañaron con agua traída del río más cercano, río sagrado, de aguas color cobrizo. Lo envolvieron en un sudario de muselina blanca, y frotaron su frente, sus brazos y pecho con las cenizas sagradas que él había rechazado un momento antes. Luego colocaron un tazón de arroz sobre su boca, y los amigos agregaron algunas monedas. Realizaron todo esto para ayudar al espíritu separado del cuerpo, en la primera etapa de su viaje.

Conducidas por la madre de Mimosa, las mujeres gritaban alrededor del cuerpo, llorando, gimiendo, alzando los brazos al aire y golpeándose el pecho, arrancándose los cabellos que formaban una gran caballera negra. Sentadas en el suelo, se balanceaban hacia adelante y hacia atrás musitando letanías que comparan al difunto con lo que es fuerte, glorioso y querido. No se puede asistir a tal escena sin conmoverse profundamente. Es la expresión literal del dolor sin esperanza.

La pequeña Mimosa escuchó todo esto y tomó parte en las ceremonias, demasiado emocionada para cantar y demasiado aterrada para llorar. Parecía insensible a todo. Pero cuando llevaron a su padre a la hoguera donde debían cumplirse los últimos ritos, y los platillos de cobre llenaron el aire con ruido ensordecedor, Mimosa sintió que algo se desplomaba alrededor de ella.