Relatos del campo de batalla

Pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna, a la cual asimismo fuiste llamado. 
(1 Timoteo 6:12)

1) El Soldado y el oficial

Durante la batalla de Sedán, Francia, 1870, los soldados se abrían paso en el campo de batalla, cargados con un compañero malherido y moribundo que decía: –Voy a morir, déjenme.

Un oficial se interesó por el soldado herido y le preguntó: 
–¿Qué puedo hacer por usted? –Nada, capitán, respondió él; se lo agradezco, pero voy a morir. –¿No puedo hacer nada? ¿Quiere que le escriba a sus padres, a sus amigos? –No tengo a nadie. Pero si quiere, saque la Biblia que está en mi mochila y léame en el evangelio de Juan, al final del capítulo 14, un versículo que habla de paz.

El oficial tomó el libro y leyó: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (v. 27).

El moribundo escuchaba y disfrutaba cada palabra. Él sabía que Jesús es quien da la paz; nadie puede obtenerla por sus propios medios; es preciso recibirla como un regalo. Jesús hizo esa paz “mediante la sangre de su cruz”, en el Gólgota. Allí expió nuestros pecados, nos reconcilió con Dios. Entonces su conciencia estaba en paz, su corazón descansaba. Ya no había turbación, ya no había miedo… Estos parecían ser los pensamientos que se agolpaban en la mente del soldado.

Luego dijo al oficial: –Muchas gracias. Tengo esta paz. Dentro de poco estaré junto a mi Señor. Ya no necesito nada. Quédese con este libro, él me ha llevado a Jesús, y también lo hará con usted… Su voz era tan débil que el oficial tuvo que acercar su oído a los labios del moribundo… esa voz pronto se apagó, pues el soldado entró en el reposo.

El oficial guardó la Biblia en su mochila y volvió al campamento. Había visto caer muchos soldados, pero nunca había asistido a semejante partida: un hombre que muere en paz, sin ningún miedo, sabiendo a dónde va. También había visto morir a su madre, una cristiana, y su final había sido igualmente apacible. No lo podía olvidar. Oh, ¡cuán falsa sonaba la risa burlona de sus compañeros al lado de tan dulce paz! ¿Qué les esperaba a ellos en sus últimos momentos? Temor, angustia, incertidumbre. «Tengo que conocer esta paz, se dijo a sí mismo».

Entonces buscó a Dios, y Dios se dejó hallar. Pidió la paz, y Dios se la dio.

En alguna parte del campo de batalla se vio por mucho tiempo una pequeña tumba en la cual estaban grabados el nombre del soldado y el de su regimiento. El mismo oficial la cuidaba fielmente. Allí mandó grabar estas palabras: “Vida te demandó, y se la diste, largura de días eternamente y para siempre” (Salmo 21:4). Él también había pedido la vida, la vida eterna, y Dios se la otorgó.

2) El sustituto

El Hijo de Dios… me amó y se entregó a sí mismo por mí 
(Galátas 2:20).

El (Dios) no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros 
(Romanos 8:32).

 

Durante la guerra Franco-Prusiana (1870) y bajo el mando del príncipe Federico, quien más tarde llegó a ser emperador de Alemania, un soldado desobedeció las muy estrictas ordenes de la disciplina militar y, por consiguiente, el consejo de guerra decidió fusilarlo. La angustia del condenado era muy grande, y cuando se aproximaba la hora de la ejecución, le enviaron al clérigo. Este le habló diciendo: –¿Está usted preparado para morir?

–No, replicó el prisionero, no lo estoy. Pero esto no me aflige tanto como el pensar en mi esposa y en mis niños, en su tristeza, en su futuro, en la forma que los dejo, y en los años de pena y pobreza por los que pasarán. ¡No tengo tiempo para pensar en mi alma! ¡Estoy desesperado!

En el regimiento había un hombre cristiano quien, al enterarse de la situación, y lleno de compasión, dijo al soldado: –No tengo esposa ni hijos que me lloren, y como estoy entrado en años, no me importa morir; como ya soy salvo me alegraré al dejar esta vida para estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.

Luego habló con el comandante y con el clérigo, quienes se impresionaron mucho. Pero como ellos no podían decidir, llamaron al general, el cual se sintió muy desconcertado, porque hasta entonces no se había presentado un caso similar. El general presentó el caso al príncipe heredero. Este se conmovió grandemente al oír la propuesta, y dijo: 
–Mi valiente amigo, no tengo autoridad para quitar la vida a un hombre inocente. Pero la tengo para perdonar, y en consideración a usted, perdonaré la vida a este hombre; acepto su vida como si la hubiese dado.

La Biblia dice: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:20). Nosotros también hemos infringido la ley divina, como ese soldado, y la paga por nuestra transgresión es la muerte eterna. Dios no quiere que ninguno perezca. Sin embargo, su misma justicia y santidad exigen que el pecador sea castigado. Por ello el Señor Jesús vino a este mundo y se ofreció en sacrificio por usted y por mí.

El príncipe heredero perdonó la vida a ambos solados, pero Dios no perdonó a su propio Hijo, a causa de su justicia, sino que dejó que muriese en la cruz. Él fue castigado y murió en nuestro lugar, para que nosotros tuviésemos paz, perdón y vida eterna.

Orientación cristiana