Marcos

Pláticas sencillas

Capítulo 9 - Jesús sigue instruyendo a sus discípulos

La transfiguración

Después de hablar con sus discípulos acerca de su muerte y de los beneficios que esta les brindaría, Jesús les anunció que algunos de ellos no gustarían la muerte sin haber visto el reino de Dios venido con poder.

Los discípulos habían confesado que Jesús era el Cristo. Si bien esto era correcto, ellos ignoraban el camino que Cristo debía atravesar para llegar a la gloria a fin de que ese reino fuera establecido, y que ellos tuvieran una parte en él. Después de instruirlos sobre este punto fundamental, Jesús quiso fortalecer su fe, sacudida quizás cuando escucharon hablar de su muerte y de sus sufrimientos. “Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos” (v. 2-3). Esta blancura resplandeciente debería haber hecho comprender a los discípulos la pureza celestial del reino de Dios, y mostrarles hasta qué punto todo en ese reino superaba su concepción del mismo. Podemos también apreciar el valor de la sangre de Cristo, en cuya virtud todos los creyentes serán presentados en la misma pureza, con sus ropas emblanquecidas en la sangre del Cordero (Apocalipsis 7:14). Isaías ya había dicho al pueblo: “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

Juntamente con Jesús, aparecieron Moisés y Elías. Hablaban con él. Lucas nos relata el tema de su conversación. En Marcos, el Espíritu de Dios nos da una visión del reino venido con poder. Esto es lo que Pedro comprendió cuando escribió en su segunda epístola:

No os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad
(2 Pedro 1:16).

Mientras transcurría esta maravillosa escena, Pedro y sus dos compañeros estaban espantados y no sabían qué decir. Pedro sugirió al Señor hacer tres tiendas, una para él, otra para Moisés y otra para Elías. El pobre discípulo quería cubrir la gloria celestial con una tienda material, pues incluso estando atemorizado, prefería ser testigo de la gloria antes que oír hablar de la cruz. “Bueno es para nosotros que estemos aquí”, dijo (v. 5). Así son nuestros corazones. Olvidamos fácilmente la cruz, la realización de la muerte, para detenernos en la gloria, olvidando que sin la cruz no tendríamos parte en la gloria. En ese mismo momento, Dios mostró a los discípulos cuánto diferían sus pensamientos de los de ellos y cuánto más elevados eran. En vez de encerrar a estos tres personajes gloriosos bajo una miserable tienda, la nube como una señal de la morada de Dios, cubrió a los tres discípulos, débiles hombres como nosotros. Dios mostró así que quería llevar al hombre a su misma presencia en virtud de la muerte de su Hijo, porque sin ella ningún hombre habría sobrevivido en semejante gloria. Nadie jamás había podido entrar en ella. En Éxodo 40:34-35 y 2 Crónicas 5:14, vemos que nadie pudo permanecer en el tabernáculo ni en el templo cuando la gloria del Señor los había llenado. Entonces desde la nube se escuchó una voz: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (v. 7). En su segunda epístola, Pedro dice del Señor: “Cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz” (2 Pedro 1:17). Fue a este Jesús, el amado Hijo de Dios el Padre, el hombre humilde, sufriente y que caminó hasta la muerte, que Moisés y Elías dieron lugar desapareciendo de la escena a fin de que solo él sea escuchado. Como ya lo hemos dicho al tratar este tema en Mateo, Moisés y Elías representan a la ley y a los profetas. Ellos daban lugar a Cristo, de quien habían dado testimonio, y cuya obra es la única que puede llevar a los pecadores hacia Dios y cumplir Sus consejos. Es solo él quien debe ser escuchado.

Cuando miraron, no vieron más a nadie consigo, sino a Jesús solo(v. 8).

¡Qué preciosa realidad para los discípulos tener solo a Jesús con ellos! Ya sea que se trate de la gloria que acababa de desvanecerse, de las dificultades en el camino, o de los sufrimientos, Jesús estaba con ellos, enseñándoles y haciéndoles comprender las verdades gloriosas que reemplazaban al régimen de la ley. Aunque Jesús está ahora en la gloria, él sigue siendo el mismo para nosotros; él está con nosotros y nos habla desde el cielo. En cada una de nuestras circunstancias dolorosas, y siempre, podemos realizar su presencia. Si el vacío se hace sentir a nuestro alrededor, podemos experimentar que todo aquí en la tierra es vanidad. Es solo Jesús quien permanece. Él está allí haciéndonos oír su voz, animándonos, consolándonos y enseñándonos. En él se encuentran todos los recursos que necesitamos hasta el momento en que seamos semejantes a él en la gloria.

La resurrección de los muertos

Jesús les prohibió expresamente a sus discípulos que contaran lo que habían visto, excepto “cuando el Hijo del Hombre hubiese resucitado de los muertos” (v. 9). Ellos se preguntaban qué significaba esto. Jesús les había hablado de su muerte, había fortalecido su fe en su persona y en su reino glorioso a través de la transfiguración. Era pues necesaria la resurrección para que Cristo pudiera volver y tomar posesión de su reino. Ya les había dicho en el capítulo 8:31, que resucitaría después de tres días. Los discípulos, como los judíos en general, excepto los saduceos, creían en la resurrección del día postrero. Sin embargo, ellos no conocían acerca de la resurrección de entre los muertos, la que dejaría a los demás muertos en sus tumbas, es decir, a aquellos que murieron sin tener la vida de Dios. Ellos no podían saberlo hasta que la muerte fuese derrotada por el Señor. Él es la resurrección y la vida. Su muerte iba a ser el triunfo sobre la muerte, y no el triunfo de la muerte, como Satanás y los hombres lo habían pensado por un tiempo. La resurrección de Cristo manifestó este triunfo. Lo mismo sucedió con muchos santos que dormían, cuyas tumbas se abrieron cuando Jesús entregó su espíritu, y después de la resurrección de Cristo aparecieron a muchos (Mateo 27:52-53). Es en virtud de esta victoria, que el Señor haciendo valer Su poder, en Su tiempo hará partícipes de esta resurrección de entre los muertos a todos aquellos que habiendo confiado en él, hayan pasado por la muerte. Pablo, hablando de la resurrección de los santos, dice:

Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida
(1 Corintios 15:23).

Habrá, pues, dos resurrecciones: la de entre los muertos, para todos los creyentes, en la venida de Cristo, y la de los impíos, que tendrá lugar después del reinado de mil años (Juan 5:28-29; Apocalipsis 20:4-6, 11-15).

Los discípulos no debían hablar de lo que habían visto en el monte hasta que Jesús resucitara de entre los muertos. En realidad, tampoco podían hacerlo porque se hallaban lejos de comprender los pensamientos de Dios. Se encontraban moralmente como el ciego del capítulo 8, que veía a los hombres como árboles. En ese momento no tenía sentido hablar del reino en gloria, antes que Cristo muriera y resucitase. Su muerte demostró el juicio de Dios sobre el pecado en el que se encontraba todo Israel así como todo hombre; y su resurrección estableció la base sobre la cual Dios podía cumplir todas sus promesas.

Fue después de la resurrección de Cristo, que los discípulos tuvieron una amplia comprensión y pudieron proclamar todos los resultados de la muerte del Señor. Él les había prohibido decir que era el Cristo (cap. 8:30), pero después de su muerte, ellos lo predicaron poderosamente (ver Hechos 2:31-36; 5:42; 18:5, 28). Fue también con gran vehemencia que dieron testimonio de la resurrección de Cristo (Hechos 2:24, 32; 3:15; 4:2, 10, 33; 5:30; 10:40; 13:30, 37; 17:3). Desde entonces, fueron revelados todos los pensamientos de Dios en relación a un Cristo resucitado y glorificado, que volverá del cielo para llevar consigo a su Iglesia y a todos los suyos. Luego establecerá su reino en gloria, del cual les había mostrado un anticipo en el monte de la transfiguración.

Los discípulos le preguntaron respecto de la venida de Elías (v. 12-13), la cual debía preceder al establecimiento del reino (Malaquías 4:5-6). En efecto, Jesús les dijo que Elías vendría primero, como los profetas lo habían anunciado, así como los sufrimientos del Hijo del Hombre. Pero los judíos habían hecho todo lo que quisieron con él. Esto sucedió con Juan el Bautista, el precursor de Cristo, que fue rechazado al igual que él, como lo vimos al estudiar Mateo 17:9-13.

Un espíritu inmundo difícil de echar fuera

Cuando Jesús bajó del monte encontró a los discípulos que había dejado, rodeados de una multitud y a los escribas que discutían con ellos. La gente asombrada probablemente por la ausencia de Jesús con tres de sus discípulos, corrió a saludarlo. Mientras Jesús preguntaba qué estaba sucediendo, un hombre se acercó y le dijo: “Maestro, traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo, el cual, dondequiera que le toma, le sacude; y echa espumarajos, y cruje los dientes, y se va secando; y dije a tus discípulos que lo echasen fuera, y no pudieron. Y respondiendo él, les dijo: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo he de estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo” (Marcos 9:17-19). En presencia de Jesús, el espíritu malo sacudió inmediatamente al niño quien se revolcaba en el suelo echando espuma. Habiéndole preguntado Jesús acerca del niño, el padre dijo que estaba así desde pequeño, y que a menudo el espíritu inmundo lo arrojaba al fuego y al agua para destruirlo. “Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos”, añadió el padre en su dolor (v. 22). Dos poderes se hallaban presentes allí: el de Satanás, quien en este caso manifestaba particularmente su carácter homicida tratando de destruir al muchacho; y el de Dios, en la persona de Jesús, cuyo amor lo había traído a este mundo para liberar al hombre del poder del diablo. A lo largo del tiempo, Satanás había intentado destruir a Israel, del cual este niño era una figura. Como él, desde su infancia, es decir desde el principio de su historia, había caído bajo el poder del Enemigo quien a pesar de todos sus esfuerzos, no había logrado destruirlo. Cuando en los últimos días el residuo judío se vea enfrentado a todo el poder del diablo, entonces el Señor, movido a compasión, intervendrá para liberarlo.

Jesús respondió al padre: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (v. 23). Jesús estaba en este mundo porque quería salvar. De parte del hombre, solo era cuestión de creer, pues todo el poder de la gracia de Dios se hallaba a disposición de la fe. Y así sigue siendo aún hoy. Si alguien siente la ardiente necesidad de salvación, ¿qué puede hacer sino creer en lo que Cristo hizo por él en la cruz? El padre exclamó con lágrimas:

Creo; ayuda mi incredulidad (v. 24).

En su infinita bondad, Jesús no solo quiere liberar, sino también producir la fe que logra apropiarse de él. ¡Cuán bueno es animar a quien, consciente de su falta de fe, ve que la liberación solo se encuentra en Dios! “Y cuando Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él” (v. 25). El demonio salió después de exclamar y desgarrar violentamente al niño que quedó como muerto. Pero Jesús lo tomó de la mano, y él se puso de pie.

¡Qué lejos está el hombre de percibir su terrible situación bajo el yugo de Satanás! Hoy, más que nunca, hay burlas acerca del diablo; se niega su existencia, y al mismo tiempo se recurre a él, se lo interroga a través de médiums, y se familiariza con él de diversas maneras, sin darse cuenta. Sin embargo, Satanás sabe bien cómo emplear todos esos medios. Poco a poco, el hombre se coloca bajo su dominio, hasta el día en que ya no será posible liberarse de él, cuando la energía del error desplegará todo su poder, y él recibirá el homenaje de los hombres, cuando haya dado su autoridad a su gran líder llamado “la Bestia” (Apocalipsis 13:4). Cegados por este poder diabólico, “cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina… y no escaparán” (1 Tesalonicenses 5:3). Para evitar semejante fin, hoy es ofrecida la salvación por la fe,

Una salvación tan grande” (Hebreos 2:3),

que no debería ser rechazada. El que cree, y quizás dice como el padre del niño: “Creo; ayuda mi incredulidad”, puede obtenerla en este mismo momento.

Cuando entraron en la casa, los discípulos le preguntaron a Jesús por qué no habían podido echar fuera este demonio. Jesús les respondió: “Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno” (v. 29). El poder que Jesús les había dado a sus discípulos sólo podía ser ejercido permaneciendo en una comunión práctica con Dios. Esto también debe ser una realidad para cualquier servicio. La oración nos pone en relación con Dios, fuente de poder, de amor, de gracia, de inteligencia, de paciencia, de sabiduría, y de todo lo que se necesita para cumplir un servicio, por pequeño que sea. Para orar, debemos ser conscientes de nuestra debilidad e incapacidad, es decir, de nuestra insignificancia. Al mismo tiempo, debemos tener la certeza de que Dios, y solo Dios, tiene todos los recursos a disposición de la fe. Él quiere y puede responder a todas las necesidades que tienen en cuenta sus intereses, entre los cuales se encuentran también los nuestros. Ayunar, espiritualmente significa abstenerse de todo lo que puede excitar la carne, embotando nuestros sentidos espirituales e impidiéndonos discernir la voluntad de Dios. Debemos comprender la necesidad que tenemos de la oración, puesto que la carne una vez en actividad, se apoya en sí misma y en sus propios recursos, desentendiéndose de Dios. Esta es una lección muy importante en cuanto a la causa de la incapacidad de los discípulos, y lo es también para nosotros. Si no la tenemos en cuenta, perderemos el gozo de servir al Señor, ya que la ausencia de la oración y el ayuno nos privan de percibir su poder. Una de las principales causas que nos impiden hacer un trabajo fructífero para el Señor es la mundanalidad que ha entrado en nuestros hábitos. Esto satisface nuestra carne, la alimenta, haciéndonos olvidar que estamos en un desierto para el alma. Como somos del cielo, este desierto no puede proveer nada para el hombre nuevo. El mundo ofrece al hombre viejo todo lo que desea, y es aquí donde deberíamos sentir que estamos realmente en un desierto. Para esto necesitamos la sobriedad (el ayuno), tan a menudo recomendada en la Palabra. Esta nos mantiene alejados de las cosas que nos rodean y que pueden influir en nuestros corazones, impidiéndonos servir eficazmente al Señor. Si, por ejemplo, alguno de nosotros se concediera disfrutar de algún placer mundano, ¿podría, inmediatamente después ir junto a un moribundo y hablarle del amor del Salvador de una manera eficaz? Su conciencia lo condenaría, puesto que estaría interrumpida la comunión con Dios. La Palabra expuesta no tendría poder, ya que el corazón no la disfrutaría. Oh, que en nuestros corazones gustemos de la oración y el ayuno cotidianos que el Señor nos concede a todos aquellos que lo conocemos como Salvador. En esa comunión íntima hay riqueza y abundancia para el corazón renovado, de la que brotará un servicio útil y fecundo para el que nos ha redimido, para que seamos un pueblo “celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).

Quien no posee la vida de Cristo, no puede hacer nada para Dios. Es una vida inútil para el Señor. Ella solo se gastará para su propia satisfacción. En esta triste condición no hay otra perspectiva que la muerte y el juicio. Pero, a Dios gracias, esto puede ser revertido aceptando a Jesús como nuestro Salvador. Entonces, el creyente puede ser un siervo útil (comparar con Onésimo en Filemón 11), para andar en las buenas obras que Dios preparó de antemano (Efesios 2:10).

Diversas lecciones

 

Versículos 30-50: Atravesando Galilea, Jesús anunció nuevamente a sus discípulos su muerte y su resurrección al tercer día: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán; pero después de muerto, resucitará al tercer día” (v. 31). Él buscaba desviar sus pensamientos de la gloria que tanto los atraía, para dirigirlos hacia su muerte, sin la cual se verían privados de todas las bendiciones tan estimadas a sus corazones como hijos de Abraham. Sin embargo, absorbidos en esto, no comprendían las palabras de Jesús. Cuando llegaron a Capernaum, Jesús, conociendoque habían discutido entre sí, les preguntó de qué estaban hablando. Sintiéndose reprendidos en sus conciencias, no respondieron nada, pues habían disputado sobre quién sería el mayor. ¡Cuán inoportuna era esa preocupación en el momento en que su Señor y Maestro acababa de hablarles de sus sufrimientos y de su muerte! Es comprensible que las palabras de Jesús permanecieran veladas para ellos, ya que sus pensamientos seguían una corriente absolutamente opuesta. Pero él, manso y divinamente paciente hacia los suyos, deseaba enseñarles. En su omnisciencia no ignoraba de qué habían hablado.

Entonces él se sentó y llamó a los doce, y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos (v. 35).

Qué pensamiento tan diferente al de los discípulos, pues lo que es elevado según Dios tiene otra medida para los hombres: “Lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lucas 16:15). Solo buscando el lugar que Jesús tuvo en la tierra hallaremos el camino de la grandeza según Dios. “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45). La verdadera gloria consiste en asemejarse a Jesús en su servicio de amor, olvidándose de sí mismo, tal como él lo hizo viniendo hacia nosotros para librarnos del estado miserable en el cual habíamos caído.

Luego Jesús “tomó a un niño, y lo puso en medio de ellos; y tomándole en sus brazos, les dijo: El que reciba en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí; y el que a mí me recibe, no me recibe a mí sino al que me envió” (v. 36-37). No solo deberíamos buscar el último lugar y querer ser siervo de todos para ser grandes según Dios, sino poseer también el espíritu que caracteriza a un niño pequeño: un ser sin pretensiones, sencillo, confiado, dispuesto a recibir al Señor. Es conmovedor imaginar al Señor atrayendo a un niñito hacia sí, y tomarlo en sus brazos. Su corazón brindaba libremente todo el amor que lo llenaba, un amor a disposición de todos, pero despreciado por aquellos cuya altivez e incredulidad mantenía a distancia esta gracia que era precisamente para ellos. El niñito aceptaba a Jesús, y eso es lo que da valor a alguien aquí en la tierra y para toda la eternidad. Dios estima a todo aquel que recibe a su Hijo, quien es el objeto de su deleite, y que fue enviado hasta aquí para dar a conocer su amor. En vez de pensar en sí mismos, en los beneficios que recibirían con la venida de Cristo a este mundo, y en las ventajas que podrían obtener para sus vidas, los pensamientos y los afectos de los discípulos deberían haberse enfocado en la persona de Jesús, recibiéndolo con una simplicidad infantil. Si alguien recibía en su nombre a un niñito, un ser que no tenía otro valor que el de dejarse llevar en los brazos de Jesús, no solo lo recibía a él, sino también a Dios quien lo había enviado. ¡Qué pensamiento tan elevado, contrario a los del corazón natural, que siempre está ocupado en sí mismo! Las grandes cosas de Dios se manifiestan generalmente en lo más sencillo a los ojos de los hombres, porque son apreciadas en relación con la persona de Cristo. Estar por Cristo o en contra de él, es la cuestión que nos interpela a todos, y la respuesta a ella determina nuestro destino eterno.

Jesús acababa de hablar acerca de recibir a un niñito en su nombre, entonces Juan le dijo: “Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba fuera demonios, pero él no nos sigue; y se lo prohibimos, porque no nos seguía” (v. 38). Aunque en apariencia buscaban la gloria de su Maestro, nuevamente los pensamientos de Juan y de los demás discípulos giraban en torno a sí mismos. “No nos sigue”, dicen. El “nos” era más importante para ellos que el nombre del Señor. “Jesús dijo: No se lo prohibáis; porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es” (v. 39-40). Con estas palabras, Jesús no quería decir que le era indiferente que lo sigan o no. Siendo menospreciado por la gran mayoría, lo que debía llamar la atención de los discípulos y ser de valor para ellos, era la aceptación o el rechazo de su persona. Seguir a Jesús en el camino que nos traza su palabra, es una cuestión de obediencia que se desprende del apego a su persona. Esto es muy apreciado por el Señor Jesús; pero es necesario hacerlo sin pensar que hay mérito en ello, de lo contrario, el corazón se estrecha ocupándose de sí mismo. Si nos ocupamos de Cristo, el corazón se ensancha y podemos crecer a su semejanza. La escasa visión de Juan le hizo olvidar que aquel hombre a quien querían impedir que expulsara los demonios estaba haciendo precisamente lo que ellos no habían podido hacer, a pesar de su posición privilegiada siguiendo al Señor.

El tiempo en que Jesús vivió sobre la tierra, al igual que nuestra época, se caracterizan por el rechazo de su persona. Quien no estaba en su contra, estaba a su favor. Observemos que el Señor no dice: «El que no está contra mí está por mí», sino que dice: “El que no es contra nosotros, por nosotros es” (v. 40). Él se identifica con sus débiles discípulos, puesto que, al fin y al cabo estaban con él. Esto es algo que el Señor reconoce y aprecia, diciéndoles en un determinado momento: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas” (Lucas 22:28).

Que el Señor nos conceda a todos seguirle por el camino de la obediencia a su Palabra, que es el camino de la verdad y el amor, animados por Su mismo espíritu, para que podamos ser guardados de la estrechez del espíritu sectario, que le da más importancia al «nosotros» que a la persona del Señor.

Todo lo que hacemos por el Señor es muy importante para Dios. En este mundo donde él es despreciado, incluso un vaso de agua fresca dado en su nombre a sus discípulos, por el hecho de que son suyos, tendrá su recompensa. Por otro lado, un niñito que cree en Jesús es tan valioso para él que si alguien le hiciera tropezar en su camino, dice Jesús que sería mejor para él que le pusieran una piedra de moler en su cuello y lo arrojaran al mar. Queridos lectores, dejémonos penetrar por este hecho tan importante para este tiempo y la eternidad; todo lo que hacemos en nuestras vidas es apreciado por Dios en relación con la persona de Cristo, rechazado por los hombres, pero glorificado por Dios.

En lugar de estar tan ocupados en su grandeza, los discípulos debían evitar todo lo que pudiera impedirles entrar en la vida, o en el reino de Dios, pues se trata ante todo de la vida eterna y de las cosas celestiales. En el caso de los pequeños, los motivos de una caída son a veces puestos por otros en su camino, mientras que para cada uno de nosotros, estos existen dentro de nosotros mismos. La mano, el pie, el ojo, son miembros indispensables para la vida presente, pero a causa del pecado, pueden privarnos de la salvación o hacernos tropezar. Es necesario que en nuestros pensamientos nos apeguemos firmemente a todo lo que concierne a la vida eterna, y desechemos categóricamente todo lo que nos desvíe de ella. Si la mano hace cosas reprensibles, si el pie nos lleva por un camino equivocado, o el ojo aferra el corazón al mal por medio de malos deseos, debemos renunciar a ellos aun a costa de una dolorosa amputación, a pesar de todo lo que cuesta romper con hábitos establecidos. Si no tenemos la “vida” de Dios para toda la eternidad, entonces será el “infierno, donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga”. Quienes sean arrojados al fuego eterno, ¿qué harán con sus miembros que los habrán llevado a la perdición? ¿Qué valor tendrán sus manos, sus pies, sus ojos, en ese lugar donde todos los objetos de los malos deseos habrán dado lugar a las terribles consecuencias reservadas para aquellos que han preferido un día de satisfacción respecto de su felicidad eterna? Nos gusta pensar que ninguno de nuestros lectores se verá privado del cielo por algún placer fugaz que este mundo engañoso pueda ofrecerles. La cuestión de nuestra salvación eterna es tan importante que vale la pena renunciar sin vacilar a toda ocasión de caída mientras estamos en el camino, porque una vez que lleguemos al final de nuestro viaje, el destino estará fijado por la eternidad. “Si el árbol cayere al sur, o al norte, en el lugar que el árbol cayere, allí quedará” (Eclesiastés 11:3).

Ciertamente, el juicio es para todos. Dios no puede soportar el mal para siempre: “Todos serán salados con fuego” (v. 49). Para quienes están perdidos, su parte será el juicio eterno. En cuanto a los creyentes, Dios trata con ellos mientras están en este mundo, por todo lo que él no puede aprobar en su andar. Dios comienza el juicio por Su casa (1 Pedro 4:17). El creyente depende de un Padre que, “sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno” (1 Pedro 1:17). Debe evitar sus ocasiones de caída y las de los demás, especialmente de los pequeños, teniendo cuidado de no satisfacer los deseos de su carne.

De acuerdo con el carácter de este evangelio, que presenta el servicio, se añade: “Y todo sacrificio será salado con sal” (v. 49). Es una referencia a Levítico 2:13: “Sazonarás con sal toda ofrenda que presentes, y no harás que falte jamás de tu ofrenda la sal del pacto de tu Dios; en toda ofrenda tuya ofrecerás sal”. Sabemos por Romanos 12:1 que en reconocimiento por el gran amor de Dios, el creyente debe ofrecer su cuerpo en sacrificio vivo, es decir la completa entrega de sí mismo al Señor, como Cristo lo hizo en su humanidad. Esto es lo que la ofrenda de la torta representa en este pasaje del Levítico. En el servicio a Cristo, que incluye toda nuestra vida, no debe faltar la sal. La sal conserva, evitando la corrupción. Es una figura del poder que da las fuerzas para rechazar todo lo que podría obstaculizar nuestra relación con Dios, impidiéndonos ser desviados de ella por cosas que agradan a la vieja naturaleza. Estas son representadas por la miel, que nunca debía ser encontrada en un sacrificio (Levítico 2:11). El creyente también es considerado como la sal de la tierra. Jesús dijo: “Buena es la sal; mas si la sal se hace insípida, ¿con qué la sazonaréis?” (v. 50; ver Mateo 5:13). En todo su andar el cristiano debe separarse del mal. Si es fiel, su misma presencia en medio del mundo preserva de la corrupción. Si deja de lado todo aquello que lo hace capaz de ser testigo del Señor, ¿cómo adquirirá sabor? En Mateo se nos habla que tal hombre ya no sirve para nada más sino para ser pisoteado. ¡Qué solemne advertenciaPara finalizar, Jesús dijo:

Tened sal en vosotros mismos; y tened paz los unos con los otros (v. 50).

Los discípulos deben hacer uso de la sal en sus relaciones buscando evitar toda la corrupción que se produciría si toleraran lo carnal, agradándose unos a otros. Este comportamiento solo produce malos frutos, pues “el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción” (Gálatas 6:8). Procuremos buscar la paz entre nosotros, pero para que la paz sea según Dios, no debe lograrse a expensas de la santidad. En Hebreos 12:14 leemos: “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”.

Podemos resumir este largo capítulo, tan lleno de instrucciones prácticas, diciendo que después de presentar a los discípulos el reino en gloria por medio de la transfiguración, el Señor les mostró el camino que conduce hacia él, buscando fortalecer su fe. Siendo de Cristo, y sirviéndole en separación del mal, era necesario que sus pensamientos fueran transformados. También se ocupó de darles aliento en ese camino. La gloria vendrá después, cuando ya no deban estar preocupados por sí mismos, como tan a menudo lo hacían, al igual que nosotros.