Sumisión y amor

Efesios 5:22-33 – Colosenses 3:18-19 – 1 Pedro 3:1-7

Al abrir las Sagradas Escrituras, vemos que el propósito de Dios para con el hombre era que éste tuviese una “ayuda idónea (es decir, “capaz” o “apta”) para él”, porque no era “bueno” que estuviera solo (Génesis 2). Formó, pues, Dios una mujer tomada de Adán, y no del polvo, manifestando así que ambos eran uno, que entre ellos existía una dependencia mutua, y en particular la de la mujer para con el hombre. Eva era para Adán una ayuda inteligente, dotada de afecto como él; es decir, idónea, que le correspondía.

Pero surgió el pecado, acarreando la ruina, oscureciendo el entendimiento del hombre, pervirtiendo sus afectos y embotando su sentido moral. No obstante, lo que Dios instituyó desde el principio, “permanece”, como lo muestran las mismas palabras de Cristo y de los apóstoles. Y aunque muchas veces el hombre caído haya hecho caso omiso del pensamiento de Dios en cuanto al casamiento como también en cuanto al verdadero papel de la mujer y las obligaciones que supone la relación de esposos, aunque de varias maneras haya profanado este vínculo, ello no desvirtúa en nada las disposiciones de Dios; y sigue siendo verdad que “no es bueno que el hombre esté solo” y que el matrimonio es una preciosa institución divina.

En el casamiento, como en todas las cosas, el creyente debe buscar la gloria de Dios, y sólo la Palabra puede iluminarle y guiarle en la senda de la obediencia en medio de un mundo arruinado por el pecado. Veamos, pues, cuáles son las enseñanzas que nos da el Espíritu Santo a este aspecto.

Toda relación implica obligaciones que se derivan de ella: en las epístolas vemos, de modo especial, en qué consisten los deberes mutuos de los esposos creyentes. Son muy sencillos y pueden concretarse en dos puntos: el amor de parte del marido y la sumisión de parte de la esposa.

AMOR

Si leemos los pasajes bíblicos arriba mencionados notaremos de qué manera más sublime y elevada el Espíritu Santo nos presenta las relaciones entre el marido y la esposa, valiéndose del símil de la unión de Cristo y la Iglesia. ¡Cuán purificadas y santificadas se hallan entonces dichas relaciones! Dios ennoblece el asunto sirviéndose de dicho ejemplo a fin de explicar sus pensamientos para con Cristo y la Iglesia. Las expresiones “como al Señor” y “así como Cristo” (Efesios 5:22 y 25) son la divina medida propuesta a la esposa y su cónyuge.

El modelo del amor del marido respecto a su esposa es, pues, el mismo amor de Cristo por la Iglesia: 

Maridos, amad a vuestras (propias) mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella. 

Es el amor manifestado por la abnegación y los tiernos cuidados que Cristo prodiga a la Asamblea. Él mismo se entregó por ella, renunciando a todo. Así debe ser el afecto del marido por su esposa, lleno de abnegación, de sacrificio, de olvido de sí mismo, en una palabra, ha de ser un afecto sin egoísmo alguno.

Cristo dispensa sus cuidados a la Iglesia, objeto de su amor; la sustenta, la cuida, formándola por la enseñanza de su Palabra. Del mismo modo, el marido debe a su esposa cuidados y atenciones llenas de afecto; la ama como a sí mismo; por un lado provee a sus necesidades materiales, y por otro cuida y sustenta su alma. La atiende en las cosas espirituales, ayudándola, amparándola, enseñándole y sacando para ella y para sí mismo el alimento espiritual en la lectura y meditación de la Biblia, acompañadas de incesantes oraciones.

El apóstol Pedro nos habla de la mujer como de un “vaso más frágil” y más sensible, no solo en cuerpo, sino en los sentimientos de su alma; por consiguiente, puede ofenderse con más facilidad e irritarse por alguna palabra áspera o demasiado cruda. Exhorta, pues, a los maridos para que obren en consecuencia: han de llevar con tolerancia su mayor sensibilidad, ayudarlas, tratarlas con mucha paciencia, evitando cuanto pueda ofenderlas, pensando que como esposas participan de su vida y necesitan ser animadas en sus tareas hogareñas, a menudo difíciles y penosas.

La esposa tiene derecho al cariño entrañable de su marido; Cristo, nuestro modelo, ama a la Iglesia con un amor sin par. Así, pues, “cada uno... ame también a su mujer como a sí mismo”, y dispénsele los cuidados llenos de ternura, afecto y sensibilidad que regocijarán su alma.

SUMISIÓN

En cuanto a la esposa, lo que la Palabra de Dios requiere de ella es la sumisión, dándole como modelo el de la sumisión de la Iglesia a su Señor. Pero notemos bien que no se trata de una sujeción semejante a la de una esclava. Los referidos pasajes no exhortan a las mujeres a que amen a su marido, pues su propia naturaleza les inclina a hacerlo. Por otra parte, no olvidemos que el amor es, para todo creyente, el móvil de una vida cristiana llevada a la práctica. La sumisión de la esposa será entonces una sujeción voluntaria y feliz, nacida del amor. El amor que manifiesta por su cónyuge hace que no le cueste complacerlo en lo que pida; hasta previene sus deseos, y para ella es un gozo procurar aliviarle en su pesada tarea con su abnegación y diligencia, evitándole desvelos y preocupaciones. Porque la sumisión que ha de manifestar es también una obediencia inteligente que discierne juiciosa y discretamente lo que pueda inquietar a su marido, y entonces procura llevar con él el peso de las dificultades.

No olvida que si el varón es cabeza de la mujer (1 Corintios 11:3), ella sigue siendo lo que Dios la hizo desde el principio: una “ayuda idónea para el”, apta para comprender y compartir sus penas, para llevar con él el peso de los cuidados diarios, para ayudarle con su cariño, su consuelo y muchas veces con sus consejos.

Amor, sumisión... divinos mandamientos que solo bajo la dependencia del Espíritu Santo obedecerán los esposos. Además, nada suscitará ni mantendrá más la sumisión de la esposa como el amor de su marido por ella; y por otra parte, nada llevará más al esposo a amar a su esposa, como la sumisión que ella le manifieste.

CONFIANZA MUTUA

Esas consideraciones nos inducen a hablar de la confianza mutua que debe reinar entre los esposos. ¿No revela Cristo sus secretos a la Iglesia, su Esposa? Y ésta, ¿no confía sus pensamientos al corazón de su divino Esposo? Otro tanto han de hacer los esposos. 

Así que no son ya más dos, sino uno,
dijo el Señor (Marcos 10:8). 

Si el amor los une, ¿cómo podrían tolerar secretos entre sí? Si el marido, por temor a contristar a su amada esposa, vacilara en revelarle las causas de sus inquietudes, de las penas y dificultades suscitadas por su oficio y sus relaciones, demostraría tenerle un afecto equívoco, y tener en poco su corazón abnegado y amante.

¿Para qué ocultarse sus preocupaciones? ¿No sabe ella, acaso, que ambos están recorriendo una senda en la cual forzosamente habrá pruebas para los dos? ¿No han de aguantarlas ambos unidos? Si el marido guarda secretos, los motivos de sus inquietudes –que muchas veces su esposa presiente– esto le causará mayor sufrimiento y le será más difícil de sobrellevar, pues tendrá que hacerlo solo. “Mejores son dos que uno” (Eclesiastés 4:9-12).

Maridos, amad a vuestras mujeres”, amadlas bastante para depositar en ellas toda vuestra confianza. Por dolorosas que sean las dificultades que tengan que comunicarles, ellas sabrán participar de las mismas y a la vez podrán animarlos. Y, ¿quién sabe si a menudo la esposa, más frágil que su marido en varios aspectos, haya recibido una mayor medida de fe y de confianza en Dios, habiendo aprendido a conocerle más íntimamente por su posición humilde y sufrida, y pueda sostenerle y alentarle con su fe cuando surjan las pruebas? El hombre, más enérgico, más apto para el trabajo y la lucha, suele desanimarse con mayor facilidad; y la esposa, amante, abnegada y sumisa, tiene entonces la oportunidad de confortar al compañero de su vida. 

Lo que acabamos de decir vale también para la esposa. Que no vacile en confiar todas sus preocupaciones al que la ama; sus pesares y problemas sin duda serán de otra índole, pero ¿a quién las confiará, sino al que ha de ser su confidente? ¿Quién las compartirá mejor que él? La confianza mutua significa, pues, una entera comunión de pensamientos entre los esposos; éstos viven realizando que son “una sola carne”; con delicadeza, mansedumbre y discernimiento se confían todas sus inquietudes; no permiten que ningún impedimento surja entre ellos, y si por desgracia aparece alguna nube o causa de desunión, la disipan al instante, rechazándola.

LOS RECURSOS

La oración

El apóstol Pedro da a los esposos creyentes otra exhortación de suma importancia: “Para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (1 Pedro 3:7). Las oraciones, pues, forman parte de la vida de los cónyuges; constituyen uno de los recursos de los cuales disponen para andar fielmente. Los esposos tienen que vigilar mucho para que sus oraciones no sean impedidas. Notemos que esta exhortación del apóstol va unida a la de honrar a la mujer como a vaso más frágil. ¿Honraría a su esposa el marido que la estime incapaz de compartir con él sus pensamientos, inquietudes y pruebas? Por cierto que no.

Si el hombre casado no deposita toda su confianza en su esposa, ¿podrán las oraciones de ambos ser el fruto de la comunión mutua? Para orar de común acuerdo, los cónyuges deben sentir una misma cosa, de otra manera sus oraciones serán estorbadas. Si ocurre algún disentimiento, solo confesándolo y orando por este motivo volverán a encontrar el gozo de la comunión y podrán seguir su camino bajo la mirada de Dios, en Su paz, con continuas oraciones y acciones de gracias.

Cristo, Huésped del hogar.

Sentimos toda nuestra capacidad para honrar a Dios obedeciendo fielmente las exhortaciones de Su Palabra. Pero no hemos de considerarlas como obligaciones o mandamientos impuestos; ya no estamos bajo la ley. El único móvil de una vida que agrade al Señor es el amor, no lo olvidemos. No el amor de nuestros corazones naturales, pues en el fondo todos somos egoístas, sino el amor que brota del divino manantial: Cristo.

Lo que precisamos es que Cristo sea el divino Huésped en nuestros corazones y en nuestros hogares: él mismo lo desea. Su divina presencia es, para los esposos, la certeza del gozo y de la paz, del consuelo en las pruebas y en los momentos difíciles; es la fuerza para caminar, la calma en medio de la tempestad. “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él” (Apocalipsis 3:20). ¡Ojalá los esposos creyentes realicen esas preciosas exhortaciones, para su bendición y la gloria del Señor!