Mientras dure el día

La noche viene

Me es necesario hacer las obras del que me envió, entre tanto que el día dura; la noche viene, cuando nadie puede trabajar.
(Juan  9:4)

Es tan difícil hacer, en el sentido natural de la vida, un trabajo concienzudo en las horas de la noche, cuando este exige un mayor cuidado, sea de lucidez mental o de aptitud manual en determinada profesión. Pero dejando a un lado el limitado campo experimental del paso por la vida, existe un vasto e inmenso sistema que escapa al control de la habilidad humana. Sistema en que Dios opera y ordena con soberana voluntad, pero que ni el orgullo, la desobediencia, la incredulidad o la fuerza de este mundo pueden impedir que se cumplan sus designios, siempre justos, siempre rectos.

La noche viene, esa noche que cubrirá la faz de la tierra, cuando las tinieblas tendrán potestad, cuando la luz del evangelio no iluminará con su testimonio esta escena que ahora atravesamos –pues estaremos para “siempre con el Señor”. Entonces no se podrá obrar y, hermanos amados, esta noche viene, y ya está cerca. ¡Obremos! Es en esta hora de luz que el Espíritu Santo guía nuestros pasos y nos forma, es en esta hora de luz también que engendra las virtudes de Cristo en nuestros corazones. ¡Obremos, sí, porque el tiempo propicio aún no ha pasado y la promesa del apoyo del Señor permanece! ¡Obremos, porque a su tiempo esa posibilidad no existirá más, y solo Dios sabe cuántas almas quedan sin que una consoladora palabra de vida eterna esclarezca sus entenebrecidas conciencias! Si tenemos un sentido de responsabilidad en los afanes de este siglo, cuánto más cuenta habremos de rendir ante el tribunal de Cristo, como responsables de no haber aprovechado sus claras y sabias directrices en este tiempo en que la Palabra de Dios nos denomina hijos de la luz y del día (1 Tesalonicenses 5:5).

¡Obrar, y en qué forma debemos hacerlo! He aquí la lumbrera que ante nuestros pasos traza el camino luminoso de la vida y de la comunión con el Hombre que obró en el más amplio sentido de la Santa Escritura. El campo es vasto. Extienda la mirada, amigo lector cristiano, y verá con cuanta solicitud precisan su ayuda millones de corazones quebrantados; seres que tras los avatares de un mundo gobernado por el maligno, «han perdido la noción de que poseen un alma, en la egolatría de su lucha fiera», como escribió un poeta oscuro pero veraz. 

Por otro lado, nuestros hermanos en la fe, muchos de los cuales por ser deficientemente animados y consolados, enflaquecen por falta de esos cuidados que un espíritu pastoral obrando con amor podría remediar. El campo es vasto. Es la llama del eterno amor de Dios que Cristo nuestro Salvador tan excelsamente nos ha mostrado, lo que debe unirnos en la fidelidad y verdad inseparables.

Bendita la Palabra que fustiga el adormecido espíritu de un peregrinar negligente para despertarnos a la realidad de un tiempo en que como en todos los tiempos, la mies es mucha, mas los obreros pocos; por tanto roguemos al Señor de la mies que envíe obreros a su mies (Lucas 10:2).

Una hora

¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.
(Mateo 26: 40-41)

La silueta solitaria de un hombre se discernía más bien que verse en la memorable noche de Getsemaní. Allí, de rodillas, derramando su alma en amargura delante de Dios, ante la perspectiva de las horas sombrías que se avecinaban. La turba conducida por Judas dejaba oír su rumor en la lejanía; en Jerusalén, la religión del sepulcro blanqueado había pagado el precio de la traición; en el jardín oscuro, los discípulos vencidos por el sueño y la tristeza se durmieron; solo Jesús velaba. El combate en toda la crudeza ante su alma “triste, hasta la muerte”, estaba presentado, pues “aunque era Hijo, por lo que padeció, aprendió la obediencia”; y así las sublimes palabras: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo lo beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:42), a la par que nos muestran el divino desinterés de un corazón dispuesto a amar hasta el fin, nos dan la inigualable lección de la perfecta obediencia; y ante escena tan agobiante (el peso de la perspectiva de la cruz abatía el alma del hombre sin par), ¿cuál era la respuesta de los débiles discípulos? Dormir. “¿Así que no habéis podido velar conmigo un hora?”

Han pasado tantos siglos desde entonces... Pero el recuerdo de aquella triste noche, de angustia del Señor, llega hasta nosotros por el testimonio del Libro divino. Como en la noche del dolor de su alma, en la intimidad del retiro solitario, él habla a nuestros corazones con las mismas palabras: “Quedaos aquí y velad” (Marcos 14:34).

El enemigo acecha, la lámpara del testimonio se apaga, la hora de las tinieblas se acerca, pero el “testigo fiel y verdadero”, haciendo frente al conflicto, permanece. Entonces “se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis?”. Al ser requerido su nombre, el “Yo soy” que crea y destruye, el “Yo soy” que levanta y humilla, se ofrece a sí mismo. “Habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9).

¡Ay, quién diera que nuestros ojos jamás se agravasen! Cuán justo reproche oímos en el tiempo de su rechazamiento. “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”       

Como una espada penetrante se clava en la conciencia, es la expresión del sentido dolor de su alma; y allí, en el Gatsemaní de su noche angustiosa, un ángel del cielo fortalecía su quebrantado corazón.

Semejante escena nunca se repetirá. Hoy, a la diestra de Dios en su triunfo merecido, espera otra hora distinta de la que en tiempo pretérito angustió su corazón. Hora “que el Padre puso en su sola potestad”. “Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria” (Lucas 21:27). Feliz esperanza cuando antes de esta escena seamos llamados a su encuentro para estar siempre con él.

Pero aún hoy, siendo peregrinos en el nefasto mundo que le crucificó, el cual ha venido a ser para nosotros un desierto estéril, sin recurso alguno para nuestras almas, gozamos de la suficiencia de su bendición. Pero aquel reproche del que quiere tenernos en el secreto de su sufrir para hacernos partícipes de Su gozar, hiere nuestro pecho por la justicia de una verdad que nos humilla. “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora...?”

Sembrar y segar

Sembrando en sufrimientos, en lágrimas y dolor. Sembrando en esperanza, en fe, en amor. Sembrando en gozosas perspectivas de eternos días que se aproximan, cuando el fiel sembrador traerá con él la dorada mies de su abundante trabajo.       

Primero sembrar, después segar. 

Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás 
(Eclesiastés 11:1). 

No importa el dolor, la incomprensión ni ambas cosas juntas. “El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero” (2 Timoteo 2:6). “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15:18). Él, el primero de todo. “Irá andando y llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Salmo 126:6). “Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:23). 

Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán
(Salmo 126:5). 

Este es el orden divinamente establecido. ¡Bendito sea Dios que nos ha dado un triunfador! Triunfador que garantiza nuestra porción cerca de él, a su lado.             

Sembrar. ¡Y cómo sembró el Señor! Con majestad en su andar inigualable, entre el barbecho del dolor humano, lanzando a manos llenas la abundancia de la bendita palabra de Dios; llorando ante la tumba de un amigo; llorando por la impenitencia de la ciudad amada; sufriendo por la traición de un discípulo, por la infidelidad de otro, y muriendo abandonado por todos en las tinieblas de las tres horas más sombrías que jamás señalaron una medida de tiempo en este mundo. Allí murió, cual grano de trigo que cae en la tierra, como él mismo profetizara. ¡Y cómo se identifica con nuestro dolor, con nuestro sufrir, con nuestro gozar! Su poder y su consolación, ambas cosas, muestran la Persona en quien confiamos; y es una clara invitación a considerar los anchos surcos que se abren ante nosotros en la marcha diaria hacia Él. “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9).             

Hacer bien es sembrar. No solamente la Palabra, sino también es mostrar la vida de Cristo en nuestra vida, tanto interior como exteriormente. En lo interior para el agrado de Dios, y en lo exterior para satisfacción de Dios y testimonio a los hombres. No solamente de los hermanos, sino de todos los hombres. Haciendo bien, sembrando, no infligiremos ninguna ley. Únicamente la ley de Satanás, padre de la mentira y príncipe de este mundo, pero este está vencido, como también sus abundantes ministros, “cuyo fin será conforme a sus obras” (2 Corintios 11:15).

Nuestra misión es sembrar; primero por obediencia, para la gloria de aquel que nos ha librado de las tinieblas y llevado a su luz admirable; segundo por amor a nuestros semejantes. “De gracia recibisteis, dad de gracia”; sin esperar la paga o salario en este siglo, sino con la satisfacción de una conciencia aprobada delante de Dios, sabiendo que en la venida del Señor nos está aparejada recompensa abundante, cual nuestras mentes no pueden aún discernir. “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apocalipsis 22:12).

Confiamos en que el Señor nos vendrá a buscar muy pronto. Él es fiel a Su palabra. “De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama está tierna, y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis todas estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas” (Mateo 24:32-33), decía el Señor a sus primeros escogidos, y antes de todo lo que ha de acontecer. Él vendrá por los suyos, para manifestarse con los que le han esperado en fe y en paciencia.

¿No contemplamos ya el desarrollo de los acontecimientos mostrándose como la higuera cuyas ramas se enternecen? Aun en los días postreros de la vida, millones de creyentes sembraron sus cuerpos en esperanza y otros millares fueron pasto de las fieras, siendo hechos espectáculo; otros fueron consumidos por la llama de la hoguera, por el filo de la espada homicida. El odio de Satanás siempre ha perseguido al Señor, en sus santos, en el transcurso de estos cansados veinte siglos. Y los santos, reposando de la lucha, gozando su espíritu de la presencia de su amado Señor, aguardan el día venturoso de la siega que su fe sembró. 

“Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder. Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual” (1 Corintios 15:42-44). 

“He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados” (1 Corintios 15:51). Pero... “el labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero” (2 Timoteo 2:6).